Dark

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DARK

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—Buenos días —dijo una voz, al otro lado.

—Soy Charles Finn, Subdirector Adjunto de la NASA, y necesito hablar inmediatamente con Mark Wilson.

La voz pareció cambiar.

—Me temo que eso no será posible, señor —dijo.

—¿Por qué?

—Mark Wilson está muerto.

Logró balbucear una disculpa, y colgó.

—Entonces, es cierto —murmuró.

El técnico controlador del MSK-332 le llamó a media tarde. Charles Finn tomó el teléfono como quien sabe que pronto estará muerto. La sensación era... terrible.

—Aquí Finn —dijo, notando la tensión en su voz.

—Soy Raid Spin. He realizado el cheking que usted me pidió.

—¿Y bien?

Tres, dos, uno.

—El satélite está en perfectas condiciones. Lo cual no me extraña, pues ha sido lanzado apenas hace un año y medio. Sus aparatos muestran una fiabilidad total, y los datos que usted me pidió que comprobara son exactos —dijo el hombre—. Ni un fallo — añadió, lleno de orgullo.

—Muchas gracias —balbuceó Charles Finn—. Buen trabajo.

Y colgó.

Inmediatamente, llamó a su secretaria. Ella apareció en el umbral de la puerta, y miró el rostro lívido de su jefe.

—Nataly —dijo Finn—, tengo que hablar con el presidente.

—Tiene el teléfono del señor Timson en su agenda particular, señor Finn.

Charles Finn negó con las manos.

—No el presidente de la NASA —dijo—. Nuestro Presidente.

«

Menudo momento», pensó, mientras veía como Nataly desaparecía tras la puerta, casi tan aterrorizada como él.

«

¿Cómo puede ser?» pensó. «

¿Cuántas posibilidades había? ¿Una frente mil millones de millones?».

«

Qué más da ahora», sentenció mentalmente. Todo daba igual.

Charles Finn se levantó de su silla, y se puso tras ella, apoyando las manos en el respaldo. Ante él, una larga mesa de madera oscura, y brillante. Había al menos veinte personas. La más importante era el Presidente que, obviamente, presidía la reunión. Pero también había altos cargos del gobierno, del ejército, y de otros poderes fácticos, como el FBI, la CIA, el director del MIT... Ni que decir tiene que Charles no conocía a nadie más que al Director General de la NASA, Robin McGuire. Los demás le habían sido presentados con la levedad de algo que no importaba.

Suspiró. Había hablado decenas de veces ante públicos mucho mayores, pero nunca con tanta trascendencia. ¿Cómo comparar a centenares de estudiantes con esa gente que ahora le miraba con expectación? Eran los que manejaban los hilos del país, y también de parte del mundo. La inteligencia brillaba en sus ojos, y también un instinto de supervivencia y competencia que les había llevado a sus actuales puestos.

Suspiró de nuevo. Y, «

¿qué más da, de todas formas?» se dijo finalmente, tratando de tranquilizarse.

—Me llamo Charles Finn —comenzó, algo inseguro—. Intentaré ser lo más breve y explícito posible. La situación, no en vano, me obliga a ello — hizo una pausa—. El satélite MSK-322, un satélite de observación cósmica, detectó hace dos días algo realmente preocupante. En realidad, fue un físico de un instituto ligado a la NASA quien detectó... el problema —dijo. No sabía muy bien cómo definirlo—. Su nombre es Mark Wilson, y desgraciadamente, se suicidó al conocer lo que iba a ocurrir. En cualquier caso, me informó antes de hacerlo, con lo cual nos ha legado una importante información que, de otro modo, se habría perdido —hizo una breve pausa, y continuó—: La realidad, simplificada, es la siguiente: lo que Mark Wilson detectó fue un agujero negro. Les ahorraré los detalles técnicos, pues la gran mayoría de ustedes no sabría interpretarlos. El agujero negro, bautizado como Agujero Wilson, es de un tipo que apenas había sido observado en el pasado. Algunos le llaman, informalmente, agujero negro errante. Como no sé qué nivel tienen sus conocimientos sobre los agujeros negros, les proporcionaré una definición rápida. Se trata de objetos estelares con una gran cantidad de masa, tan compacta que su gravedad es inmensamente alta. Eso hace que nada pueda escapar de su superficie, ni siquiera la luz, de ahí su nombre. El hecho de que se trate de un agujero negro errante, únicamente indica que el agujero negro no tiene una ubicación fija, sino que vaga por el Universo, de un lugar a otro, a gran velocidad en este caso.

Se detuvo un instante y miró los rostros que le observaban. Iban desde una incomprensión aburrida a una expectación preocupada. Pero todavía no veía la desesperación en sus miradas. Pronto haría aparición, no en vano.

—Se lo diré fácil y rápido: el Agujero Wilson viene hacia el Sistema Solar. Y no hay escapatoria.

—Explique eso —exigió el Presidente, con voz grave y preocupada.

—Verá, señor Presidente —comenzó Charles—. Esto no es como si viniese un cometa hacia la Tierra, o un asteroide, en cuyo caso habría salidas viables. Desviarlo, destruirlo, afrontar el impacto,... tampoco es... un fenómeno solar turbulento,... se trata de un agujero negro. Es... es... —no supo cómo explicarlo—. Es una catástrofe. Nada sobrevivirá. Un agujero negro es como una gran aspiradora, tan potente que nada puede escapar. Los técnicos han realizado los cálculos un millón de veces, y los resultados son tan correctos como los que arrojaron los cálculos de Mark Wilson. El agujero negro viene hacia aquí. Y cuando llegue —suspiró—. Cuando llegue, lo aspirará todo. El Sol, los planetas, el hidrógeno, el cinturón de asteroides..., por eso decía lo de que no hay escapatoria —miró a su público. Ahora si vio la desesperación—. No hay salida.

El Presidente exigió la revisión de los resultados, y máximo secreto, lo cual ya de por sí había sido un requerimiento básico. Hubo algunas voces que se alzaron, escandalizadas, cuando Charles Finn se sentó en su butaca, pero no le afectaron lo más mínimo. No era más que la ignorancia, que reaccionaba ante la magia de la destrucción desconocida, lanzando sus iras a lo primero que veían. Sin embargo, el director del MIT, un científico, se había derrumbado sobre sus papeles, incrédulo y al mismo tiempo aterrorizado.

—El Presidente quiere verte —dijo un hombre trajeado.

Charles Finn se levantó y lo siguió, hasta llegar a un pequeño despacho. Allí solamente estaba el Presidente y su más importante asesor. Ambos le tendieron la mano, y Charles Finn se las estrechó, y se sentó ante un gesto invitador del Presidente. Tenía el semblante serio y grave, pero parecía tranquilo.

—¿Está completamente seguro de lo que ha dicho hace unos minutos, señor Finn? —le preguntó. Charles asintió.

—Yo mismo he realizado los cálculos, pero también lo hizo cuatro veces el difundo señor Wilson, así como todos los físicos que conozco en los Estados Unidos. Y también un centenar de nuestras mejores computadoras —y añadió, solemne—: Es definitivo.

—Oh, Dios —murmuró el Presidente. Su asesor puso cara de circunstancias.

—Los... —comenzó Charles, y comenzó a balbucear—... calculamos que los primeros... efectos comenzarán... en un par de meses, quizá menos.

—¿Acaso no hay escapatoria posible? ¿Ninguna? —preguntó el Presidente. Charles Finn notó la desesperación en su voz.

—A menos que usted sepa algo que yo no sé... con lo que yo conozco, la respuesta es no —y sintió que la esperanza renacía levemente, ascuas débiles—. ¿Hay algo que yo no sepa?

El Presidente sonrió, triste.

—Me temo que no, señor Finn.

—Todo el Sistema Solar desaparecerá. Y luego el agujero negro seguirá su camino, destruyendo otros lugares —dijo Charles—. En realidad, es sencillo.

—¿Cómo será?

—¿El qué?

—Nuestra muerte, la caída de la Humanidad.

—Es difícil aventurarse —dijo Charles Finn, concentrándose en el problema como si fuese un ejercicio teórico y no una hipótesis sobre su muerte—. No hace tanto que los físicos nos dedicamos a estudiar los agujeros negros. Faltan por saber muchas cosas. En esencia, y para ser científicamente rigurosos, solamente puedo decirle que la Tierra será absorbida más allá del horizonte de sucesos y.

—¿Qué es eso del horizonte?

—Bien... eh... Como dije antes, el agujero negro no es más que una gran cantidad de masa compacta, con una gravedad altísima. Sin embargo, la gravedad tiene una extensión limitada, una cantidad de espacio sobre la cual ejerce. Más allá, no tiene efectos. El límite entre ambas zonas es lo que se llama horizonte de sucesos —y añadió, como si estuviese dando una clase para profanos—. El verdadero problema es que no sabemos qué ocurre más allá del horizonte de sucesos. Solamente podemos hacer suposiciones. La gravedad es tan grande que ni siquiera la luz es capaz de escapar, con su inverosímil velocidad. Eso significa, además, que aunque dispusiésemos de una nave espacial, ésta tendría que desplazarse más rápido que la luz para que pudiésemos escapar del agujero negro. Otro tema aparte sería a dónde nos dirigiríamos. A nivel teórico, es difícil saber que hay más allá del horizonte de sucesos. Luz atrapada, radiaciones, y una increíble gravedad que mana del centro del cuerpo celeste.

—Es decir —tanteó el Presidente—, que lo más probable es que la Tierra, una vez dentro del... horizonte de sucesos, se estrelle contra la superficie de esa... cosa, el agujero negro.

—Bueno... yo diría que nadie estará aquí para verlo. Pero no son más que hipótesis. Lo único que no es una suposición es nuestra muerte —sentenció—. Nuestra muerte es una certeza.

El Presidente estaba solo, en un pequeño despacho de la Casa Blanca. No era el conocido Despacho Oval. A pesar de que todo el mundo pensaba que cuando estaba en la Casa Blanca se encontraba en la famosa sala, no era así en absoluto. Su pequeña oficina, varios pisos por debajo del Despacho Oval, estaba protegida de mil y un peligros, completamente vigilada, y, sobre todo, era mucho más cálida y acogedora. Aunque en ese justo momento, era un lugar tan... deprimente como cualquier otro.

—Presidente Chalmers —dijo alguien, golpeando la puerta abierta. Era Bear, su principal asesor. Un as.

—Dime, Bear.

El hombre alto y espigado entró y se sentó, nervioso.

—Tiene que tomar una decisión cuanto antes —le dijo.

—¿Con respecto a qué?

—Bueno..., la pregunta que nos tenemos que hacer es: ¿Debe saberlo la gente? Y cualquiera sea la respuesta, ¿por qué?

—No es fácil, Bear.

—Lo entiendo, señor Presidente.

—Debo pensar.

Bear asintió y salió del despacho, cerrando la puerta. El chasquido de la puerta le convirtió en un hombre solitario. Apoyó los codos sobre la bonita mesa de caoba, como si fuese a ponerse a estudiar. Eso le retrotrajo, durante unos minutos, a su adolescencia y a sus estudios universitarios. ¿Cuántas horas de su vida había gastado plantado ante un libro o unos apuntes, estudiando? ¿Cuántas viendo la televisión? ¿Cuántas haciendo el amor? ¿Cuántas...? Todo esto no tiene sentido, pensó. Era capaz de asimilar su muerte, el fin de sus días. Pero, ¿de toda la Humanidad? ¿De la Tierra? Era demasiado para un solo hombre. En eso tienes razón, pensó, sonriendo ante la ironía. ¿Cómo aceptar que todo lo que una vez había conocido desaparecería? No solo sus huesos, su cuerpo, su materia gastada e inservible, sino también... los lagos y los ríos, los océanos, las montañas y las islas, los volcanes,... los animales y plantas, hasta las bacterias, todo... ¿absorbido? ¿Era esa la palabra más correcta? Ni siquiera soy creyente, pensó. Había mentido toda su vida, pues nadie llegaba lejos en Estados Unidos si no adoraba un Dios políticamente correcto. Pero no podía creer. Ni había creído antes, ni lo haría ahora, en la antesala de su muerte. ¿Para qué? Mark Wilson, se dijo, tú sí que has sido listo. Comprendía perfectamente al difunto físico. Aterrado por su descubrimiento, decidió que no sería capaz de enfrentarse al corto futuro que le esperaba. No quería el horror del Apocalipsis, le llegaba su propio fin. El fin de un hombre, el todo y la nada, pero, en el fondo, una minucia. Pero toda la Tierra... eran palabras mayores.

Garabateó con su pluma sobre un folio en blanco. Al paso de los minutos, la superficie otrora impecable del folio se transformó en un mar de espirales, que crecían desde el exterior hasta colapsarse. Vio con tristeza que sus espirales inconscientes no podían ser una metáfora mejor de un agujero negro. Una espiral cósmica.

—¿Qué hacer, Chalmers? ¿Qué hacer? —murmuró, sintiendo que nadie escuchaba sus palabras.

No era una decisión fácil. Pero, en el fondo, ¿para qué elegir en el inminente final? ¿Por qué debía hacerlo? Su cargo ya era una farsa. La muerte borra todo lo que hace el hombre, pensó. No quería elegir. Pero debía hacerlo, sin duda. No era una decisión fácil, pero nunca había tomado una sola decisión fácil.

Y en este caso, las opciones estaban claras. Diáfanas. Comunicar el destino a la Humanidad, o no hacerlo. Comunicarlo ofrecía una serie de problemas. El principal era el colapso de la civilización, y quizá ya no quedase mucha Humanidad por eliminar para cuando llegase el agujero negro. Todo el mundo abandonaría sus puestos de trabajo, se dejaría llevar por la desesperación, por la ira, por la rabia, por la locura... comenzarían los saqueos, desaparecerían los servicios..., sería un caos. Ciudades inundadas, hospitales vacíos, el fin del agua corriente, del combustible, de la electricidad..., estallidos de reactores nucleares por todas partes, las comunicaciones, desaparecidas..., sintió un escalofrío mientras pensaba en todas las posibles derivaciones. Y mientras lo hacía, de forma errática, su mente viajó cuarenta años atrás. Una vez, había tenido un primo llamado Poul. Su primo siempre había tenido cierto retraso mental, a causa de una meningitis mal curada, pero era un tipo franco y divertido. Incapaz mentalmente, a los quince años había comenzado a trabajar en una pizzería, limpiando cuando todos los demás se iban a casa. El día antes de su muerte, Poul había trabajado hasta la una de la madrugada, dejando como los chorros del oro la pizzería. Al salir, un borracho le atropelló y murió casi en el instante. ¿Qué merecían los millones de personas de su país? ¿Una muerte así?

¿Merecían desempeñar sus trabajos sin conocer la tragedia de su destino? ¿O quizá olvidarlo todo y largarse a esperar la muerte en un prado cercano?

—Joder —dijo.

Sabía cuál era la respuesta adecuada, pero quizá no fuese el momento de escoger lo más adecuado, sino lo mejor. Si tuviese que elegir, preferiría morir en su casa, sentado con su familia, y no en aquel maldito despacho. Pero, ¿qué debía hacer? ¿Dejarse llevar por sus instintos, o por sus deseos más primordiales, o hacer que todo siguiese igual hasta el último momento? ¿Ofrecer la capacidad de decisión al pueblo significaba someterse a ellos? Y nadie sabía si podían asumir la capacidad de decisión. Morirá gente, pensó. Eso era inevitable. A pesar de que la muerte se aproximase, algunos harían que estuviese todavía más cerca de sus cabezas.

Además, la catástrofe se haría evidente en muy poco tiempo. Cualquiera con un equipo de observación medianamente avanzado no tardaría mucho en detectar los indicios y deducir lo mismo que sus propios astrónomos. Sonrió amargamente, Estados Unidos era la potencia hegemónica de la Tierra, la que dictaba el destino de miles de millones de personas. Resultaría ridículo que rusos, chinos o europeos se les adelantaran anunciando el Fin del Mundo.

Durante un buen rato, al igual que muchas otras veces durante su legislatura, deseó formar parte de la plebe y no dirigirla.

Cuando Bear preguntó de nuevo, ya había tomado una decisión.

La mejor decisión.

—¿Está seguro de esto, señor Presidente? —le preguntó Bear. —Completamente.

—Necesitaremos tiempo para ordenarlo todo y diseñar un discurso, señor.

—Compatriotas, compañeros.—comenzó el Presidente. Todas las cadenas estaban emitiendo su discurso, y todo el país estaba expectante. Sabía que estaba ocurriendo algo parecido en el resto del mundo, con los respectivos líderes a quien él mismo había informado. Aun así, a pesar de que había millones de personas escuchando sus palabras, se sentía absolutamente solo en aquel despacho—. Esta gran nación, y la Humanidad entera, deberán enfrentarse a un cruel y pronto destino.

»No es mi deseo alargarme demasiado, aunque no por ello ahorraré palabras. Hace tan sólo tres días, mi grupo de asesores, mi equipo de gobierno y yo, recibimos una trágica noticia. Algo que afecta a toda la Humanidad por igual, y que hace que desaparezcan las fronteras que durante siglos nos han separado. Se nos ha hecho saber que un objeto celeste, llamado agujero negro, se dirige hacia el Sistema Solar. Yo soy tan profano como ustedes, pero les diré que el poder destructivo de un agujero negro excede con mucho lo que la imaginación de la gran mayoría puede. Puedo asegurarles que no hay opción de salvación posible, y que en menos de dos meses, todos nosotros habremos perecido, igual que la Tierra y probablemente todo el Sistema Solar, tal y como lo conocemos.»Desearía decirles que hay una opción, aún si solamente fuese para unos pocos, pero no está en mi derecho mentirles. Yo y mi equipo hemos discutido arduamente si debíamos contarles la verdad, o por el contrario dejar que viviesen sus últimos días en la inconsciencia de la rutina diaria. Yo, y asumo todas las consecuencias de mis actos y disposiciones, decidí que no era justo que ustedes viviesen sus últimos días de vida sin saber que debían aprovecharlos hasta el último momento. Han de saber que permaneceré en mi puesto, en esta sala, hasta el último segundo de mi vida, y espero que ustedes hagan lo mismo que yo. Sé que es duro exigirles nada, ahora que sus vidas terminan, pero es necesario para que la civilización no caiga antes de que llegue el Apocalipsis.

»Necesario para que todos nosotros podamos disfrutar de nuestras familias. Les ruego que actúen dentro de la ley, y que no caigan en la desesperación. No agredan a sus semejantes, no maten, pues tales actos son innecesarios ahora que conocen su destino —hizo una pequeña pausa—. Les ruego que, en los días que faltan para el fin, sean ustedes más humanos de lo que ya lo han sido hasta ahora. Si hemos de caer, que sea con honor —paró de nuevo—. No deseo alargarme más. Ya termino. Les deseo la mayor felicidad durante... el tiempo que nos queda. Fin de la transmisión.

Arrodillada ante el televisor, Dana se derrumbó y comenzó a llorar desconsoladamente. Su hija, María, apareció en el umbral de la puerta, y corrió hasta su madre.

—¿Qué te pasa, mamá? —preguntó la niña, mientras también manaban lágrimas de su rostro.

Pero Dana no podía dejar de llorar.

—Moriremos todos —murmuró, entre el llanto.

—Mamá, ¿qué dices? —preguntó María.

—Nada, cariño, vete a tu habitación, anda, corre —dijo.

Dana logró controlar el llanto, exhibió una pobre y corta sonrisa, e intentó tranquilizar a su hija con una mirada aterrorizada.

—Mamá... —gimoteó ella.

—Tranquila, María, anda, vete a tu habitación.

La niña, obediente a pesar de todo lo que había ocurrido en los últimos días, salió de allí. Dana, secándose las lágrimas, se levantó y cerró la puerta, inquieta. Paseó ante la televisión, nerviosa.

—Maldito cobarde —masculló, llena de rabia—. Preferiste la muerte, ¿eh, cobarde? La muerte antes de enfrentar la realidad con tu familia —murmuró—. ¡Maldito cobarde! —gritó.

Y cayó de nuevo ante el televisor, de rodillas. Golpeó el suelo enmoquetado con sus manos, y al fin se dejó caer, enrollándose hasta alcanzar una posición fetal, deseando que hubiese alguien para arrullarla y hacer desaparecer sus temores.

Pero no había nadie en aquella habitación, nada más que un espíritu que se esfumaba como el humo de un cigarrillo.

Igual que de rápido se irán nuestras almas, se dijo.

—Ese era tu motivo —murmuró.

Ante las primeras noticias, el Presidente Chalmers hizo llamar a su asesor, Bear. Le miró mientras se sentaba. Movimientos limpios, metódicos. Y un rostro tranquilo y pausado, siempre atento. Era un buen ayudante. Lo tenía todo, pero le gustaría sabe qué pasaba por su mente, escondido por ese rostro enmascarado, preciso e inmutable.

—¿Qué desea, señor Presidente? —preguntó, segundos más tarde ante el silencio de su Presidente.

—¿Crees que he hecho lo correcto, Bear? — preguntó Chalmers.

Bear tardó unos segundos en responder.

—Es una pregunta de difícil respuesta —dijo, finalmente—. Señor, francamente, cualquier decisión hubiese sido igual de correcta o incorrecta.

Chalmers exigió una explicación con la mirada.

—Verá —comenzó Bear, directo—. Esta es... una situación tan extraordinaria, e irrepetible, que cualquier decisión hubiese sido... igual.

—¿Me estás diciendo que da igual que yo haya elegido algo?

—No —exclamó Bear—. Solamente digo... que alguien tenía que elegir, pero que el resultado de la decisión no era... determinante —comenzaba a sentirse aturullado—. No me malinterprete, señor. Yo habría hecho lo mismo que usted. Si me quedasen dos meses de vida, me gustaría que mi médico me lo dijese. ¿Cuál es la opción? ¿Seguir a lo mismo sin saber que tu vida se va? Ahora, cada cual podrá hacer lo que le plazca con lo que le queda de vida.

—Entiendo.

—Lo que yo no puedo hacer —siguió Bear—, es decirle si su decisión fue buena o no. Eso solamente se lo pueden decir sus propios motivos.

El Presidente pensó en su primo Poul, y durante una milésima de segundo, se dedicó a razonar si su existencia, o más concretamente, su muerte, constituían un motivo válido.

Y, de todas formas, ¿qué más daba ya ahora?

Se levantó, y le dijo a Bear, con una sonrisa.

—Creo que es el momento de tomarse unas vacaciones, ¿no cree usted, Bear?

Bear se levantó también, y tendió su mano. Se la estrecharon con fuerza.

—Creo que esa si es una decisión correcta.

Ray Billups alzó el cubo de basura, y lo lanzó contra el escaparate. La superficie acristalada se hizo añicos con un estruendo afilado. Mientras grandes pedazos de cristal caían al suelo, escuchó un ruido a su izquierda. Alerta, se lanzó al suelo, rodando sobre pedazos de cristal. Levantó la vista, y vio acercarse una moto, a gran velocidad, entre los coches abandonados. Pasó a su lado, y desapareció más allá, entre la fachada de los edificios. Billups se erguió, y miró la oquedad que había creado con su acto vandálico. En el interior, vislumbró un mar de estanterías blanquecinas, en las cuales se amontonaban decenas de DVD de películas. Saltó adentro, esquivando por poco los cristales que todavía pendían, como fauces. Se escurrió entre las estanterías, penetrando hacia lo más hondo de la tienda, allí donde más oscuridad había. Al fin, se acuclilló frente a uno de los estantes. Y mientras su mirada se perdía por los títulos de las películas, caviló con tristeza. «

Yo no soy así», se dijo, lanzando su mirada hacia la cristalera destrozada. No, no lo era, pero los últimos meses habían sacado a la luz cosas por las cuales quizá no fuese tan malo que un agujero negro fuera a tragarse el Sistema Solar. Violencia, destrucción..., el caos. A pesar del llamamiento del Presidente Chalmers, honorable pero inocente, la gente había abandonado sus trabajos. ¿Cómo permanecer en tu puesto, mientras el mundo caminaba hacia un fin terrible? ¿Qué tipo de alma cándida perseveraría limpiando oficinas si a la vuelta de la esquina le esperaba la muerte igual que al resto? Y más teniendo en cuenta que el dinero había perdido todo su valor. «

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