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Tantos años más tarde, el escritor seguía buscando rastros del fumadero de opio de la Isla Maciel. Noticias de policía en diarios viejos, libros de memorias, anecdotarios de médicos, de gente de teatro, de baquianos de la noche… Menciones fugaces, de segunda mano, instaladas en los hospitalarios estantes de la leyenda por los mismos cronistas que las recogían.
De los prostíbulos de ese barrio, unas pocas manzanas de Avellaneda que nada tienen de isla, a menos que por isla entendamos el aislamiento, menos urbano que moralizante que puso distancia entre la Avellaneda industriosa, decente, y un «distrito de luces rojas» en el extremo del puente transbordador que une la Boca a esa ciudad vecina de Buenos Aires —de los prostíbulos de la Isla, sabía, se ha encargado la leyenda—. Pero en tiempos de auge del tráfico marítimo, cuando todo «el bajo» porteño, desde Retiro hasta el Riachuelo, estaba dedicado a la «mala vida», hay quienes sostienen que en la Boca, otros dicen en la Isla Maciel, dos fumaderos de opio permitían el recreo de tripulaciones orientales y la curiosidad de algunos niños bien. En la Isla Maciel estaba, por cierto, El Farol Colorado, descrito por Manuel Gálvez en su novela Historia de arrabal, escenario de frecuentes trifulcas entre marineros enardecidos por el alcohol y las «vistas» pornográficas.
Imaginaba a esos vástagos de familias tradicionales, ya que de las que merecerían legítimamente llamarse patricias pocas conocieron la fortuna de los que iban a ser terratenientes gracias a la Conquista del Desierto, culminando como quiere el tango una noche de farra, cabaret y cocaína, con una incursión al wrong side of the tracks, con un walk on the wild side (¿por qué faltan en el castellano argentino estas denominaciones evocadoras, coloridas?), impacientes por s’encanailler, to go slumming, cruzando las aguas residuales, apestosas del Riachuelo en una barca a remos conducida con sonrisa irónica, silencio cargado de sobrentendidos, por un piloto que más tarde recordaría cómo esos muchachos vestidos de esmoquin, tan bullangueros, que reían y hacían bromas durante el trayecto de ida, iban a volver pocas horas más tarde, ya alto el sol de la mañana, cabizbajos, callados, somnolientos, envueltos en un perfume dulzón, delator.
Es, desde luego, cierto impulso literario lo que lo guía. Lo guiaba ya en la adolescencia, antes de haber leído a De Quincey, a Cocteau, lejos de las sustancias plebeyas que hoy consumen los contemporáneos de su vejez: es el hálito de un tiempo ido lo que despertaba aquella curiosidad, que vacilaría en llamar aristocratizante aunque no hubiese podido imaginar, desde el Buenos Aires de mitad del siglo pasado, un presente de accesibles dealers, de drogas de diseño químico.
De esos fumaderos ha hallado unas pocas menciones, fugaces, contradictorias, teñidas por la imaginación novelesca. Para otra imaginación novelesca, la del adolescente que en mitad del siglo XX, en una Buenos Aires que se le antojaba irremediablemente gris porque no sabía indagar sus márgenes, populosos pero entonces encubiertos, la anciana china, rostro grabado por arrugas tenaces, manos huesudas aún ágiles, diligente todo el día tras la barra de un café de la avenida Corrientes entre San Martín y Reconquista, era una promesa de exotismo. Hoy, al viejo que fue ese adolescente se le ocurre imaginar que esa anciana podía ser la nieta del patrón, de algún oficiante en aquellos fumaderos.
Qué era ese café, intenta recordar. Exhuma de la memoria, sin duda enriquecida por lecturas y películas, un espacio sombrío, menos sucio que irremediablemente gastado, impregnado por el olor del café quemado, por el de la leche demasiado hervida y mantenida en espera, la nata ya amarilleando en la superficie, invadido por las incesantes erupciones de vapor, silbidos y carraspeos de una arcaica máquina abollada cuyo café no aspiraba a competir con el espresso que por aquellos años ya ofrecían lustrosas importaciones italianas en locales atentos a otra clientela. ¿Quiénes podían aceptarlo? Transeúntes sin historia, empleados bancarios, oficinistas con prisa, nadie que eligiera permanecer allí más que el momento de un consumo rápido entre dos apremios.
Lo había descubierto al lado de otro espacio rico en exotismo: la librería alemana Goethe, amplia, luminosa, cuya vidriera exhibía libros prestigiados por la mera distancia de su origen, novedades que alternaban con clásicos, y entre estos nunca faltaban las luces judías de la cultura germana, Heine, algún filosemita como Lessing, muy lejos de otra librería, no hace mucho se enteró de su existencia, la Dürer de la calle Sarmiento, a escasos cien metros de distancia, que editaba desde 1947 Der Weg. Monatsschrift für Freiheit und Ordnung in Staat, Politik, Wirtschaft, Recht und Kultur, enviado por correo anónimo a algún insobornable del Tercer Reich que desde Austria lo hacía llegar a lectores por aquel entonces soterrados, confiados en un nuevo milenio que disipara la ilusión democrática.
(Los recuerdos se asocian vertiginosos, él nunca sabe adónde lo llevan, a menudo se deja ir, viaje sin itinerario ni meta, curioso ante el archivo de trivia que los años han acumulado en su memoria; otras se debate en medio de la corriente para volver a un punto de partida que se ha alejado hasta quedar apenas visible).
Dónde vivía la china, se pregunta, pero inmediatamente desecha cualquier posibilidad y se entrega a novelar. Duerme en el café, nunca sale de él, se despierta al alba y cierra al final de la tarde, ya extinguida la animación sonámbula de la jornada, ningún ave nocturna elegiría hacer escala en un reducto tan desangelado, sillas sobre las mesas, patas erguidas que diseñan un laberinto sepulcral. A esa hora la anciana se retrae a una trastienda cochambrosa, paredes leprosas, olor a pis de gato, que solo redime ¿qué? El adolescente envejecido pero infatigable propone: un paisaje del país perdido, impreso en los colores desteñidos de un almanaque. También: una máxima de Confucio enmarcada por varillas color lacre, dibujada en caracteres tradicionales que ella no sabe leer pero, confía, la protegen con una sabiduría distante. (¿Sabría ella que por esos mismos años el Gran Salto Adelante había proscrito en tierra de sus antepasados las enseñanzas de Confucio?). Múltiples son los caminos de la ficción.
Esas cuadras tan anónimas de Corrientes en su descenso hacia Alem guardaban para él otras invitaciones a novelar. En la última, breve pendiente, el hotel Yousten con sus imponentes bajorrelieves a ambos lados de la entrada; en la esquina final, el edificio de oficinas en cuyo último piso los ventanales de un restaurant, había leído, permitían en días despejados avistar la costa uruguaya.
Nunca había pisado el umbral del hotel, nunca había visitado el restaurant; esa omisión propiciaba puestas en escena imaginarias. En el bar del restaurant, estaba seguro, lo esperaban cocktails de nombre exótico y colores artificiales. Al hotel se veía llegando seguido por un equipaje numeroso, cubierto por esas etiquetas que, no podía saberlo, ya solo existían en bazares de nostalgia, paisajes sobre el nombre de un hotel europeo, del Train Bleu o del Orient Express. (Poco más tarde reconocería avergonzado que esa ficción ya era vetusta por aquellos años, residuo de unas matinés de cines de barrio cuyo programa triple exhumaba films de décadas pretéritas; su imaginaria puesta en escena iba a ser corregida por otros escenarios, otros accesorios. Mochila y motel. Jack Kerouac había intervenido).
Porque ya entonces era un solitario que no hallaba amigos con quienes compartir su vida imaginaria, un loner que vivía entre libros para rescatar una parcela privada de la asfixiante convivencia familiar, porque en aquellos irredimibles años cincuenta no estaban al alcance de un adolescente porteño de clase media otras aventuras que las leídas, porque no lograban interesarle las banalmente públicas peripecias del negocio político y la ajetreada transformación social que le fueron contemporáneas, y solo los años, al hacer de él otra persona, le permitirían leerla como una multitudinaria representación de la que no supo ser público… Por todo esto y sin duda por mucho más, no concedía a sus padres un atisbo de misterio.
También: para comprender a esas personas tal vez equivocadas al unirse, y mantenidas en unión por no discernir la posibilidad de una vida respirable por separado, pasarían muchos años, el padre ya muerto, la madre en suave pendiente hacia la senilidad, antes de que sospechase, y finalmente entendiese, que esos individuos a los que estaba ligado por lazos impuestos, por una genealogía opaca, tan ajenos los sentía, habían sido, ambos, portadores de una novela propia, más bien de dos novelas incomunicadas, que no había sabido detectar el lector voraz, atropellado, enceguecido a los trece años por el descubrimiento de La metamorfosis de Kafka.