Dark

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DARK

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—Maldito cobarde —masculló, llena de rabia—. Preferiste la muerte, ¿eh, cobarde? La muerte antes de enfrentar la realidad con tu familia —murmuró—. ¡Maldito cobarde! —gritó.

Y cayó de nuevo ante el televisor, de rodillas. Golpeó el suelo enmoquetado con sus manos, y al fin se dejó caer, enrollándose hasta alcanzar una posición fetal, deseando que hubiese alguien para arrullarla y hacer desaparecer sus temores.

Pero no había nadie en aquella habitación, nada más que un espíritu que se esfumaba como el humo de un cigarrillo.

Igual que de rápido se irán nuestras almas, se dijo.

—Ese era tu motivo —murmuró.

Ante las primeras noticias, el Presidente Chalmers hizo llamar a su asesor, Bear. Le miró mientras se sentaba. Movimientos limpios, metódicos. Y un rostro tranquilo y pausado, siempre atento. Era un buen ayudante. Lo tenía todo, pero le gustaría sabe qué pasaba por su mente, escondido por ese rostro enmascarado, preciso e inmutable.

—¿Qué desea, señor Presidente? —preguntó, segundos más tarde ante el silencio de su Presidente.

—¿Crees que he hecho lo correcto, Bear? — preguntó Chalmers.

Bear tardó unos segundos en responder.

—Es una pregunta de difícil respuesta —dijo, finalmente—. Señor, francamente, cualquier decisión hubiese sido igual de correcta o incorrecta.

Chalmers exigió una explicación con la mirada.

—Verá —comenzó Bear, directo—. Esta es... una situación tan extraordinaria, e irrepetible, que cualquier decisión hubiese sido... igual.

—¿Me estás diciendo que da igual que yo haya elegido algo?

—No —exclamó Bear—. Solamente digo... que alguien tenía que elegir, pero que el resultado de la decisión no era... determinante —comenzaba a sentirse aturullado—. No me malinterprete, señor. Yo habría hecho lo mismo que usted. Si me quedasen dos meses de vida, me gustaría que mi médico me lo dijese. ¿Cuál es la opción? ¿Seguir a lo mismo sin saber que tu vida se va? Ahora, cada cual podrá hacer lo que le plazca con lo que le queda de vida.

—Entiendo.

—Lo que yo no puedo hacer —siguió Bear—, es decirle si su decisión fue buena o no. Eso solamente se lo pueden decir sus propios motivos.

El Presidente pensó en su primo Poul, y durante una milésima de segundo, se dedicó a razonar si su existencia, o más concretamente, su muerte, constituían un motivo válido.

Y, de todas formas, ¿qué más daba ya ahora?

Se levantó, y le dijo a Bear, con una sonrisa.

—Creo que es el momento de tomarse unas vacaciones, ¿no cree usted, Bear?

Bear se levantó también, y tendió su mano. Se la estrecharon con fuerza.

—Creo que esa si es una decisión correcta.

Ray Billups alzó el cubo de basura, y lo lanzó contra el escaparate. La superficie acristalada se hizo añicos con un estruendo afilado. Mientras grandes pedazos de cristal caían al suelo, escuchó un ruido a su izquierda. Alerta, se lanzó al suelo, rodando sobre pedazos de cristal. Levantó la vista, y vio acercarse una moto, a gran velocidad, entre los coches abandonados. Pasó a su lado, y desapareció más allá, entre la fachada de los edificios. Billups se erguió, y miró la oquedad que había creado con su acto vandálico. En el interior, vislumbró un mar de estanterías blanquecinas, en las cuales se amontonaban decenas de DVD de películas. Saltó adentro, esquivando por poco los cristales que todavía pendían, como fauces. Se escurrió entre las estanterías, penetrando hacia lo más hondo de la tienda, allí donde más oscuridad había. Al fin, se acuclilló frente a uno de los estantes. Y mientras su mirada se perdía por los títulos de las películas, caviló con tristeza. «Yo no soy así», se dijo, lanzando su mirada hacia la cristalera destrozada. No, no lo era, pero los últimos meses habían sacado a la luz cosas por las cuales quizá no fuese tan malo que un agujero negro fuera a tragarse el Sistema Solar. Violencia, destrucción..., el caos. A pesar del llamamiento del Presidente Chalmers, honorable pero inocente, la gente había abandonado sus trabajos. ¿Cómo permanecer en tu puesto, mientras el mundo caminaba hacia un fin terrible? ¿Qué tipo de alma cándida perseveraría limpiando oficinas si a la vuelta de la esquina le esperaba la muerte igual que al resto? Y más teniendo en cuenta que el dinero había perdido todo su valor. «Esto es el Apocalipsis, y no lo que vendrá», pensó. Se sentó en el suelo lleno de suciedad, apoyando su espalda en uno de los estantes, que tembló con su peso. Suspiró, sintiendo como el aire viciado penetraba en sus pulmones, con ese oxígeno exiguo que los latidos de su corazón distribuirían por todo su cuerpo. Todo había comenzado un par de días después de que el Presidente Chalmers hiciese su declaración. En las primeras horas, muchos reaccionaron con escepticismo. A pesar de que el Gobierno había hecho oficial la tragedia, ofreciendo todos los datos de los que disponía, y a pesar también de la declaración de varios cargos científicos, muchos habían pensado que se estaba ocultando algo. Los paranoicos creyentes de la Teoría de la Conspiración habían lanzado sus verdades al mundo. Hubo quien creyó que si había una salida, y que los poderes fácticos del mundo la estaban usando para huir de la Tierra a otra dimensión, a otro lugar, en donde fundarían la Nueva Tierra. Pero eso solamente había durado unos días. A medida que la comunidad científica mundial se reafirmaba en sus resultados, pocos fueron los que resistieron e insistieron en sus increíbles conspiraciones. Y después, la simiente del caos había germinado, rauda y veloz. A decir verdad, con una facilidad increíble. La masa poblacional había sido la primera en caer. Todos aquellos que tenían trabajos basura, los abandonaron. Cesaron los suministros de alimentos, y otros artículos de primera necesidad, y comenzaron a producirse los primeros saqueos, y las primeras batallas callejeras. Muchas ciudades costeras se inundaron, debido a que los equipos municipales que cada día luchaban para evitar que el mar penetrase en las urbes habían abandonado sus puestos. La gente comenzó a huir de las ciudades, y las carreteras se colapsaron casi de inmediato, poblándose de millones de automóviles. Aproximadamente una semana más tarde del anuncio, las grandes compañías aéreas dejaron de funcionar. Los países productores de petróleo dejaron de hacerlo, y alrededor de una semana y media después del anuncio del Presidente Chalmers, pocos eran los que podían arrancar sus coches. También cayeron las grandes compañías de telecomunicaciones. A pesar de que los satélites eran automáticos, nadie quería seguir transmitiendo. Desaparecieron técnicos de sonido, realizadores, presentadores de informativos..., la televisión desapareció, y también la radio e internet, y con ello, la distribución de las noticias. Por tanto, diez días después del anuncio, uno solamente podía conocer lo que ocurría en su ambiente más inmediato. Las últimas noticias que Ray había escuchado, trataban de grandes suicidios colectivos, de profetas que se adueñaban de las calles repletas de fieles enloquecidos, de matanzas genocidas en cualquier lugar del mundo..., el suministro de agua funcionó en muchos lugares, pues los sistemas eran automáticos, pero en muchos otros las tuberías se atascaron, y la gente comenzó a pelear por el agua, o a beber de la primera fuente que encontraban. Surgieron las primeras enfermedades, que crecieron hasta convertirse en verdaderas epidemias. Y las epidemias se descontrolaron, pues los hospitales habían quedado vacíos, al huir médicos y demás personal sanitario. Nadie quería quedarse en sus puestos. Nadie... todo el mundo huía. En el sur del país, y en otros muchos lugares del mundo, la ausencia de humanos provocó la fusión o el apagado de muchos reactores en centrales nucleares, y esto provocó los primeros cortes en el suministro eléctrico. Hasta que todo se apagó.

—Su velocidad no es constante —dijo uno de los físicos. Charles Finn le miró, concentrado.

—¿Qué significa eso? —preguntó.

—Significa que no podemos precisar el momento en que ocurrirá todo —respondió el hombre. Sudaba visiblemente.

—¿Ni siquiera un cálculo aproximado? —insistió Charles.

—Oh, bueno —balbuceó el hombre—, podría darle algunos datos... por ejemplo... ah, si, el Agujero Wilson accederá al Sistema Solar con una trayectoria oblicua..., creemos que no seremos los primeros afectados... antes... si, bien, antes vendrán varios planetas gaseosos... Plutón puede que tarde un poco más, por su inclinación... no, si, si, exacto.

—¿Qué ocurrirá cuando llegue nuestro turno? — preguntó Charles, agotado por el nerviosismo del hombre.

—Bien... no estamos seguros de ello... es difícil, nunca ha pasado —respondió—. Puede que el Sol ya haya caído para entonces... y la rotación de la Tierra... sería caótica. Al igual que nuestra órbita. Si, si, lo tengo aquí anotado —dijo, rebuscando entre unos papeles—. Probablemente nuestra velocidad de rotación aumente, y... no haya luz, por lo del Sol... y cuando estemos cerca del horizonte de sucesos... bien, es difícil, señor, aventurar nada. Puede que choquemos con algún otro cuerpo celeste... Marte estará bastante cerca de nosotros, y no digamos la Luna. Puede que para cuando el agujero nos atrape, la Tierra no sea ya más que un montón de rocas sueltas. En cualquier caso..., si la Tierra llegase intacta al horizonte de sucesos... bien, yo y varios más suponemos que la atmósfera se perderá... aunque no tenemos tiempo a revisar todo eso, señor, es un montón de trabajo, y no tenemos suficientes computadoras... y... y...

—¿Qué ocurre?

—Yo... señor... me gustaría irme a mi casa... para pasar allí los últimos momentos.

—Por supuesto —respondió Charles Finn, suspirando—. Le entiendo perfectamente. Vaya, vaya con su familia, doctor.

—Yo... yo no tengo familia, señor.

—En todo caso... váyase —dijo, parpadeando, y pensando en su propia soledad—. Gracias por su trabajo.

Ray Billups parpadeó. Había estado a punto de quedarse dormido. Escuchó el sonido de la muchedumbre en la calle, y decidió que debía volver cuanto antes a su casa. Cogió una docena de películas, sin fijarse apenas en los títulos, y las guardó en su mochila. Luego salió a la calle con cuidado, evitando golpearse contra los cristales. Una vez en la acera, sintió el peso de las películas en su mochila. Se detuvo, mientras su cerebro rumiaba algo. «Yo no soy así», escupió finalmente.

—Yo no soy un maldito ladrón.

No lo era, pero, ¿qué más daba? A nadie le importaría, eso estaba claro. Por todas partes, se sucedían los saqueos. La gente robaba coches, robaba yates, robaba joyas,... ¿para qué? ¿A dónde se las llevarían? El dinero no valía nada, la propiedad tampoco, y Ray Billups tenía la impresión de que los saqueos y la violencia no eran más que un modo de pasar el tiempo. Pero... «Yo no soy así, joder», pensó. Se quitó la mochila, la abrió, y vació las películas sobre el suelo. Las tomó entre sus manos, y entró de nuevo en la tienda. Las dejó en el suelo, demasiado cansado para llevarlas al estante, y volvió a salir a la calle, sintiéndose como un imbécil. ¿De qué sirve la honradez? se preguntó. Había cometido una estupidez, pero se sentía mejor consigo mismo al hacerlo, y no había cosa mejor que sentirse bien en los últimos momentos de su vida.

Miró a ambos lados. Anochecía en la ciudad, y ese era un momento terriblemente peligroso. De hecho, no sabía que estaba haciendo, allí de pie en el medio de la acera, mientras los peligros surgían de todas partes. Una parte de su mente rió aparatosamente. ¿Qué peligros? ¿Qué podía haber más peligroso que un agujero negro errante? ¿Y qué si le mataban? De todas formas, moriría pronto. Y ese pronto significaba menos de un día y medio. Había llevado la cuenta con los últimos pronósticos que las noticias habían proporcionado antes del gran apagón.

Alzó la cabeza. Sobre él, una parte del cielo todavía conservaba parte de su color celeste, entre la cima de los rascacielos, pero la oscuridad se cernía por todas partes. Allí, en la acera, al nivel del suelo, la penumbra era más que intensa. Sin las farolas encendidas, ni los neones de los establecimientos; sin la luz en las ventanas, sin las luces de los coches; sin toda aquella gran cantidad de luz, la ciudad no era más que un mar de sombras. Y entre las sombras asomaban terribles peligros.

Echó a andar, hacia la izquierda. Su casa no estaba muy lejos, no más que cinco o seis manzanas. Una vez allí, estaría seguro. Por alguna extraña razón, su mente se las había ingeniado para hacerle salir del entorno cálido y protegido de su hogar, llevándole a aquella tienda. ¿Para qué? ¿Para robar películas antiguas? ¡Menuda estupidez! Y de nuevo la risa en su cabeza. «Uy, si, te pueden matar».

Se detuvo en una esquina, y apretó las manos contra su cabeza. Sentía que se estaba volviendo loco. Respiró hondo, y cruzó la calle, esquivando los múltiples coches varados. Escuchó los sonidos del atardecer. La cultura popular decía que la noche sacaba lo peor de las grandes urbes: drogas, palizas, violaciones, negocios oscuros..., demonios, en fin. Pero eso existía también durante el día. Tan solo la ausencia de luz insuflaba el miedo en los corazones solitarios.

Una bandada de gorriones cayó desde una cornisa de piedra, hacia el suelo de la calle. Ray miró en esa dirección, hasta encontrar lo que había llamado la atención de los pajarillos. No era más que un pedazo de barra de pan. En unos segundos, una gran bandada de palomas cayó sobre el diminuto pedazo de comida, y una gran batalla de picotazos y arrullos llenó el aire tenso del anochecer. A cada paso que daba, la luz iba desapareciendo, y todo lo que unas horas antes había sido claro y diáfano se cubría de una capa de oscuridad, amaneciendo el reinado de las siluetas y las sombras.

Apuró el paso, sin dejar de mirar a su alrededor. En cualquier momento, alguien podía aparecer y lanzarse hacia él. La señora Green, su vecina de arriba, le había dicho que alguien le había contado que se habían sucedido casos de canibalismo en las calles, por falta de alimento. Ray no daba mucha credibilidad a ese tipo de rumores, pero no quería comprobarlo en sus carnes. Afortunadamente, había logrado aprovisionarse durante los primeros días, y con un régimen medido no pasaría hambre... en lo que le quedaba de vida. Y, atrincherado en su casa, esperaría el fin con la tranquilidad de quien... su cara dibujó una mueca de dolor, y supo que algo no iba bien. ¿Era eso su vida? ¿A eso se reducía? ¿Un par de habitaciones modestamente decoradas? ¿Un puñado de botes de conservas? ¿Un ordenador personal que hacía funcionar con una pequeña batería? ¿Una bicicleta estropeada? ¿La luz débil que entraba por un ventanuco? ¿Era eso todo? ¿No había más?

El fragor de una muchedumbre cortó el devenir de sus pensamientos. La acera terminó en una esquina, y se asomó con cuidado a la bocacalle. Lo que vio le hizo expulsar todo el aire de sus pulmones. Sintió que se aceleraba el pulso.

—Puedo ocultarme, puedo ocultarme —susurró, mirando a todas partes.

Allí, a un centenar de metros de él, una marabunta de personas enloquecidas alzaba antorchas caseras, y la luz del fuego alumbraba de forma siniestra la fachada de los edificios. No gritaban, pero el rumor de sus voces se elevaba como un gran grito colectivo, por encima de sus cabezas, chillándole al mundo que la Humanidad había caído al fin.

Pensó, durante unos segundos, qué hacer. Para llegar a su casa debía cruzar la calle, y era seguro que le verían. Sin embargo, podía dar media vuelta, u ocultarse bajo algún coche. Se asomó de nuevo, sin saber qué hacer, y vio que la muchedumbre estaba a menos de cuarenta metros del fin de la calle. «Podría unirme a ellos», pensó. Al instante, desechó la idea, viendo sus rostros. Eran caras escuálidas, sucias, lugares oscuros en donde lo único que relucía eran sus ojos blancos como perlas. Habían enloquecido, sin duda.

Y al fin, estuvieron tan cerca, que varios integrantes de la muchedumbre le vieron. Ray, que se había asomado más de la cuenta, dio vuelta sobre sus pasos, sintiendo que todos los poros de su piel transpiraban y respirando ruidosamente.

La multitud gritaba «¡Allí!», y «¡Le he visto!», y sus palabras hacían que Ray no supiese qué hacer. Al fin, la gente estuvo a una veintena de metros de Ray, e hizo lo único que sabían hacer los animales acorralados y asustados: correr. Tras él, la masa de gente enloquecida también comenzó a correr. Su delgadez no era equivalente a debilidad física, y pronto sintió que le pisaban los talones. La sensación era horrible. Y además de aquella muchedumbre enfurecida, que se lanzaba contra él como tuviese la culpa de algo de lo que estaba ocurriendo, también le perseguía la idea de morir aplastado por un millón de pies.

Y la oscuridad era cada vez mayor, tan imperiosa como la caída del día. Un tropezón, y todo habría terminado. Vislumbró la esquina de la manzana, y aceleró para llegar cuanto antes a ella, a pesar de que sus pulmones restallaban. Giró como pudo, percibiendo como sus zapatillas se deslizaban peligrosamente, y continuó corriendo, con la pericia de saber saltar una farola caída que se cruzaba en su camino. La muchedumbre giró también, tras él, y la persecución siguió tal y como lo había hecho hasta entonces, con la sutil diferencia de que Ray comenzaba a sentirse agotado. Vislumbró un callejón estrecho a su izquierda, que penetraba en los edificios alejándose de la calle principal y, por alguna razón, giró bruscamente y entró en él. Una vez allí, siguió corriendo, evitando contenedores caídos y aparatos de aire acondicionado que alguien había amontonado. Había charcos por todas partes, pues el agua rezumaba de las alcantarillas atascadas, y una gran escalera de incendios pendía peligrosamente, parcialmente desenganchada del edificio. Echó un vistazo tras él, y vio como la multitud entraba en el callejón. Y comprobó que la desesperación era algo físico, al chocar con una pared. Aturdido, alzó la cabeza, al tiempo que caía sangre de su nariz. Un callejón sin salida.

Miró a ambos lados, y descubrió un par de puertas metálicas. Se lanzó hacia una de ellas, mientras aquellos locos corrían hacia él. La empujó hasta darse cuenta de que estaba cerrada. Corrió hacia la otra, y vio que pasaba lo mismo. La golpeó, enfurecido, cansado, desesperado, aterrorizado...Y entonces, de pronto, escuchó un clic, y como la puerta cedía. Saltó adentro sin mirar atrás, escuchando como la puerta se cerraba.

Cerró los ojos, a gatas sobre el suelo. Respiró hondo, sintiendo el aire cargado de olores que no podía detectar, pues pequeñas gotas de sangre caían de su nariz. Mientras escuchaba como una miríada de puños se cerraban contra la puerta, una gran pregunta apareció en el centro de su mente: «¿Dónde estoy?». Alzó la cabeza lentamente, mirando a su alrededor. Descubrió un par de zapatos oscuros, y unas piernas que nacían de ellos y ascendían. Encontró la falda, y luego un jersey fino y verde. Y, finalmente, el rostro de la mujer. ¿Su salvadora?

—Hola, encanto —dijo ella, sonriendo con simpatía y exhibiendo una ristra de dientes increíblemente blancos.

Ray, aturdido, no respondió nada. Solamente se echó la mano a la nariz goteante, mientras no dejaba de escuchar el sonido de los puños y las patadas, los gruñidos, tras él, sobre la puerta. La mujer le tendió un pañuelo, y Ray se lo puso bajo la nariz, mientras se erguía. Miró a su alrededor. Unas escaleras sencillas a un lado, que subían y que también descendían. Un largo pasillo lleno de sombras, y unas cuantas puertas laterales, la mayoría cerradas. La más cercana, una de las pocas abiertas, dejaba ver una especie de sala de estar.

—¿Tienes nombre? —insistió la mujer.

Ray le tendió la mano.

—Me llamo Ray Billups.

—Linda Anderson —dijo ella, respondiendo al apretón—. Vamos, pasa a la sala —dijo, añadiendo a sus palabras un gesto acogedor—. Ha faltado poco.

Unos segundos más tarde, Ray estuvo sentado en un cómodo sofá de cuero oscuro. La sala no tenía nada de especial. Un largo sofá, dos butacas color canela. Una alfombra, una mesita, y varias estanterías cubiertas de fotos, libros. Un televisor, frente al sofá, con la pantalla inerte. Había docenas de velas encendidas por todas partes, que arrojaban una luz amarillenta y... y vieja.

—¿Vives aquí? —preguntó Ray.

—Si —dijo ella, sentándose a su lado—. Desde hace un par de años. El callejón es una mierda, pero es lo único que podía pagar.

—Ya.

—¿Tú donde vives?

—En la Tercera con la Sexta. Un piso pequeño —y que, de repente, añoraba brutalmente.

—¿Por qué te perseguían? —preguntó Linda. Ray se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Simplemente, me vieron, y corrieron tras de mí.

—Ya.

—Los peligros de salir a la calle.

—Yo no salgo nunca —dijo ella, categórica—. Tengo reservas de sobra aquí, y también agua corriente. Todo lo que pueda necesitar, lo obtengo pasando de edificio en edificio, a través de las azoteas. Y lo que no puedo conseguir así, es que no era tan importante.

—Yo no podría quedarme en mi piso tanto tiempo... no... No lo soportaría —aunque ahora quisiese volver.

—De todas formas, ya pronto todo acabará —dijo ella, y añadió—: ¿Vives solo en tu casa?

—Si —respondió—. De hecho, sí.

Y entonces, sintió la insinuación en las palabras de Linda. La miró. Le había parecido más mayor en el pasillo, pero ahora que la veía a la luz tintineante de las velas, se daba cuenta que no debía tener más de treinta años. Estaba bastante delgada, y pudo leer en sus ojos la enfermedad. No todos los locos estaban fuera, en el callejón.

—¿Te gustaría quedarte aquí? —preguntó ella.

Ray se sintió tremendamente incómodo.

—Creo que no —dijo, y añadió—: no tendría mucho sentido.

—Para mí sí —repuso ella.

—Pero para mí no —negó Ray.

Se retiró el paño de la nariz, y comprobó que ya no manaba sangre. No obstante, se le estaba hinchando, y pronto solamente podría respirar por la boca. Se levantó, dispuesto a irse de la casa de esa mujer.

—Podrías quedarte —dijo ella—, aunque sólo fuese un rato.

—Creo que... tengo que irme.

Ella se levantó, y su rostro se pobló de sombras.

—¿Y a dónde tienes que irte? —le gritó. Ray sintió una punzada de miedo—. ¿A tu piso, ese lugar que no te gusta? ¿Eh? ¿Por qué no quieres quedarte? ¿No te gusto?

—Yo no.

Y entonces, se quitó el jersey. Debajo no llevaba nada, y le mostró su pecho desnudo. Sus senos, curvos y pequeños, temblaron. Y la piel de su torso se encrespó ante el frío del aire.

—¡Tócame! ¡Vamos! —gritó, agarrándole una mano e intentando llevarla hasta sus pechos—. A todos los hombres os gusta, ¿no? ¿Por qué a ti no? ¡Vamos!

—Yo... no soy así —balbuceó Ray, incómodo—. Y tengo que irme, de veras. Hay una anciana que necesita mi ayuda.

—No te irás —respondió ella.

Se agachó, y metió la mano bajo el sofá. Ray no reaccionó, extrañamente hipnotizado por los movimientos de Linda. Pero en cuanto ella se irguió de nuevo, alzando en su mano un cuchillo, dio dos pasos atrás, tropezando con una de las butacas. El filo del cuchillo, de unos diez centímetros de largo, brillaba por la luz de las velas, intermitente. Linda lo alzó hacia él.

—No te muevas de aquí, o te lo clavo —dijo, fríamente.

La imagen, una mujer con el pecho al aire, el pelo enredado y el rostro enloquecido, alzando un cuchillo... era más que curiosa, era surrealista. «El fin del mundo ya ha llegado», pensó Ray, sin saber qué hacer.

—Me voy a ir —balbuceó.

Ella se acercó un par de pasos, con el cuchillo por delante. Ray retrocedió un poco más, hasta chocar con la pared. Una estantería repleta de figuritas de porcelana tembló.

—No te irás a ningún lado. te quedarás aquí, a mi lado —dijo.

—Me tengo que ir —gritó Ray, y al momento se percató de su error.

Linda soltó un grito desgarrador, y se lanzó contra él. Ray vio venir el filo, como si fuese una bala, hacia su vientre, y la realidad pareció acelerarse. Se lanzó a un lado, mientras escuchaba como el cuchillo se clavaba en el papel pintado de la pared. Al volverse, vio como Linda intentaba arrancarlo, sin éxito. Ray alzó un brazo, temblando, y la golpeó en la cabeza con todas sus fuerzas. Ella tembló un segundo, y luego se desplomó, con la mirada en blanco.

—Oh, dios mío —gimió Ray, echándose las manos a la cabeza—. ¿Qué he hecho?

Dio un par de pasos por la sala, sin saber hacia dónde ir, completamente fuera de sí. «Le he pegado a una mujer, joder», pensaba. Se acercó a ella, y se acuclilló a su lado. Le miró el pulso. Latía, aunque débilmente. Y también respiraba. Durante unos segundos, miró el cuerpo débil y frágil, que solamente pretendía un poco de compañía en el fin de su vida. Algo que él no podía ni quería darle. Salió de la sala, y se detuvo en el pasillo. ¿Qué mundo es este? se preguntó. Tanto dolor, tanta... soledad. ¿Por qué la gente solamente quiere lo que no tiene, y desprecia lo que posee? ¿Por qué el que adora la soledad se ve abocado a la compañía, y aquel que añora el abrazo cariñoso de un amante se hunde en la profunda soledad?

—¿Qué mundo es este? —dijo, al aire del pasillo.

Los golpes en la puerta lo sacaron de sus pensamientos apocalípticos. «Ponte en marcha». Miró en todas direcciones, tratando de escoger. La puerta al callejón se descartaba sola, con los sonidos de la muchedumbre al otro lado. Lo que no terminaba de entender era por qué no derribaban la puerta. «Quizá estén a punto de hacerlo, así que apúrate», se dijo.

Miró el fondo del pasillo, y se decidió por esa vía. Corrió.

El ex-presidente Chalmers se asomó a la ventana de su dormitorio. Había caído la noche, y el mundo era un lugar lleno de sombras. ¿Durante cuánto tiempo más? se preguntaba. Realmente, le daba igual. Ya había asumido su destino. Apoyado en el marco de la ventana, sintió como la brisa marina entraba en la habitación, removiendo las cortinas y haciéndolas volar. «Volar», pensó. Debía ser una sensación grandiosa. Durante la noche, las gaviotas desaparecían, a saber dónde, pero durante el día, se congratulaba de verlas luchar contra las potentes rachas de viento, girando sus alas, modificando su posición en el aire, todo con el único objetivo de lograr la mejor aerodinámica. Las aves eran bellas.

Miró el mar. A pesar de que ya era de noche, el cuarto creciente llenaba de luz la noche, arrojando luz sobre la superficie color platino del mar, y sobre la arena de la playa. Esta se extendía a ambos lados de la casa, hasta perderse de vista, oculta tras los árboles que la flanqueaban. El romper de las olas le relajaba. Era como si el mar le enviase un mensaje, con cada ola, que dijese «Todo va bien, cierra los ojos, todo va bien». Era maravilloso.

No había estado en ella durante años. Treinta y cinco, a decir verdad. Su padre la había comprado hacía muchos años, como residencia de verano para la familia, pero no habían llegado a usarla demasiado. Una verdadera pena. Y aunque era muy grande para él, había decidido que sería un buen lugar para pasar los últimos momentos de su vida. La playa, el viento, la arena. Si, era una idea perfecta. Un buen lugar.

Durante unos instantes, se dejó llevar por la nostalgia, y los recuerdos cayeron sobre él como si fuese carnaza para los buitres. Les dejó acercarse, consciente de que pronto él mismo se convertiría en un recuerdo. Sus padres, sus hermanos, sus amigos, sus novias,... realmente, los malos recuerdos cubrían con su oscuridad a los buenos, aunque estos intentasen brillar. La muerte de sus padres y sus hermanos en un accidente, el distanciamiento con sus amigos, en pos de su profesión, y las discusiones que siempre habían alejado a las mujeres de su lado. Y, aun así, se sentía agradecido. Y satisfecho. Y no podía haber nada mejor. Ahora, en las postrimerías de su vida, y de la vida de toda la Humanidad, se sentía a gusto en aquella casa vacía, vieja y solitaria, que se alzaba sobre la costa, sumergida en un mar de hierba y pinos. Ante el gran océano, el océano oscuro.

¿Cómo será morirse? se preguntó, alejando a los recuerdos y centrándose en esa nueva cuestión. En otros tiempos, se habría angustiado, pero ahora ya no. No en vano, la cercanía de la muerte, y su inevitabilidad, se habían hecho más reales. «Cuando eres joven la muerte no es más que algo distante. Cuando sabes que no te separan del vacío más que un par de días, la angustia de pensar en ello se convierte en curiosidad», pensó. ¿Será un vacío? pensó. ¿Cómo es no existir? siguió.

Cerró la ventana, y se metió en cama. El trasiego de las olas, el impacto del viento sobre la fachada de la casa..., le arrullaron.

«¿Permaneceré?» pensó antes de quedarse dormido.

Abrió la puerta de su casa, entró, y la cerró tras de sí sin preocuparse de dar un portazo. Y, pegado a ella, se escurrió hasta llegar al suelo.

Recuperó el aliento. Había logrado salir de un laberinto de pasillos y escaleras, hasta alcanzar la calle. Con prudencia y el corazón en la boca, se había desplazado por las calles oscuras, entre coches varados y cadáveres caídos, hasta llegar a su casa. Ahora estaba a salvo.

Se levantó y fue a la cocina. Bebió un poco de agua. Luego fue al salón, y se dejó caer sobre su pequeño sofá, sin poder sacarse de la cabeza todo lo que había vivido en las últimas horas. «¿Es que la gente no puede enfrentarse a la muerte con dignidad, sin volverse loca?» se preguntó, hastiado. Y una voz respondió dentro de su cabeza: «¿Y es que no estás tú también un poco loco, Ray? ¿Quién si no saldría a la calle mientras anochece, a buscar unas películas? ¿Eh?».

Tres golpes espaciados sobre la puerta. Se levantó, y echó un ojo por la mirilla, a pesar de que sabía que se trataba de la señora Green. Habían pactado esa señal de llamada hacía semanas, cuando el edificio se quedara vacío. Abrió la puerta.

—Hola, Ray —dijo ella.

Era bajita, rechoncha, y de rostro afable. Para ella, el fin del mundo no era... quizá no significaba tanto como para otra gente. Para Ray, era el fin de su vida. Y para ella... para ella también, pero de otro modo muy diferente.

—Hola, señora Green —dijo—. ¿Cómo ha pasado el día?

—Bien, bien —dijo ella—. He estado leyendo unas revistas, he hecho la comida.

—Lo mismo que cualquier otro día, entonces.

—Exacto —respondió ella—. He escuchado como volvías corriendo al piso. ¿Te encuentras bien?

—Sí, solamente he tenido un incidente en la calle, con unos energúmenos.

—Oh —dijo ella—, la gente se está volviendo loca.

Ray no respondió, y ambos se quedaron allí de pie. Era como una especie de ritual. En ocasiones, quizá tres a la semana, la señora Green sentía la necesidad de hablar. Bajaba hasta el piso de Ray, y se quedaba plantada hasta que este le ofrecía un café. Ella negaba, y decía que sería mejor un té. La hacía pasar, y ella se pasaba una hora hablándole de su vida, de su difunto marido, de sus hijos..., era tan enternecedor como inevitable.

—¿Le gustaría tomar un café? —preguntó, sin poder evitar sonreír.

—Oh, no, no, no —dijo ella—. No tomo café. Me pone mal el estómago. Pero si tomaría un té.

—Adelante, entonces —dijo Ray, abriéndole la puerta.

Y durante la siguiente hora, mientras la señora Green hablaba y hablaba y él asentía, algo comenzó a germinar en su mente. Quizá ya hubiera estado allí antes, pero no tenía forma de saberlo. Era... la sensación de que estaba haciendo algo mal. Como cuando, de pequeño, debía hacer una operación matemática, y aunque creía seguir correctamente los pasos, el resultado no era el correcto. ¿Era eso? ¿No le gustaba el resultado de las cosas? Bien, su vida no había sido una carrera a la fama y al dinero, ni siquiera a la felicidad, pero no estaba del todo insatisfecho. Era cierto que no tenía pareja, ni hijos, y que sus amigos se contaban con los dedos de una mano, pero, ¿era el único? ¿No estaba poblado el mundo de ciudades saturadas llenas de hombres y mujeres solos? ¿Era la globalización y toda esa mierda algo más que un anuncio publicitario? La gente vivía sola y moría sola en todas partes, y aunque había miles de millones de personas en el mundo, la soledad era... la reina del lugar. «Quizá sea la ciudad», pensó, en un determinado momento. Para entonces, la señora Green había callado y bebía un poco del té de su taza, ya frío.

—¿Qué revolotea en tu cabeza, Ray? —le preguntó, pillándole desprevenido.

—No mucho, a decir verdad —respondió.

—Vamos, Ray, he sido madre —dijo ella—. Sé cuando alguien le da vueltas a algo. ¿Qué es?

—Ni siquiera yo lo sé —murmuró—. Supongo que hay algo que no va bien, aunque no sabría decir qué es.

El rostro de la mujer, afable y luminoso aunque apenas hubiese luz en su piso, se volvió sombrío.

—Es la ciudad —masculló, mirando alrededor.

—¿Qué? —respondió Ray, sorprendido. ¿Le había leído el pensamiento?

—Esta ciudad es un cáncer, Ray —murmuró ella, como si quisiese guardar un secreto—. Un maldito cáncer. Chupa la vida a la gente, la sume en la ansiedad, la obliga a vivir... a vivir mal —hizo una pausa, y bebió un poco de té. Mientras, Ray la miró, sin decir nada—. ¿No ves a la gente por la calle? caminan, suben al bus, al metro..., la gente ya no se mira a la cara. Solamente buscan las salidas fáciles. Ya nadie... —y se quedó callada.

—¿Nadie qué? —insistió Ray.

—Ya nadie se comprende —respondió la anciana.

Y ambos se quedaron callados, sumidos en un silencio que nada rompía. Nunca antes la ciudad había estado tan silenciosa. ¿Era el silencio previo a la muerte? ¿Preveían sus almas la llegada del fin? ¿Un sentimiento orgánico y comunitario?

—Debo irme —murmuró Ray.

—¿Qué? —preguntó la señora Green.

—Debo irme de la ciudad —dijo. Ahora que lo había dicho, se había convertido en una realidad física y que escocía en el interior de su cráneo—. Cuanto antes.

—¿Has pensado en lo que te he dicho, eh? — preguntó la señora Green—. A veces no digo más que tonterías, Ray. Solo soy una vieja pocha.

—No diga eso, señora Green —le cortó Ray.

«Necesito irme de aquí», se dijo.

—Si quieres irte, puedes coger la moto de uno de mis hijos —dijo ella. Ray la miró—. La compró cuando era muy jovencito, y no llegó a usarla porque encontró pronto trabajo y compro un coche. Ni siquiera fue capaz de venderla, el muy imbécil.

—¿Me la prestaría?

—Te la regalaría —dijo—. ¿Estás seguro que quieres irte de noche? Será peligroso.

—¿Más peligroso que la propia vida? —preguntó Ray.

—No —respondió finalmente la anciana—. No hay nada más peligroso que la vida.

Y tan solo una hora más tarde, Ray sintió la potencia de una vieja Ducati de importación bajo sus huesos, mientras aceleraba entre el tráfico congelado.

«Gracias, señora Green», dijo, mentalmente, justo antes de preguntarse a dónde iría.

¿Y qué más da? se dijo.

Pero luego se lo pensó mejor. «¿Qué tal al norte, y al mar?». Ese sería un gran lugar.

Dejó la moto apoyada en una farola, y se pasó las manos por el pelo, sin dejar de mirarla. Había conducido durante toda la noche, sin parar ni un solo instante, pues no había tiempo que perder. Sentía el reloj de arena en el centro de su mente, con las microscópicas piedrecillas escurriéndose entre el vidrio. Respiró hondo. Lo había logrado. La ciudad había quedado atrás, en su montículo de rascacielos y edificios, hacinados, y todas las almas perdidas que vagaban entre las calles repletas de chatarra. Había dejado atrás ese rencor que resquebrajaba su alma. Lo había dejado todo atrás, y ahora era alguien libre. El hecho de que la muerte inevitable no estuviese muy lejos era... banal. Había logrado la libertad, y eso era suficiente.

Miró a su alrededor. A pesar de la distancia, el rumor de las olas era perfectamente audible, arrastrado por el viento. El cielo, limpio y claro, brillaba como nunca lo había hecho antes. Dejó atrás la moto, y caminó por una solitaria explanada cubierta de hierba. A cada paso, sentía el roce de la vegetación con su pantalón, y por alguna extraña razón era una sensación tremendamente agradable. A lo lejos se erguía una casa solitaria, de fachada blanquecina, pero parecía abandonada, y no había más edificaciones junto a la playa. Alcanzó una delgada línea de árboles, paralela a la orilla, y por fin se dejó resbalar por una pequeña pendiente de arena, hasta encontrarse en la playa. Miró a ambos lados. La lengua de arena, de unos cincuenta metros de altura, se extendía a izquierda y derecha hasta que la vista se perdía. El mar, el gran océano, gris, y oscuro, rompía feroz contra la orilla continuamente erosionada. El viento potente llegaba desde mar adentro, intentando arrastrarlo, pero solamente lograba aplastar las ropas contra su cuerpo. Caminó hacia la orilla, mientras alzaba la vista para ver una bandada de gaviotas ruidosas, que surcaban penosamente la costa.

Al fin, estuvo a unos metros de la orilla. Se sentó en el suelo, agarrándose las rodillas con las manos, y respiró hondo, bien hondo, sintiendo como el salitre entraba en sus pulmones. Cerró los ojos. La luz del Sol, el rumor de las olas, las salpicaduras del mar, el tacto cálido de la arena, el olor de las aguas..., sintió que su alma se adormecía y al mismo tiempo se expandía, más allá de su cuerpo, dejándolo todo atrás y conquistando el Cosmos.

«He tomado la decisión correcta», pensó.

Salió por la parte trasera de la casa, la que se enfrentaba al mar, y bajó las escaleras por las que se podía acceder a la playa. Pronto, sus pies descalzos se dejaban acariciar por la arena. Chalmers miró a lo lejos, a su derecha. Desde la ventana, le había parecido ver una persona en la playa. Una figura solitaria que se acercaba a la orilla y que se sentaba, observando el océano. Y dado que hacía semanas que no hablaba con nadie, sentía una mezcla de curiosidad y necesidad de conversación.

Sin duda, había alguien en la orilla, así que Chalmers caminó hacia allí lentamente, disfrutando de cada paso. «Este es un lugar maravilloso», se dijo, mirando su propia sombra. Admiraba la forma en la que, a pesar de la luminosidad del día, la oscuridad encontraba el modo de expresarse y gritar su opinión. La sombra... la eterna contraposición. ¿Cuántas veces, a lo largo de una vida, podía un hombre caer en la duda y elegir la sombra, la parte de atrás de la mente? Quizá tantas como segundos tenía una vida, o quizá tantas como latidos.

—¡Saludos! —gritó Chalmers, a unos veinte metros del hombre, que seguía sentado en la orilla.

Debido a su grito, alzó la cabeza.

Ray se levantó, turbado por aquel hombre que se acercaba a él levantando un brazo.

—Hola —dijo Ray.

Se sentía algo amodorrado. Pero se recuperó al instante al ver el rostro del hombre que se acercaba a él.

—Usted... —comenzó— es...

—Lo era —cortó Chalmers—. Ahora no soy más que Bob.

Chalmers llegó a la altura del hombre, y extendió su mano. Ray se la apretó durante unos segundos.

—Presidente Chalmers —murmuró Ray, impresionado.

—Solamente Bob, de veras —insistió Chalmers—. ¿Qué le trae por aquí, amigo...?

—Ray —respondió—. Ray Billups —una pausa—. Huí de la ciudad.

El rostro del ex-presidente Chalmers se ensombreció durante unos segundos.

—¿Está todo muy mal? —preguntó.

—Creí que usted lo sabría —dijo Ray.

—Llevo aquí semanas —dijo Chalmers—. Y sólo soy una persona, nada más.

—No hay luz, no hay agua, no hay mucha comida, no hay... no hay nada. La gente se muere de hambre, o de alguna enfermedad, y los que no mueren, o se vuelven locos o.

—Vale, vale —le cortó Chalmers—, es suficiente —y añadió—: y usted, ¿está loco?

—Probablemente no lo suficiente —murmuró Ray, mirando las olas. Era algo... grandioso, la forma en la que una pared de agua se elevaba, desafiando la gravedad, efervescente en lo alto, y como luego la gravedad volvía a tomar el control y hacía caer las aguas contra la orilla... simplemente grandioso.

Ambos se quedaron callados.

—¿Sabe cuánto nos queda? —preguntó Ray, segundos más tarde. Bob Chalmers le miró durante un instante.

—Según mis cuentas... —dudó un instante—. Horas, y no muchas.

—Vaya —atinó a responder Ray. Sintió que la fuerza de sus piernas se le escapaba. La oscuridad se adivinó en la esquina de su mirada. Logró controlarse.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Chalmers.

—Si —balbuceó Ray, mareado—. Simplemente... se me va un poco la cabeza.

—Vayamos a la sombra de los árboles, quizá haya tomado mucho Sol.

—No moriré de cáncer de piel, en todo caso — bromeó Ray, caminando con Chalmers.

Un minuto más tarde, estaban los dos al pie de un gran pino, que hundía sus raíces en el límite de la tierra con la playa, asomando parte de ellas fuera de la tierra.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó Chalmers.

—Si —asintió Ray, notando el fresco del aire en su rostro—. ¿Sabe? Ha sido duro —añadió. Chalmers le miró.

—¿El qué?

—Existir.

—¿Existir?

—La vida es difícil —dijo, sintiéndose... ligero—. Es una jodida pelea entre lo que quieres hacer y lo que puedes hacer, con esos putos momentos en los que no estás seguro de que nada merezca la pena... — Chalmers callaba—. Una vez escuché una canción que decía: todo el mundo quiere una buena casa, en un buen barrio... sentarse en su sofá, rodeado de su familia, y dejar pasar los días. No sé si es cierto, pero... todas esas imágenes falsas que nos lanzaban... lo que está bien y lo que está mal, lo que.

—No se maltrate, hijo —dijo Chalmers—. Todos vivimos la desgracia.

—Y hace dos meses, todo se volvió más fácil.

—¿De veras cree que... ha sido fácil?

—Si —se reafirmó Ray—. Si te duele mucho la barriga, pínchate un dedo con un alfiler. Durante unos segundos, la barriga no te dolerá —hizo una pausa, reordenado sus pensamientos—. Cuando hizo su anuncio, hace casi dos meses..., todas las preocupaciones, los objetivos, los sueños, los problemas... desaparecieron. Se esfumaron. La gente solamente tuvo que elegir entre la desesperación y la aceptación. Los desesperados se volvieron locos, y los que aceptaron disfrutaron de cada día del que dispusieron.

—Es una forma de verlo, supongo —dijo Chalmers, cauteloso—. ¿Es usted de los que aceptaron?

Ray se lo pensó unos segundos. Al final, asintió. Y justo en el momento en que iba a hablar, la sensación de ligereza volvió. Era como si hubiesen llenado su cuerpo con un gas más ligero que el aire, como si quisiese abandonar la tierra y alcanzar el cielo.

—¿Usted también siente eso? —preguntó.

Chalmers le miró, y asintió, con seriedad.

—Me temo que... —comenzó a decir.

—¡Mire! —gritó Ray, señalando la orilla.

Los dos se quedaron... impresionados.

En la orilla, se alzaba una gran ola, de metros y metros de altura. La pared de agua, inmóvil sobre la orilla, ocultaba parte del cielo, y su espuma se escapaba hacia arriba, flotando. Por momentos, un poco de pared se derrumbaba, dejando ver a su través.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Ray.

Ray se levantó, y caminó unos metros hacia la orilla. El agua de la ola ascendía hacia el cielo, y por todas partes ocurría algo parecido, hasta donde su vista alcanzaba.

—¡El agua flota! —gritó Ray, sintiéndose ligero como un pájaro.

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