Dare

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La luna brillaba con plenitud. No hacía viento. El único sonido era el roce de zapatos a través de la hierba, y una tos ahogada, la tos asmática de Josh Mowrey, que provocaba maldiciones no menos ahogadas.

Los círculos en las bases de las viviendas cadmo estaban negros y aparentemente vacíos. Jack no pudo evitar el visualizar ojos acechantes desde las sombras y manos aferrando arcos y lanzas. En aquel preciso instante, una flecha podía estar apuntando a su pecho sin coraza…

Ed le susurró a Mowrey:

—¿Dónde crees que está Polly? ¿Es posible que se haya marchado antes de nuestra llegada?

Josh puso los ojos en blanco y respondió:

—No lo sé. No es ella la que me preocupa. Lo que me gustaría saber es dónde está el dragón.

Ed resopló y dijo:

—El único dragón que viste salió de una botella.

—¡No es cierto! Cuando bebo, no tengo asma. Y ahora puedes oírme toser, ¿no? Pero ¿dónde diablos puede estar?

Como si le hubieran oído y le contestaran, se oyó un bufido directamente detrás de ellos. Ninguno de los hombres había oído nunca nada semejante, un rugido gutural que hacía que el de un oso pareciera atiplado.

Giraron sobre sí mismos; gritaron.

El ser que salía del bosque parecía dos veces más alto que un hombre alto; corría sobre dos recias patas erguido el cuerpo en forma de columna. Las patas eran corvas como las extremidades posteriores de un perro a excepción de los pies, de los cuales sobresalían cinco dedos enormes para soportar su peso. Dos brazos se extendían en ángulo recto. Comparados con las extremidades inferiores, parecían diminutos. En realidad, eran tan gruesos como el cuerpo de un hombre. Cada una de sus manos de tres dedos empuñaba una porra, un tronco de árbol joven.

Los dientes brillaban malignamente a la luz de la luna.

Su rostro era una mezcla de animal y de hombre: una recia cresta de cartílago sobre la calva coronilla, una alta frente, gruesos surcos supraorbitales, orejas en forma de lira, un hocico canino, una pesada mandíbula hominoidea, una barbilla saliente y una perilla rojiza. Una docena de pelos gruesos como un lápiz brotaban de las comisuras de sus fruncidos labios.

Mientras cargaba con un sonido que resonaba en el bosque circundante como el trueno de las nubes, otro bufido llegó de la orilla del arroyo. Los hombres se giraron para ver a un segundo dragón.

Ed, gritando como un unicornio enloquecido, logró hacerse oír por algunos de sus hombres:

—¡Los lanzallamas! ¡Disparad contra ellos con vuestros proyectores! ¡El fuego los asustará!

Pero los hombres no estaban familiarizados con sus aparatos. El miedo no ayudaba a sus temblorosos dedos. Y la mitad de los doce que portaban el equipo lo descargaron de sus espaldas y echaron a correr.

Uno logró disparar su lanzallamas. Un largo chorro rojo se proyectó hacia adelante a través de la oscuridad y fue a caer, no sobre el monstruo, sino sobre un grupo de hombres. Frenéticamente, el lanzador desvió el aparato de ellos y lo enfocó hacia el dragón. Demasiado tarde para media docena. Gritando, golpeando sus ropas, retorciéndose en el suelo, ardieron. Uno de ellos echó a correr hacia el arroyo. A medio camino cayó y no volvió a levantarse.

Las llamas obligaron al animal a detenerse, a girar sobre sí mismo, a correr alrededor de los hombres con la esperanza de situarse detrás de ellos, donde el proyector no pudiera alcanzarle sin freír a otros hombres.

Ed aulló:

—¡Disparad vuestras armas contra sus vientres! ¡Son blandos!

Levantó su pistola de dos cañones y apretó los dos gatillos.

La explosión inmovilizó a los dos monstruos. Giraron sus cabezas a uno y otro lado. Sin embargo, ninguno de los dos pareció haber sido alcanzado. Ni una gota de sangre brotó de sus blancos abdómenes.

Algunos de los hombres se envalentonaron. También ellos alzaron sus pistolas y escopetas y apretaron los gatillos. Cuatro o cinco fallaron. Una docena ladraron.

Un hombre cayó, alcanzando en la espalda por un camarada que había disparado sin apuntar.

Los hombres volvieron a cargar. El miedo ponía frenesí y torpeza en sus movimientos; derramaban la pólvora y dejaban caer los proyectiles.

Silenciosamente, los dragones cargaron. Estaban demasiado cerca para ser detenidos, y los lanzallamas no podían alcanzarles sin rociar a los hombres. Además, uno de los animales arrojó una porra sobre las cabezas de la multitud. Golpeó al que manejaba la llama en el pecho y le derribó, inconsciente o muerto, al suelo.

El abandonado proyector se vació por sí mismo a través del prado.

Un coloso se dirigió hacia Jack, con su gruesa cola agitándose de un lado a otro. Jack se dejó caer al suelo a tiempo para oír el «whish» de carne blindada fallando por muy poco el aplastarle el cráneo. Oyó también el golpe que quebrantó los huesos del hombre que estaba detrás de él.

Durante unos segundos permaneció tumbado en el suelo, temblando incontrolablemente. Cuando se hubo dominado lo suficiente para levantar la cabeza, vio que el hombre que había sido golpeado era su padre. Estaba caído de espaldas y su boca burbujeaba sangre. Su brazo derecho estaba doblado por debajo del codo en un ángulo grotesco.

Jack no tuvo ocasión de ver nada más, ya que un cuerpo enorme se precipitó contra él. Una vez más pegó su pecho al prado mientras el suelo y él retemblaban. Un pie de cinco dedos tan largos como su brazo aplastó la tierra junto a su cabeza. Se alzó, aparentemente hasta el cielo, y Jack no volvió a verlo.

Pero no se incorporó, ya que detrás del primer dragón llegaba el otro, aferrando a George How entre sus dientes. George gritaba y se retorcía. Las quijadas se cerraron un poco más. El rollizo joven, como una salchicha distendida rompiéndose por ambos extremos debido a la presión en el centro, derramó sangre por la cabeza y los pies.

Profirió un penetrante alarido:

—¡Padre!

Y quedó siniestramente inmóvil.

El primer dragón giró la cabeza y habló. Sonó como si dijera, en lenguaje horstel infantil:

—Te diviertes, ¿eh, hermanita?

El segundo no respondió. Mordió a través del cuerpo de George y las porciones seccionadas cayeron al suelo, cerca de Jack. La nariz de George estaba a sólo unos centímetros de la de Jack. Los ojos del muerto estaban abiertos y parecían decirle a Jack: «Ahora te toca a ti».

Jack se levantó de un salto y echó a correr. No se dirigía a ningún sitio en particular, o no hubiera huido hacia la vivienda cadmo más cercana.

Al llegar a la entrada se lanzó de cabeza. No sabía si el suelo estaba a una profundidad de veinte centímetros o de veinte metros. En realidad, el suelo de tierra desnuda se hallaba al mismo nivel que el prado exterior. Entonces y sólo entonces se atrevió a detenerse en su huida, para mirar atrás.

Otros habían tenido la misma idea. Corrían hacia su refugio. Ed iba en cabeza, moviendo desesperadamente sus cortas piernas y su brazo extendido, con la cimitarra formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con su cuerpo.

Antes de que Ed y los hombres que corrían detrás de él llegaran a la vivienda cadmo, otro hombre se levantó de entre los aparentemente muertos y trató de unirse a los primeros. A medio camino a través del prado pudo oírse la tos asmática de Josh Mowrey. Los dragones, en aquel momento, habían dejado de rugir, y ninguno de los heridos estaba gimiendo. Por espacio de unos treinta segundos, quizá, se produjo uno de aquellos caprichosos silencios que salpican incluso las batallas más ruidosas. Un silencio interrumpido únicamente por la respiración desesperada y chirriante de Josh.

Uno de los dragones cargó. Sus pasos retumbaron; se convirtió en una figura bestial perfilada contra la luna, proyectando su sombra sobre el pigmeo que corría. Un enorme brazo se alzó. La porra en su mano era una cuerda siniestra bisectando el brillante círculo en el cielo. Colgó allí por espacio de un segundo y luego cayó. Se oyó un fuerte crujido.

La tos asmática quedó truncada. Josh fue arrojado hacia adelante por su propio impulso más el proporcionado por el golpe. Se deslizó cinco o seis metros sobre la ensangrentada y resbaladiza hierba, se deslizó sobre su pecho, ya que no tenía cabeza.

Luego la visión de Jack quedó cortada al ser obligado por la multitud a retroceder en la vivienda cadmo.

Jack pasó un momento de apuro, pero se dio cuenta de que tenía una ventaja sobre los recién llegados. Ellos estaban silueteados contra la luna y no podían verle a él. Resultó fácil golpear la muñeca de Ed con su puño y hacer caer la cimitarra que empuñaba.

Ed aulló y trató de agarrar a su atacante con su mano ilesa. Su primo agarró la hoja y emergió de la oscuridad.

—¡Atrás! —gritó Jack—. ¡Atrás o te parto en dos! Una chispa saltó en medio de las sombras. Un rugido y un relámpago. Algo silbó tan cerca de su oreja que rozó el lóbulo. Se agachó a tiempo para escapar a otra andanada sobre su postrado cuerpo y se amontonaron encima y alrededor de él.

Nadie sabía dónde estaba el enemigo. Se golpeaban unos a otros, gritaban, palpaban en busca de Jack, y se veían recompensados con unos cuantos golpes.

Un momento después la luz dispersó el caos. Una antorcha penetró en el agujero de la vivienda cadmo y les mostró lo que les rodeaba. Pero ninguno de ellos pensó en Cage. La mano que empuñada la tea flamígera era enorme y tenía tres dedos.

Las paredes del lugar en el que se encontraban estaban formadas por una sustancia dura y parecida a la madera. No había más salida que el agujero a través del cual habían entrado. De existir algún pasadizo había sido tapado tan hábilmente que no podía verse ninguna línea de demarcación. Si los invasores querían ir más adelante tendrían que abrirse camino a base de bombas. Y mientras permanecieran en el cono no podían hacerlo. Y mientras el dragón esperase fuera, los hombres no podían moverse de allí.

Impasse.

Cuatro hombres portaban armas de fuego. El otro se había quedado sin pólvora.

No fue valentía sino desesperación lo que impulsó a Jack a cargar contra el animal que sostenía la luz.

Salió al descubierto, se encaró con el monstruo, vio que el canino izquierdo en su boca abierta estaba ennegrecido por la caries —recordó eso más tarde— y blandió la cimitarra. Su agudo filo cercenó el pulgar que apretaba un lado de la antorcha; dedo y antorcha cayeron juntos al suelo.

Jack se agachó a recogerla. Mientras lo hacía, un chorro de sangre de la herida salpicó su cuello. Un rugido le ensordeció, y las ondas de sonido rebotaron de una pared a otra de la angosta cámara. Jack se incorporó, se giró, y arrojó la tea todavía encendida a los hombres.

Ocurrieron varias cosas al mismo tiempo. Observó que el pulgar del dragón aún estaba curvado alrededor de la antorcha, con su larga uña incrustada en la madera. Detrás de él, el rugido se transformó en un patético gemido seguido de un lamento en lenguaje infantil:

—¡Mi pulgar, hombres! ¡Devolvedme mi pulgar!

Jack no prestó ninguna atención al dragón. Miró hacia la pared situada detrás de los hombres, ya que se estaba abriendo. Un iris alto como un hombre estaba partiendo la sustancia parda y lustrosa.

Jack renunció a su plan de tratar de eludir al dragón y huir hacia los bosques. En vez de eso, decidió pasar a través del grupo y penetrar en el agujero recién abierto. Confió en que el tiempo ganado cuando los expedicionarios habían tirado sus armas para proteger sus ojos del fuego de la antorcha sería suficiente para un buen lanzamiento de cabeza.

Lo fue.

Sus enfurecidos perseguidores gritaron. Una pistola disparó. Jack dio la vuelta a una esquina y se encontró en un angosto pasillo. Detrás de él, los sonidos se interrumpieron como si acabara de cerrarse una puerta.

Un momento más tarde se dio cuenta de que aquello era exactamente lo que había ocurrido. Ya que toda la sala, como una mano ciclópea, se cerró a su alrededor, haciendo presión contra su cuerpo, y apretando con tanta fuerza que pensó que sus costillas se fracturarían y su sangre se vertería por su boca y sus oídos. Pero no fue aquella terrible presión lo que le hizo perder el conocimiento. Fue una lengua de sustancia de pared fluyendo hacia todas las aberturas; se incrustó en su boca y llenó su garganta y cortó su respiración. Trueno y oscuridad y pánico se apoderaron de él. Y no supo nada más.

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