Dare

Dare


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Tony entró corriendo.

Su madre, hermanas y hermanos estaban medio levantados de sus sillas y miraban a su padre con asombro, rabia, temor o apenas disimulada diversión. El dueño de la casa era el único que seguía sentado; parecía que le hubieran golpeado con un mazo, paralizándole. Su cabeza semicalva estaba cubierta de pudding de huevo amarillo, espeso y humeante; una viscosa catarata descendía por su rostro y se hundía en su barba.

Lunk Croatan era una momia de cera. El cuenco permanecía boca abajo en sus manos. Su moreno rostro estaba abierto de par en par: mandíbula colgante, fosas nasales ensanchadas, ojos redondos.

No se sabe lo que podría haber sucedido a continuación, ya que Walt Cage no era un hombre que se tomara tales cosas en broma, aunque se hubiera tratado de algo accidental. Lo cual estaba por demostrar, dada la extraña actitud de Lunk, rematada por una risita y la expulsión de una nube de vino.

Debajo de la capa amarilla, la piel de Walt estaba enrojeciendo. El volcán se disponía a hacer erupción, evidentemente.

Entonces Tony gritó:

—¡Somos ricos! ¡Ricos!

Sólo aquella palabra podía haber apaciguado la tormenta a punto de estallar. Walt Cage se giró hacia Tony y dijo:

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

—¡Ricos! —berreó su hijo menor. Corrió hacia Walt y tomó su mano—. Vamos. ¡Jack está fuera! ¡Huele mal a rico! —Estalló en una carcajada—. Es la verdad. ¡Huele mal, y es rico!

Su madre no pudo resistir más. Echó a correr y tropezó con su marido en el momento en que éste se levantaba. A pesar de que pesaba cuarenta kilos más que ella, el choque le pilló a contrapié y volvió a derribarle sobre la silla.

En cualquier otro momento Kate se hubiese puesto muy nerviosa. Ahora se limitó a decir «¡Oh!», y dejó a su marido sin hablar y enrojecido en su asiento.

Detrás de ella avanzó su rebaño, empujándose unos a otros. Lunk se apartó a un lado para dejarles paso, cogió una gran servilleta del aparador y empezó a frotar el rostro y la barba de su amo. No se disculpó; se limitó a reír ahogadamente.

Walt juró, arrancó la servilleta de manos del criado y salió al porche delantero.

Era una curiosa escena para una bienvenida. Todo el mundo estaba de pie alrededor de Jack, pero nadie, ni siquiera su madre, se acercaba a él. Algunos, especialmente sus hermanas, empezaban a palidecer. Y todos prestaban más atención a lo que Jack había depositado sobre la mesa del porche que a él mismo.

En el momento en que Walt salió al exterior, se detuvo. Respiró profundamente, tosió y se atragantó. Ahora sabía lo que significaban las palabras de Tony.

Si el padre estaba asombrado, el hijo no lo estaba menos.

—¡Gran Dionisio! —dijo Jack—. ¿Qué te ha ocurrido?

—Ese imbécil de Lunk —dijo Walt, como si eso lo explicara todo—. No importa. —Señaló la masa depositada sobre la mesa. Era redonda y grande como la cabeza de un hombre, gelatinosa y gris, y daba la impresión de un temblor continuo, como si estuviera viva y se estremeciera de terror porque no tenía piel.

—Eso es una perla de resina, ¿no es cierto?

—Sí, papá. Cuando venía de regreso, oí vomitar a un árbol doliente en el bosque.

—¿Un árbol doliente? ¿Cerca de casa? ¿Cómo es posible que no lo viéramos? Teniéndolo delante de las narices, por así decirlo… ¿Y los horstels?

—Supongo que estaban enterados, pero no querían decir una sola palabra.

—No parece propio de ellos. Ese árbol doliente representaba mucho dinero, y querían que fuera a parar a sus manos.

—No exactamente.

A Jack le fastidiaba contarle a su padre lo de R’li y los motivos de agradecimiento que tenía hacia ella. Más tarde se lo explicaría. De todos modos, ella se había negado a compartir el dinero que él conseguiría por la rara base de perfume. El contrato la autorizaba a reclamar la mitad de la suma, pero había insistido en que toda era de Jack. Y no explicó el porqué. Al menos en aquel momento.

Jack se había mostrado reacio a aquella solución. No podía evitar el pensar en el asesinado primo de R’li. Su sangre apenas se había cuajado cuando ella conducía a Jack a la valiosa presa del bosque. No la habían encontrado por casualidad, estaba seguro de ello. Mientras se dirigía a su casa había analizado los pasos que precedieron a su descubrimiento. Sabía por qué R’li había decidido que fuera suyo todo el dinero producido por la venta. De un modo u otro, los Wiyr conseguirían que fuera a Farfrom. Y cuando regresara, tenían previsto que figurase en el Parlamento como portavoz suyo.

Eso es lo que ellos pensaban.

—Verás —le explicó a su padre—, los Wiyr sabían lo que se hacían. Un árbol doliente tarda treinta o más años en desarrollar una perla de resina madura. Si se hubiese sabido que había uno cerca de aquí, ¿cuánto tiempo crees que hubiera tardado en presentarse algún comerciante o salteador de caminos para derribar el árbol y arrancar el cálculo, aunque estuviera a medio hacer? Así no se hubiera obtenido todo el valor, ni se hubieran formado nuevas perlas de resina. No. Ellos sabían lo que se hacían.

—Es posible —dijo Walt—. Pero, hijo mío, ha sido una suerte fabulosa que pasaras por allí en el momento en que estaba vomitando. ¡Fabulosa!

Suspirando, Jack asintió.

Walt miró la cimitarra que colgaba del costado de su hijo. Abrió la boca como si se dispusiera a reprocharle que se la hubiera llevado. Luego volvió a cerrarla.

Jack pudo leer el pensamiento en su cerebro. Si su hijo no hubiese tomado la hoja sin permiso para ir en busca del dragón, no hubiera encontrado la perla de resina. Incluso ahora, la masa gris podría estar en el suelo al pie del árbol, sin descubrir y pudriéndose, un valor de tres mil libras pudriéndose, descomponiéndose…

Súbitamente, como si despertara, Walt se sobresaltó, miró a Jack y sonrió.

—¡Hijo mío! Hueles mal. Pero no importa. Es un hedor agradable; ninguno mejor recibido.

Se frotó las manos; un trozo de pudding se desprendió de su nariz.

—Lunk, Bill y tú llevaréis esa mesa al cobertizo acorazado. Cerradlo bien y traedme la llave. Mañana iremos a la ciudad a vender la perla de resina.

»¡Ah, Jack, si no olieras tan mal te abrazaría y besaría! Me haces feliz. ¡Piensa, hijo mío! Tienes más que suficiente para comprar la granja de Al Chuckswilly. Ahora puedes pedirle a Bess Merrimoth que se case contigo. Cuando los dos entréis en plena posesión de vuestras herencias, tendréis cinco granjas —su padre tiene tres—, todas grandes y prósperas. Más la curtiduría, el almacén y la taberna Merrimoth. Más la muchacha más bonita de la región. ¡Ah, esos labios rojos y esos ojos negros! Te envidiaría, Jack, si no estuviera casado ya con tu madre.

Miró apresuradamente hacia su esposa y dijo:

—Me refiero, Kate, a que Bess es la virgen más bella. Tú, desde luego, eres la matrona más guapa de estos alrededores. Cualquiera puede verlo.

Kate sonrió y dijo:

—Hacía mucho tiempo que no decías nada parecido, Walt.

Walt Cage fingió no haberla oído. Hundió sus grandes dedos en su barba y tiró fuertemente de las raíces mientras decía:

—Mira, muchacho. Tal vez, en lugar de la granja, podrías sobornar a algunos de los funcionarios de la corte y comprar el título de caballero. Luego podrías abrirte paso hacia el título de señoría. Un hombre ambicioso puede hacer grandes cosas aquí. Éste es un territorio fronterizo; tú eres un Cage. No encontrarás ningún obstáculo.

El furor de Jack fue en aumento, pero su rostro no lo dejó traslucir. ¿Por qué no le trataba su padre como a un hombre y le preguntaba qué quería hacer? Era su dinero, ¿no? O lo sería dentro de dos años, cuando alcanzara la mayoría de edad.

Lunk y Bill regresaron. El criado de la casa entregó a Walt la gran llave de vidrio y cobre del cobertizo acorazado. Walt se la dio a su esposa. Súbitamente aulló:

—¡Vamos, Kate! ¡Hijas mías! ¡Todas las mujeres a la casa! Y que no se os ocurra mirar por las ventanas. Jack va a quedar tan desnudo como un sátiro.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Jack, alarmado.

Kate y las chicas mayores rieron ahogadamente. Magdalene dijo:

—Van a quitarte ese mal olor de encima, Jack.

Lunk salió de la casa con varios trapos y grandes barras de jabón.

—Acercaos a él, muchachos —ordenó Walt—. No le dejéis escapar.

—¡Hey! ¿Qué crees…?

—Arrancadle las ropas. De todos modos tienen que ser enterradas… Agarradle del brazo… Fuera los pantalones. ¡Jack, unicornio loco, me has coceado! ¡Toma tu medicina como un hombre!

Riendo, atragantándose, luchando, agarraron el cuerpo desnudo y serpenteante y lo llevaron al abrevadero delante del establo.

Jack luchó, y gritó, y aulló; pero lo sumergieron en el agua, con la cabeza por delante.

Tres mañanas más tarde, el ladrido de los perros y el gorgotear de los gallos despertaron a Jack. Se incorporó y gimió. Su cabeza era un globo de dolor. Su boca sabía a zurrapa de un barril de vino. La última noche había sido larga en alegría y corta en sueño. La bodega había sido saqueada; dos barriles del zumo de totum fermentado más viejo habían sido espitados.

Walt Cage se había mostrado extrañamente reacio a llevar la perla de resina a la ciudad. Era como si el ver la gelatina temblequeante fuera un espectáculo que le sumiera en éxtasis. Originalmente, planeó dirigirse a Slashlark al amanecer del día siguiente. Pero, cuando se levantó, pasó treinta minutos en el cobertizo acorazado, contemplándola. Más tarde, anunció que su buena suerte tenía que celebrarse. Asombró a todo el mundo diciendo que al día siguiente celebrarían una fiesta, con esquileo o sin esquileo.

Lunk partió con las invitaciones; Bill Kamel se alzó de hombros y trabajó lo que pudo con su reducido equipo de esquileo; las mujeres empezaron a cocinar y a fregar y a hablar de lo que llevarían. El propio Walt, aunque colaboró en el esquileo, no significó la ayuda que podía haber sido. A cada momento se dirigía al cobertizo acorazado, lo abría y contemplaba una vez más su tesoro.

Al día siguiente por la tarde acudieron los invitados. El vino y la cerveza fluyeron sin cesar de las espitas; dos unicornios giraban sobre espetones. Todos insistían en ver la fabulosa «perla».

Walt estaba en las nubes: unas nubes formadas en parte de orgullo y alegría y en parte de vapores de vino. Gritaba que los frecuentes viajes al cobertizo acorazado estaban encogiendo sus fosas nasales y encrespando su lengua, y que absorbía tanto hedor que una inspección más le convertiría en algo tan caro como el propio fruto del árbol doliente y tan buscado después.

Tomaba al visitante de la mano, le conducía al cobertizo acorazado, y le retenía allí mientras el desdichado espectador le gritaba a Walt que le soltara, que vomitaría carne y vino y aumentaría el mal olor si no salía en seguida de allí.

Walt Cage se echaba a reír y soltaba el brazo del otro. O cerraba la puerta de golpe y aullaba que iba a dejar al huésped encerrado allí toda la noche para que vigilara el tesoro. El huésped aporreaba la puerta y le suplicaba a Walt, por el amor de Dios, que dejara de bromear y le soltara. El mismo aire bastaba para gangrenar los pulmones de un hombre. Cuando se abría la puerta, el huésped vomitaba, agarrándose la garganta y poniéndose pálido y verde alternativamente. Todos reían y le arrojaban jarras y le decían que se tapara la nariz hasta que se librara del perfume.

Llegaron el señor Merrimoth, su hermana viuda y su hija. Bess, alta y morena, de ojos negros y pómulos altos, labios rojos y busto redondeado, había sido autorizada para venir a pesar de lo tardío de la hora.

Jack se alegró de verla. Por entonces ya estaba empapado en vino. Normalmente no bebía tanto. Pero esta noche era distinto. Sólo nublando sus sentidos podía superar el complejo del mal olor, pegado todavía a él, después del fregado.

Quizá fue por esto por lo que insistió en mostrarle a Bess su descubrimiento. Cerca de éste, Bess no le olería a él. Los dos avanzaron solos por el camino sombreado por los árboles. Por una vez, la tía de Bess no les acompañó.

El padre de Bess enarcó las cejas cuando les vio alejarse, y miró a su hermana. Después de todo, Jack no había hecho ninguna petición formal para cortejar a Bess. Cuando dio un paso hacia la pareja, la tía extendió un brazo y le detuvo, sacudiendo la cabeza para indicar que había momentos en los que una muchacha tenía derecho a estar a solas con su enamorado. El señor Merrimoth se dejó convencer por la superior sabiduría de la hembra. Sin embargo, mientras aceptaba otro vaso del criado de la casa, se preguntó qué sensibilidad le permitía a su hermana saber que aquella noche Jack daría probablemente el primer paso hacia el yugo… no… quería decir hacia el santo matrimonio.

Los dos vieron la bola temblequeante. Por entonces, Jack estaba ya enfermo de verla. Bess profirió los convencionales grititos de horror y protesta y preguntó cuántas libras valía la cosa. Jack contestó rápidamente, y con la misma rapidez sacó a Bess de allí para regresar con ella al sendero.

En aquel momento él «¡broomm! ¡broomm! ¡broomm!», de tambores y el resoplido de cuernos llegaron de los prados del norte transportados por el viento. De pronto, el horizonte ardió en fogatas.

—R’li ha llegado a casa.

—¿Qué dices? —inquirió Bess.

—¿Te gustaría contemplar una bienvenida horstel?

—¡Oh, me encantaría! —respondió Bess, apretando su mano—. No he visto ninguna. ¿Les importaría a ellos?

—No nos dejaremos ver.

Mientras caminaban a través de los campos bajo la brillante luz de la enorme luna, Jack notó que su corazón latía con fuerza. ¿Bess? ¿El vino? ¿Las dos cosas?

Los tambores enmudecieron; las liras despertaron y viajaron a través de la luz de la luna en imágenes espectrales de dulces notas; una zampona redobló. Y la voz de R’li se alzó, una torre dorada, construida sobre sí misma, cada vez más alta, rápida e increíblemente cambiante, ascendiendo, siempre diferente, pero siempre R’li, suave y ardiente, dulce y peligrosa, esencia de sirena y de mujer, movediza, líquida.

Un gran instrumento de cuerda se deslizó suavemente en el fondo, resonó y luego guardó silencio mientras la última nota planeaba en el aire, agitando sus alas contra la corriente del tiempo y la resistencia de la carne. Sin caer, sin caer. Hasta que los oyentes sintieran erizarse los pelos de su nuca, ponérseles la piel de gallina, y sus nervios parecieran desnudos al aire.

Se desvaneció.

Bess agarró su brazo y murmuró:

—¡Dios mío, eso ha sido maravilloso! No importa lo que se dice de ellos, hay que admitir que saben cantar.

Jack se limitó a tomar la mano de Bess para seguir avanzando. No confiaba en sí mismo para hablar.

Más tarde, tenía el vago recuerdo de haber atisbado a través de unos arbustos la celebración alrededor de las fogatas. Contemplaron una danza ritual, en la cual tomó parte R’li, y luego una danza improvisada. Durante esta última, la sirena desapareció en un agujero en la base del cadmus más próximo. Salió poco después y Jack, mirándola a ella, vio algo que le sobresaltó.

Un rostro estaba atisbando desde las parpadeantes sombras dentro de la entrada. Aunque lejanos e imprecisos por las alternativas de luz y oscuridad, el contorno en forma de corazón, los grandes ojos y el prominente labio inferior eran sin duda alguna los de Polly O’Brien.

En cuanto estuvo seguro de ello, Jack tomó a Bess de la mano y la sacó de allí, diciéndole que sus padres empezarían a extrañarse de su tardanza en regresar. Un poco a regañadientes, excitada por la música y los cuerpos desnudos bailando alrededor de las fogatas, Bess echó a andar lentamente, apoyándose en Jack. Hablaba sin cesar, pasando de un tema a otro, sin que Jack se enterara de lo que estaba diciendo porque su cerebro estaba ocupado pensando en R’li y en el descubrimiento de la refugiada. De pronto se dio cuenta de que Bess se había parado y tenía el rostro alzado hacia él, con los ojos cerrados y los labios fruncidos para un beso.

Bruscamente trató de olvidar sus problemas besándola apasionadamente. Abandonaría todos los pensamientos acerca de aquellas otras dos mujeres; en realidad no tenía por qué ocuparse de ellas; lo que él necesitaba era una mujer que estuviera de acuerdo con el mundo que conocía: matrimonio, hogar, niños y todo lo demás. Aquélla era la solución.

Cuando llegaron a la granja, Bess había prometido casarse con él. Decidieron no hablar con nadie de sus intenciones. Cuando terminara la arada de primavera y todo el mundo estuviera disponible para una gran fiesta, anunciarían su compromiso. Sería un secreto, aunque, desde luego, Jack pediría permiso al padre de Bess para cortejarla. Aunque estaba considerado como un preludio del noviazgo, el cortejo significaba en realidad un apalabramiento, ya que pocas parejas se atrevían a desafiar a la opinión pública rompiéndolo más tarde. Legalmente todavía una virgen, la muchacha era considerada realmente non intacta a partir del cortejo. Sus posibilidades de conseguir a otro muchacho como marido quedaban muy reducidas; lo mejor que podía hacer era trasladarse a otro lugar donde no se supiera que había sido cortejada. Y esto era tan poco práctico que casi nunca se hacía.

De modo que su secreto lo era sólo de nombre. Jack pensaba que era absurdo, pero como la mayoría de los varones se dejaba llevar por la mujer.

Observó que tan pronto como llegaron Bess murmuró algo al oído de su tía. Ambas se volvieron a mirarle cuando pensaron que él estaba distraído.

La fiesta duró hasta cerca del alba. Por eso Jack sólo había dormido dos horas y despertó con la cabeza hinchada, mal sabor de boca, y un humor todavía peor.

Se levantó, se vistió y se dirigió a la cocina. Lunk estaba tumbado, dormido, sobre un montón de pieles de hombre lobo detrás de la estufa. Cuando Jack hurgó en sus costillas con el pie, ni siquiera gruñó. Decidiendo que le resultaría más fácil prepararse algo que despertar al criado, Jack encendió el fuego. Puso encima de él una cacerola con agua del pozo y midió tres cucharadas de hojas secas de totum. Mientras daba de comer a los perros, las hojas perderían su esencia estimulante en un líquido caliente y oscuro.

Al regresar de su tarea, descubrió que alguien se había bebido toda la infusión. Golpeó a Lunk en las costillas con el pie. Lunk dijo: «¡Ughh!», y dio media vuelta, la estufa. Jack le golpeó de nuevo. Lunk se incorporó.

—¿Te has bebido mi infusión?

—He soñado que lo hacía —respondió el criado con lengua estropajosa.

—¿Lo has soñado? Bien, ahora sueña que te levantas y me preparas un poco más. Esto es lo que he conseguido por tratar de ayudarte.

Como tenía órdenes de su padre de despertarle temprano, Jack llamó a la puerta del dormitorio de sus padres hasta que su madre se levantó. Ella, a su vez, sacudió a su marido hasta que saltó de la cama.

Después de que los tres hombres tomaron un desayuno ligero a base de filetes, hígado, huevos, pan y mantequilla y miel, queso, «cebollas» de primavera, cerveza y tisana, Lunk se marchó a enjaezar un carruaje y los dos Cage echaron a andar a través de la granja.

Walt dijo:

—Hiere mi orgullo tener que aceptar algo de un Wiyr. Pero no creo que pueda convencer a R’li para que reconsidere su decisión. Ya conoces su proverbial obstinación.

Silbó unos instantes, frotando su dedo corazón contra el lado de su nariz. Inesperadamente, se detuvo en medio de un obstáculo y agarró a su hijo por el hombro.

—Dime, Jack. ¿Por qué renuncia a su parte esa sirena?

—No lo sé.

Los dedos se hundieron en la carne.

—¿Estás seguro? ¿No es nada… personal?

—¿Qué tratas de insinuar?

—¿No estás… —Walt parecía estar rebuscando en su mente una palabra que no resultara demasiado ofensiva y lo resolvió con un…— liado con ella?

—¡Papá! ¿Con una sirena? ¿Cómo podría…? Además, no la veía desde hace tres años. Y estuvimos solos muy poco tiempo.

Los dedos se aflojaron.

—Te creo.

Walt se pasó una mano por los enrojecidos ojos.

—Yo… no tendría que haberte formulado esa pregunta. No te reprocharía que me hubieses golpeado. Era algo terrible de decir. Pero debes comprenderlo, hijo mío, este tipo de cosa abunda más de lo que crees. Y yo sé lo seductoras que pueden ser las sirenas. Hace veinte años, antes de casarme… bueno, hijo mío… tuve una tentación.

Jack no se atrevió a preguntarle si había sucumbido a ella.

Unos minutos más tarde se detuvieron a contemplar a un grupo de jóvenes sátiros cuyo pelo de la espina dorsal y de los lomos empezaba a crecer espeso. Estaban inclinados sobre sus manos y rodillas y desmenuzando la tierra del campo entre sus dedos. De cuando en cuando apoyaban sus oídos contra el suelo, como si estuvieran escuchando. Intermitentemente, sus dedos repiqueteaban duramente contra la corteza.

Su supervisor era un alto adulto cuya cola era tan larga que la llevaba trenzada y recogida en una especie de moño que rozaba sus pantorrillas mientras andaba.

—Buenos días —dijo amablemente en inglés.

Sus ojos eran límpidos, no tenía el rostro abotargado, no mostraba ninguna huella de la larga fiesta nocturna de bienvenida. «Más raro que una resaca de horstel», decía el proverbio.

Walt dijo:

—Oh Escuchador del Suelo, ¿cómo van las cosas?

Los dos hablaron grave y juiciosamente como dos viejos granjeros que se respetan el uno al otro. Hablaron de la textura de la tierra, de su contenido en humedad, y del día en que empezarían a arar. Hablaron de abonos, de rotaciones, de animales de rapiña, y de rachas de sequía y de humedad. El Escuchador dijo que había «oído decir» que habían muchas lombrices debajo de la costra, y habló de un tipo de gusano más grande y más eficaz que había sido criado en algún lejano cadmus croatanio.

Convino con Walt en que deberían tener una buena cosecha de «maíz». El hombre, sin embargo, era pesimista acerca de las incursiones de alondras, colas de oso, zorros pelados y sextones. El Escuchador rio; ellos pagarían su diezmo a los sirvientes de la Madre Naturaleza, y en paz. A no ser que el impuesto fuera demasiado elevado, en cuyo caso los Cazadores reducirían la población local de bichos.

Terminó diciendo que sus hijos, los Comprobadores de Trueno, estaban en las montañas tratando de localizar el pulso meteorológico. Cuando regresaran, él hablaría de sus hallazgos con Walt.

Cuando se hubo marchado, el más viejo de los Cage dijo:

—Si todos fueran como él, no tendríamos ningún problema.

Jack gruñó. Estaba pensando en lo que habían planeado para él.

La granja era muy extensa. Había muchas cosas que Walt Cage consideraba necesario revisar. De modo que habían transcurrido más de dos horas cuando los conos blanco-marfil de las moradas Wiyr brillaron delante de sus ojos.

Incluso después de diecinueve años, Jack estaba fascinado. Su padre le había prohibido, cuando era un niño, acercarse a ellas. Para Jack, aquello equivalía a merodear en torno a ellas. El resultado había sido que sabía acerca de ellas tanto como pudiera saber cualquiera que nunca hubiera entrado en una. Sentía mucha curiosidad acerca de lo que ocurría debajo del suelo. En cierta ocasión había estado a punto de preguntarle a uno de sus amiguitos horstels si podía visitarlas. El temor a las consecuencias le había detenido. No sólo se expondría a severas sanciones humanas, sino que las historias que había oído sobre lo que les sucedía a los que entraban allí habían mellado su decisión. Ahora ya no creía en aquellos cuentos de viejas. Sin embargo, no podía pasar por alto la prohibición de las autoridades humanas.

El Prado Cadmo (cada granja tenía un Prado Cadmo) era un extenso campo alfombrado con hierba alfombra verde y roja, una planta lo bastante dura como para crecer a pesar del pisoteo continuo de pies descalzos. Esparcidas de un modo irregular, unas docenas de estructuras de nueve metros de altura y forma de colmillo, de algún material óseo, surgían del prado.

Viviendas cadmo, las llamaban, por Cadmo, el mítico fundador de Tebas, el héroe que había aserrado los dientes del dragón y segado una cosecha de guerreros. Los primeros terráqueos las habían bautizado correctamente, ya que cuando los terrestres aumentaron suficientemente en número para sentirse fuertes, atacaron la comunidad nativa más próxima. Y de las viviendas cadmo había surgido un número incontable de guerreros, que rechazaron a los invasores, les dominaron y les desarmaron.

Entonces los aborígenes, si hubiesen hecho a los terráqueos lo que los terráqueos pensaban hacerles a ellos, podrían haber resuelto el problema hombres-cadmos de una vez para siempre. Ya que los extranjeros, desde una lejana estrella, habían planeado asesinar a los nativos, y apoderarse de sus hogares subterráneos, y esclavizar a los supervivientes.

Afortunadamente para los terráqueos, les dieron otra oportunidad. Se estableció un contrato. Transcurrieron cien años de paz.

Luego los hijos de Dare, tratando de vivir de acuerdo con su nombre, rompieron su palabra y declararon la guerra a los nativos dentro de su territorio. Sólo para descubrir que los Wiyr no tenían fronteras nacionales y que todos los adultos de Avalon estaban dispuestos a marchar sobre los extranjeros y aplastarlos en un día con la fuerza del número.

Atrapada entre la presión externa de los cadmos y los problemas internos, la nación de Farfrom estalló.

Una revolución derrocó a la dinastía reinante de los Dare. Farfrom se convirtió en una democracia gobernada por un comité de ciudadanos. Se estableció un nuevo contrato, así como la política de asilo para los delincuentes comunes y políticos refugiados en una cadmo. Se abolió la pena de muerte. Las brujas ya no serían quemadas.

La minoría de católicos y socinianos, descontentos por éstas y otras medidas, se aprovecharon de la turbulencia para marcharse a zonas apartadas del continente de Avalon.

Aislados de los otros hombres detrás de una alta cadena de montañas, los socinianos abandonaron religión, ropas, casas e incluso lenguaje. Se hicieron completamente nativos.

Treinta años después de que el martirizado Dyonis Harvie IV hubiera fundado el estado que lleva su nombre, Dyonisa fue dividida por la guerra civil. Un cisma político-religioso-social se tradujo en dos bandos contendientes: la Iglesia-en-Suspenso y la Iglesia-en-Conveniencia.

Los Convenientes ganaron. Una vez más, los insatisfechos hicieron lo mejor que podía hacerse en una región fronteriza. Conducidos por un arzobispo, Gus Croatan, se trasladaron a la gran península, que más tarde se convirtió en una nueva nación.

Convenientes y Suspensos coronaron a un nuevo jefe religioso, el caput, en cada una de sus capitales respectivas, y pretendieron que era el jefe de la única iglesia verdadera.

Los horstels sonrieron y señalaron a Farfrom, la cual también tenía un hombre que negaba que alguien que no fuera él mismo era el vicario de Dios sobre el planeta Dare.

La historia discurría a través de la mente de Jack mientras se acercaba al prado. Fue interrumpida cuando se detuvieron delante de la cadmo más próxima. O’Reg, el Rey Ciego, estaba de pie en la entrada fumando un cigarrillo en una larga boquilla de hueso.

—Saludos, Oh Propietario de la Casa. Buena suerte, Oh Descubridor de la perla.

El Rey Ciego era pelirrojo, alto y delgado. No estaba ciego, y en aquella sociedad anárquica un rey era algo desconocido. Pero ocupaba una posición que le daba un título cuyo significado se perdía en la remota antigüedad. El más viejo de los Cage preguntó si podía hablar con R’li.

—Allí está —dijo O’Reg, señalando hacia el arroyo.

Jack se giró y su pulso se alteró, ya que la sirena saliendo del baño era una visión de belleza. Ella cantaba en voz baja mientras se acercaba, luego se detuvo y besó a su padre. O’Reg rodeó con un brazo la esbelta cintura de su hija, y ella apoyó la cabeza contra su hombro mientras hablaba con Walt.

De cuando en cuando sus ojos se desviaban hacia Jack y sonreía. Cuando su padre hubo renunciado a conseguir que ella aceptara su parte, o al menos dijera por qué no la quería, Jack había decidido ya mantener una pequeña charla con ella.

Cuando Walt empezó a hablar del esquileo con el Rey Ciego, Jack le hizo una seña a R’li para que le siguiera. Fuera del alcance del oído de su padre, Jack dijo:

—R’li, tú sabías que no había ningún oso haciendo aquel ruido. ¿Por qué me agarraste como si estuvieras asustada? No tenías miedo, y sabías que se trataba de un árbol doliente. ¿No es cierto?

—Es cierto.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste?

—¿No lo sabes, Jack? —replicó ella, y se alejó.

El Cage más viejo demoró un día más el llevar la perla a la ciudad. Los frecuentes viajes que realizaba al cobertizo acorazado se habían convertido en un motivo de risa para los miembros de la familia y los ayudantes contratados. Actuaba como si la gris gelatina temblequeante formara parte de su propia carne. Venderla sería como cortarse un trozo de sí mismo por dinero.

Jack, Tony y Magdalene, los más extrovertidos de sus hijos, se permitieron tales bromas aquel último día que Walt tuvo que darse cuenta de que encontraban peculiares sus actos.

La mañana del cuarto día después de que la perla llegó a la casa, los dos Cage varones más viejos, Lunk y Bill Kamel salieron de la granja en carruaje. Llevaban cascos de madera de cobre y correajes de cuero, y pesadas manoplas. Walt conducía; Jack y Bill portaban arcos repetidores; Lunk estaba sentado sobre la caja que contenía la perla, con una jabalina en la mano.

A pesar de sus temores, recorrieron los siete kilómetros hasta la sede del condado sin ningún incidente anormal. No surgieron salteadores del bosque exigiendo el tesoro. El cielo estaba brillante y sin nubes. Las alondras cuchillo volaban en grandes bandadas. Su canto de cuatro notas llenaba el aire. Volaban con un revoloteo de alas verde-amarillas. De cuando en cuando, una de ellas desplegaba las enormes garras rojas que les habían dado su nombre. En un momento determinado, una hembra se acercó tanto que Jack pudo ver una diminuta bola de pelusilla pegada al vientre de la madre. La cría giró su rostro y miró a los hombres con ojos moteados de negro.

En otro momento, un cola de oso apareció en el camino. Los unicornios, siempre nerviosos, casi se desbocaron. Walt y su hijo tiraron de las riendas y lograron retenerlos hasta que el monstruo, ignorándoles, desapareció entre los árboles.

Pasaron por delante de siete granjas. La zona norte de la capital no estaba muy poblada, y era dudoso que lo estuviera en el futuro. Hasta entonces, los cadmos habían denegado el permiso para más colonos, pretendiendo que alterarían el equilibrio ecológico.

La granja Mowrey era la última que tenían que cruzar antes de llegar al puente sobre el Arroyo Escamoso. El Vigilante se asomó a la ventanilla de su torre y agitó la mano. Lunk y Bill le devolvieron el saludo. Jack observó que su padre fruncía el ceño y mantenía las riendas fuertemente apretadas, de modo que decidió que si agitaba la mano se crearía problemas.

Después de cruzar el puente y siguiendo la carretera en el lugar donde el Arroyo Escamoso se vaciaba en el río Gran Pez, no vieron más Wiyr. A menos de que un negocio reclamase su presencia, los Wiyr permanecían alejados de las grandes ciudades.

La cumbre de una empinada colina les permitió una primera ojeada a Slashlark. Su espalda daba a una gran colina, su rostro al ancho río. Poco imponente, consistía en una larga calle principal y una docena de calles laterales. Edificios comerciales y del gobierno, tabernas y el salón de baile se encontraban en la calle principal. Las casas residenciales estaban en las vías secundarias.

Fuerte Slashlark se erguía en el extremo meridional de la ciudad. Sus resplandecientes paredes de troncos rojos albergaban a un centenar de soldados.

Había muchas embarcaciones en los muelles. Los marineros cargaban pieles, cuero, transparentes huevos de alondra, troncos, las primicias de la cosecha de lana, y caja sobre caja de bolas de totum invernales. Los que no trabajaban estaban sentados en las tabernas, discutiendo con soldados libres de servicio y mirando a las mujeres.

La policía militar se aseguraba de que lo único que hacían era mirar. Aburridos, los policías acechaban la ocasión de aporrear el duro cráneo de un barquero.

Los Cage avanzaron a través de la atestada calle. Walt dio una sacudida a las riendas y gritó a un carro lleno de barriles de cerveza que estaba en ángulo recto con el tráfico. Su conductor sudaba y blasfemaba en sus esfuerzos por dominar a sus bestias; los cuatro unicornios estaban coceando, mordiendo, corneando y chillando por algún motivo desconocido. Bruscamente, una pezuña se disparó y el hombre cayó hacia atrás, atontado.

Cuando el desdichado hombre (sólo una de las muchas víctimas anuales de las antojadizas bestias) fue arrastrado hasta la acera y el carro apartado a un lado, los Cage siguieron su camino. Luego, un golfillo cruzó corriendo por delante de ellos, y de nuevo sus dos animales trataron de escapar de la atestada calle.

Jack y Bill se apearon de un salto, agarraron a los sementales por los arreos y se colgaron de ellos hasta que las bestias decidieron pararse. Después de lo cual, dejaron a los resoplantes y temblorosos animales atados a la barra delante de la Casa de la Reina, un edificio del gobierno.

Allí, el agente de una compañía de perfumes pesó la perla de resina, la dejó bajo llave y redactó un recibo. Se disculpó por no poder pagar las cuatro mil libras que valía. El recaudador de impuestos tendría que presenciar la transacción y cobrar el «bocado de la Reina» sobre la suma. La Reina tenía unos dientes muy grandes. Sólo dejó dos mil libras en el plato.

Aunque la cantidad era todavía importante, a Jack le dolió perder tanto. Y su padre puso los ojos en blanco y juró por el alto cielo que los impuestos le estaban arruinando, que lo mejor que podría hacer sería vender su granja, trasladarse a una gran ciudad y reclamar el subsidio de paro.

Fue entonces cuando Jack intuyó el verdadero motivo por el que Walt había tratado de convencer a R’li para que exigiera su parte. Siendo una cadmo, ella no tendría que pagar ningún impuesto sobre su mitad; el impuesto de Jack, calculado sobre una escala móvil, se habría reducido en dos tercios.

Más tarde, Jack estaba convencido de ello, su padre le hubiera sugerido a R’li que él podría tomar el dinero que ella obtuvo de la venta. De esa manera, podría haber estafado a la Reina casi las tres cuartas partes de sus derechos. Era un plan astuto, pero la obstinación de los horstels lo había frustrado. No era de extrañar que hubiera desplegado más de su vehemencia normal contra ellos.

Al salir de la Casa de la Reina encontraron a Manto Chuckswilly. El hombre moreno les saludó cordialmente y les invitó a beber un trago en el Cuerno Rojo. Dijo que en la taberna estaban reunidos unos cuantos ciudadanos locales.

—A propósito, Jack, tu primo, Ed Wang, estará allí. Tiene muchas ganas de verte.

El corazón de Jack aceleró sus latidos. ¿Sería una reunión de la HK? ¿Iban a invitarle a —o más bien a decirle— que se uniera a ellos?

Miró a su padre. Walt rehuyó sus ojos.

Jack dijo:

—Iré allí dentro de un rato. Antes tengo que visitar a la señorita Merrimoth.

—De acuerdo, hijo mío. Pero cuando llegues allí, dale la vuelta a un vaso de media hora. En cuanto se haya agotado, regresa aquí.

Walt miró a Chuckswilly, el cual asintió su conformidad.

Pensativo, Jack se alejó. Le preguntó a Lunk cuanto tiempo llevaba el prospector en la ciudad. El criado, que parecía saberlo todo sobre los movimientos de la gente, respondió que Chuckswilly había llegado a Slashlark hacía un par de semanas. Durante aquel tiempo, se presentó a sí mismo a todo el mundo que merecía una presentación. Había dedicado mucho tiempo a las relaciones sociales y muy poco a preparar una expedición a las Thrruk.

Que Jack supiera, Chuckswilly no había conocido a su padre. Durante la época anterior a su escapatoria en busca del dragón, estaba seguro de que su padre no había ido a la ciudad. Pero podía haberlo hecho mientras su hijo estaba en las colinas. Jack no lo sabía; se olvidó de preguntárselo a Lunk. En cualquier caso, parecía obvio que Walt y Manto Chuckswilly se conocían.

Los Merrimoth vivían en una gran casa de dos pisos en lo alto de una colina en las afueras de Slashlark. Contigua a la de Lord How, era la mejor del condado. Algún día, si se casaba con Bess, Jack sería su dueño, así como el dueño de las granjas de Merrimoth, de su curtiduría, su almacén y el oro en el banco. Su esposa sería la más guapa en muchos kilómetros a la redonda. Y él sería ya envidia de todos los jóvenes.

Sin embargo, una hora más tarde salió de la casa, insatisfecho y contrariado.

Nada había cambiado. Bess se mostró tan guapa y tan cariñosa como siempre. Se había sentado en el regazo de Jack y le había besado hasta que, tras un intervalo prudencial, se había presentado su tía. Luego, susurrando, ella había elaborado planes para la boda.

Y Jack no sintió la excitación que cabía esperar. Ni había tenido valor para hablar de su proyecto de ir a Farfrom. Había abierto la boca varias veces, pero se había tragado las palabras al darse cuenta de que si proponía aplazar la boda cuatro años, apagaría la luz de felicidad que ardía en los ojos de Bess.

Y no es que hubieran fijado una fecha concreta para la boda. Pero en Slashlark se daba por sentado que uno se casaba lo antes posible y empezaba a tener hijos. Pedirle ahora a Bess que se quedara sola en casa mientras él pasaba cuarenta y ocho meses en una ciudad a tres mil kilómetros de distancia, sería imposible.

Un poco antes de marcharse se le ocurrió la idea de que podía llevarse a Bess con él, de que quizás a ella podría incluso gustarle el ir a lugares lejanos. Sintió un momentáneo optimismo, que se apagó al recordar los fuertes lazos existentes entre padre e hija. Lo más probable sería que el señor Merrimoth armase tanto jaleo que Bess prefiriese quedarse en casa que desafiar a su padre.

Lo cual significaría, pensó Jack, que Bess amaba a su padre más que a él.

¿Por qué no preguntárselo a Bess y averiguarlo?

Lo haría. Aunque no ahora.

Más tarde, cuando tuviera tiempo para pensar en ello, y cuando la tía de Bess no pudiera oírles.

¿O era todo un pretexto para demorar la solución?

Sincero consigo mismo aunque le doliera, tuvo que admitir que carecía de redaños para poner sus cartas boca arriba.

De modo que echó a andar con más rapidez hacia el Cuerno Rojo. Necesitaba un trago.

Jim Tappan, el propietario de la taberna, asintió cuando entró Jack.

—La habitación de atrás —dijo.

Jack llamó a la puerta. Ed Wang la abrió. En vez de dejar entrar a Jack en seguida, sostuvo la puerta a medio abrir y pegó su cabeza a la abertura. Era evidente que no quería que los que estaban detrás de él vieran que estaba diciendo algo. Sin embargo, a juzgar por el barullo que reinaba allí, no tenía por qué temer que le oyeran.

Habló en voz baja:

—Escucha, Jack. No me comprometas en lo que respecta a Wuv. Saben que está muerto. Yo se lo he dicho. Pero mi historia no es exactamente la que tú recuerdas.

Fríamente, Jack dijo:

—Sería un estúpido comprometiéndome a mí mismo de esa manera. Veré cómo marchan las cosas antes de hablar. Ahora, déjame pasar, primo.

Ed se envaró. Jack empujó la puerta. Por un instante pareció como si Ed fuera a apoyar el hombro contra la puerta para impedir que Jack entrara. Luego un pensamiento, visible como la extraña expresión que se reflejó en su ancho rostro, le hizo cambiar de idea. Se echó hacia atrás. Jack, sin vacilar, pasó junto a él.

Dentro había unos treinta hombres sentados sobre bancos duros y desnudos contra las paredes. Veinte estaban en torno a una enorme mesa ovalada en el centro de la habitación. Uno de ellos era Walt, que levantó una mano para señalar una silla vacía junto a la suya.

La mayoría de los presentes interrumpieron sus conversaciones para mirarle. Sus ojos, detrás de jarras levantadas o pipas encendidas, eran ilegibles. Jack sintió un escalofrío. Supuso que podían haber estado discutiendo su validez como candidato.

La lista de los reunidos equivalía a un registro de la alta sociedad del Condado de Slashlark: Merrimoth, Cage, Al Chuckswilly, John Mowrey, el sheriff Glane, Cowsky el maderero, el doctor Jay Chatterjee, el padre de Ed, Lex, el comerciante en pieles Knockonwood.

Lord How no estaba presente, y a Jack no le sorprendió su ausencia. Se comentaba a menudo que el anciano estaba demasiado encariñado con los cadmos de su estado, y se insinuaba que en sus años mozos había experimentado un depravado interés por las sirenas.

Sin embargo, el joven George How estaba aquí. Levantó una copa de piedra hacia Jack en silencioso saludo y bebió. La cerveza se derramó sobre sus gruesos labios y descendió por sus dos barbillas.

Jack le devolvió la sonrisa. A pesar de todo, George How era un buen compañero. Sólo tenía un grave defecto. Cuando se trataba de beber, y sucedía a menudo, era el mejor de los camaradas. Al principio. Y luego, en algún momento durante la velada, se encaramaba súbitamente a la mesa, con la mirada fija, los labios baboseantes, y empezaba a gritar lo mucho que odiaba a su padre. Cuando el tema se agotaba, o cuando sus amigos dejaban de escucharle, se enfurecía contra ellos, acusándoles de muchos defectos reales e imaginados. Luego se precipitaba contra ellos, agitando los puños.

Los que le conocían estaban preparados y saltaban sobre él, le sujetaban, y le echaban agua hasta que se tranquilizaba. Varias veces, sin embargo, se habían visto obligados a golpearle en la cabeza o en el estómago. Exhibía dos líneas paralelas oscuras en su alta frente, cicatrices producidas por amigos que proyectaron sus jarras apaciguadoras con excesiva fuerza.

No importaba. Al día siguiente no recordaba lo que había hecho. Saludaba a los que había atacado como si nada hubiese ocurrido.

Mientras Jack se sentaba, vio que Manto Chuckswilly era el único hombre que estaba de pie. Y sentados junto a él había dos soldados del fuerte: el sargento Amen y el capitán Gomes.

El buscador de hierro dijo:

—Jack Cage, ésta es una reunión informal, por así decirlo. No se encenderán velas, nadie llevará careta y no se pronunciarán juramentos.

Sus labios se curvaron irónicamente.

—De modo que puedes actuar como desees, y no como un joven iniciado que debería mostrarse respetuoso y atemorizado ante sus mayores.

Varios de los hombres más viejos le dirigieron una mirada inexpresiva.

—Ed Wang nos ha contado que fue atacado por Wuv y que se vio obligado a matarle. También nos ha contado que tú le encontraste poco después. ¿Quieres describirnos, con tus propias palabras, lo que sucedió? ¿Por favor?

Jack habló lenta y claramente. Cuando terminó, miró a Ed. El rostro de su primo tenía la misma expresión que cuando Jack le había sorprendido encima del cadáver.

—De modo que el sátiro tenía tres heridas en la espalda —dijo Chuckswilly—. Señor Wang, no mencionó usted eso.

Ed se puso en pie de un salto y dijo:

—Le apuñalé cuando dio media vuelta para huir. Como todos los horstels, era un cobarde. Sabía que me impondría a él, y sabía que iba a matarle.

—Hmmm, Jack, ¿qué estatura tenía Wuv?

—Más de un metro ochenta. Pesaba unos cien kilos.

Chuckswilly recorrió con la mirada la corta figura de Ed.

—Odio a los Wiyr —dijo—, pero no me permito a mí mismo cerrar los ojos a las realidades. Nunca he visto un sátiro cobarde. Ni he oído hablar nunca de un caso auténtico de uno de ellos atacando a un hombre. Sin ser provocado, claro está.

—Señor, ¿me llama usted embustero? Esas palabras reclaman un duelo, señor.

—Señor —replicó el hombre moreno—, siéntese. Cuando yo desee que se ponga de pie, se lo pediré.

»Entretanto, caballeros, permítanme que les recuerde algo. La HK no es una sociedad recreativa. Estamos en esto por sangre. Les hemos escogido a ustedes, la crema de este condado, como el núcleo del capítulo local.

»Observen que he dicho “escogido”, no invitado. No necesito decir qué le ocurrirá al que se niegue a unirse a nosotros. No correremos ningún riesgo. Y, a pesar de nuestra aparente informalidad, somos una organización militar. Yo soy su general; ustedes obedecerán mis órdenes sin discutirlas. En caso contrario, sufrirán el debido castigo.

»Ahora… —Se interrumpió, frunció el ceño y le gritó a Ed—: ¡Siéntese, señor!

El cuello de Ed temblaba tanto que su cabeza se estremecía.

—¿Y si no lo hago? —farfulló.

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