Dare

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Walt Cage salió del establo y atravesó el patio. Sus botas se clavaban en el húmedo suelo y chirriaban cuando tiraba de ellas. Los gansos en su camino huían, profiriendo unos gritos que crispaban los nervios. Lejos de sus peligrosos pies, se paraban a mirar con sus grandes ojos azules de párpados dobles. Se balanceaban sobre dos largas y delgadas patas y agitaban sus rudimentarias alas —membranas extendidas sobre largos huesos de los dedos— y erguían sus sucias cabezas. Las nursers emitieron una serie de ahogados ladridos que llamaban a sus crías a alimentarse de las dos hinchadas ubres que colgaban entre sus patas. Las gallinas ponedoras de huevos mordieron envidiosamente a las nursers con diminutos y afilados dientes y luego huyeron mientras los grandes gallos las empujaban hacia sus nidos. De cuando en cuando, los machos arremetían uno contra otro picoteando, pero lo hacían por pura fórmula: siglos de domesticación habían aguado su agresividad.

Todos compartían un intenso hedor que era una mezcla del de una lata de basura abierta al cálido sol y el de un perro mojado. Lastimaba y ofendía al olfato más tolerante. Serenos, ellos moraban en medio del hedor y no les importaba en absoluto.

Walt Cage refunfuñó «¡Aggh!», y escupió contra ellos. Luego se sintió levemente avergonzado de sí mismo. Después de todo, los animales no podían evitar su hedor. Y su carne y sus huevos eran deliciosos y producían bastantes beneficios.

Se encaminaba al porche delantero de su casa cuando recordó el barro en sus botas. Kate le mataría si volvía a ensuciar el vestíbulo. Se desvió hacia su oficina. Bill Kamel, su capataz, probablemente le estaría esperando allí, de todos modos.

Bill estaba sentado en la silla de su jefe, fumando una pipa y reposando sus fangosas botas sobre el escritorio de Walt. Cuando el propietario cruzó la puerta, Bill se levantó con tanta precipitación que la silla cayó hacia atrás y al suelo.

—Adelante —ladró Walt—. No me importa.

Cuando Kamel se movió indeciso para recoger la silla y sentarse, Walt se le anticipó apartándole a un lado y sentándose. Gruñó:

—¡Vaya un día! No he logrado que se hiciera nada. Me fastidia esquilar unicornios, de todos modos. ¡Y esos horstels! Siempre parando para probar aquella nueva remesa de vino.

Bill tosió semiconscientemente y sopló el humo a un lado.

—No te preocupes por si huelo tu aliento —gruñó Walt—. Yo mismo me tomé un par de vasos.

Bill enrojeció. Walt se inclinó hacia adelante y tomó un lápiz.

—De acuerdo. Vamos a por ello.

Bill cerró los ojos y empezó el informe.

—Todos los arados están provistos ahora de hojas de madera-de-cobre nuevas. Nuestro agente en Slashlark dice que puede conseguir una de esas hojas de cristal duro para fines experimentales. Barata. Llegaría aquí dentro de una semana, puesto que vienen por barco. Se supone que conservan su filo dos veces más tiempo que la madera. Le dije que tú habías dicho que reemplazaríamos todas nuestras hojas con ellas si el cristal daba el resultado prometido…, ¿de acuerdo? Y él dijo que conseguiría un descuento del diez por ciento si nosotros recomendábamos las hojas a nuestros vecinos.

»El Pastor de los Unicornios dice que los treinta potros con los que empezó a trabajar han quedado reducidos a cinco. Podrían servir para el arado, y podrían no servir. Ya sabes lo nerviosos y poco dignos de confianza que son esos animales.

—¡Desde luego que lo sé! —dijo Walt Cage impacientemente—. ¿Crees que he trabajado en el campo veinte años para nada? ¡Dionisio, cómo odio arar en primavera, y cómo odio a los unicornios! ¡Oh, si tuviéramos un animal que pudiera tirar de un arado sin tratar de escapar cada vez que una alondra pasa volando y proyecta su sombra en el suelo!

—El Contador de las Abejas informa que hay mucho ruido en las colmenas. Calcula que tenemos unas quince mil abejas. Tendrían que empezar a salir la semana próxima. La cosecha de miel de invierno será más pequeña este año debido a que hay más crías que alimentar.

—Eso significa menos dinero. ¿No hay nada que marche bien? —preguntó Walt.

—Bueno, la primavera próxima tendremos más miel, debido a que este invierno hemos tenido más crías.

—Utiliza el cerebro, Bill. Esas crías producirán más crías y se comerán toda la miel de invierno. ¡No me digas lo grande que va a ser la cosecha!

—Eso no es lo que dice el Contador. Dice que cada tres años las reinas devoran el exceso de crías para que la cosecha de miel sea mayor. El año próximo es el tercero.

—¡Bien! —le interrumpió Walt—. Me alegro de que haya algo que marcha bien. Pero el año próximo aumentarán los impuestos, y me veré apurado para pagar un impuesto sobre una cosecha mayor. El pasado año, siendo menor, ya me resultó gravoso.

Bill le miró con aire inexpresivo y continuó:

—El Receptor de las Alondras dice que la recogida de huevos será casi la misma que el año pasado, unos diez mil. Es decir, a menos que los hombres lobo y los enmascarados aumenten, en cuyo caso seremos afortunados si recogemos la mitad.

—Lo sé —gruñó Cage—. Lo sé, y confiaba en las ganancias de los huevos para pagar las nuevas hojas de los arados. Y comprar un carruaje nuevo.

—No sabemos si la recogida no será superior a la del año pasado —dijo Bill.

—Escucha, esos sátiros duermen con la Vieja Madre Naturaleza, la conocen como un hombre conoce a su esposa. Mejor —añadió Walt, mientras acudían a su mente ciertas dudas acerca de su esposa—. Si el Receptor cree que los hombres lobo aumentarán, lo harán. Y eso significa que tendré que contratar a algunos guardias de Slashlark y tal vez pagar para una gran cacería.

Kamel enarcó las cejas, y resopló furiosamente mientras refrenaba su impulso de mostrarle a su jefe cómo se estaba contradiciendo a sí mismo acerca de la fiabilidad de los horstels.

Los ojos de Cage se contrajeron mientras tiraba de los pelos de su espesa barba negra como si fueran pensamientos maduros listos para arrancar.

—Lord How se ha comprometido a mantener bajo el número de hombres lobo. Tal vez él podría sufragar los gastos. Si pudiera hacerle llegar una sugerencia y dejar que la rumiara hasta que creyera que era idea suya, podría organizar una cacería. Si yo no tuviera que pagar la comida para los cazadores y los perros…

Se relamió los labios, sonrió, y frotó sus manos.

—Bueno, ya veremos. Continúa.

—El Cuidador del Huerto dice que la cosecha de totum debería ser mayor que nunca. El año pasado recogimos sesenta mil bolas. Este año el Cuidador calcula setenta mil. En el supuesto de que no aumenten las alondras cuchillo.

—¿Qué más? Cada vez que me dices algo, soy un hombre rico en una respiración y un hombre pobre en la siguiente. Bueno, no te quedes ahí sentado fumando. Dime, ¿qué dice el Receptor de las Alondras?

Bill se encogió de hombros.

—Dice que tendría que haber un aumento de al menos un tercio.

—¡Más gastos!

—No necesariamente. El Rey Ciego me sugirió anoche que él puede conseguir ayuda de un grupo nómada de su pueblo y que no costaría nada excepto su comida y su vino. Y él pagaría el importe a medias contigo.

Bill hizo una pausa y se preguntó si debía darle a Walt las malas noticias que se había estado reservando. No tuvo la posibilidad de hacerlo, ya que el jefe dijo:

—¿Has comprobado las cuentas del Cuidador del Huerto?

—No, no creí que fuera necesario. Los Wiyr no mienten.

Con el rostro enrojecido, Walt rugió:

—¡Desde luego que no! No mentirán mientras sepan que comprobamos siempre sus cuentas.

Las mejillas de Kamel reflejaron el calor de las de Cage, y abrió la boca para replicar. Luego se alzó de hombros y cerró los labios.

Walt habló en un tono más suave:

—Bill, eres demasiado crédulo. Confiar en los horstels puede causarte problemas.

Bill concentró su mirada en un punto situado más allá de la cabeza incipientemente calva de Cage y expelió una bocanada de humo con aire meditabundo.

—Por el amor de Dios, Bill, deja de alzarte de hombros cada vez que digo algo. ¿Intentas volverme loco?

—No. No tengo que intentarlo.

—De acuerdo. Yo me lo he buscado. Quizá me salgo de mis casillas de vez en cuando. Pero no soy el único. El mismo aire parece temblar como una cuerda floja. Dejemos eso. ¿Cómo está lo de establecer una guardia nocturna para ese dragón?

—Los horstels dicen que el dragón tomará unos cuantos unicornios y no volverá hasta el año próximo. Mientras no le ataquen no causará daño a nadie. Hay que dejarlo en paz.

Cage golpeó fuertemente el escritorio con el puño cerrado.

—¡Oh! De modo que he de quedarme sentado sobre mi gordo trasero para contemplar cómo ese monstruo se larga con mi ganado… Pondrás a Job y a Al a construir una trampa.

Bill dijo:

—¿Qué me dices de Jack? Tal vez lo ha matado.

—¡Jack es un insensato! —rugió Walt—. Le dije que esperase hasta que se organizara una partida de caza. Después del esquileo de los unicornios y de la arada de primavera, desde luego. Ahora no puedo prescindir de un hombre ni de un horstel.

»Pero ese estúpido de hijo mío, ese idiota romántico y sin seso, tuvo que salir detrás de algo que podría aplastarle con un movimiento de su cola. Bueno, ese grandullón inútil es lo bastante alocado como para atacar a esa fiera sin la ayuda de nadie. ¡Y lograr que le arranquen la cabeza! ¡Llenará de pena a su madre y convertirá a su padre en un anciano!

Unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas y mojaron su barba. Atragantándose, medio ciego, se levantó y salió de la oficina. Kamel se quedó contemplando pensativamente su pipa y preguntándose cuándo podría darle al hombre las malas noticias.

En el lavabo, Walt Cage vertió un cántaro de agua recién sacada del pozo en un cuenco y se refrescó el rostro. Las lágrimas dejaron de fluir; sus hombros cesaron de temblar. Quitándose su chaqueta sin mangas, se lavó los brazos y el torso concienzudamente. El espejo reflejó los ojos abotargados e inyectados en sangre, pero podría atribuirlo a los pelillos que flotaban en aire en el cobertizo de esquileo. Bill era un buen muchacho y no diría una sola palabra acerca de su depresión. Nadie más tenía por qué saberlo. Ni siquiera sus familiares, que podrían sentir menos respeto hacia él. Ya resultaban bastante difíciles de manejar tal como estaban las cosas. Un hombre no lloraba nunca; las lágrimas eran para las mujeres…

Se peinó su barba y dio gracias a Dios por no haber sucumbido al capricho de la moda afeitándose las patillas. No le gustaba parecer una mujer o un sátiro imberbe. Era una moda que revelaba la insidiosa influencia horstel.

Mientras se estaba poniendo una chaqueta limpia, sin mangas y atada floja en la parte delantera para que asomaran su peludo pecho y su estómago moreno, negro y gris, oyó la llamada para la cena. Se quitó las botas sucias y se puso unas zapatillas limpias. Luego entró en el comedor y echó una mirada a su alrededor.

Sus hijos estaban de pie detrás de sus sillas, esperando a que él ayudara a sentarse a su madre al pie de la mesa antes de tomar asiento. Sus ojos verdes se posaron rápidamente en sus hijos Walt, Alee, Hal, Boris y Jim, y sus hijas Ginny, Betty, Mary y Magdalene. Dos sillas estaban vacías.

Kate, anticipándose a su pregunta, dijo:

—He enviado a Tony a la carretera por si llegaba Jack.

Walt gruñó y ayudó a sentar a Kate. Observó que el sarpullido que la afectaba desde hacía unos días había empeorado. Si seguía arrugando y enrojeciendo su piel habitualmente satinada, la llevaría a Slashlark para que el doctor Chander le echara una mirada. En cuanto terminar el esquileo, desde luego.

Cuando se hubo sentado a la cabecera de la mesa, Lunk Croatan, el criado de la casa, salió precipitadamente de la cocina. Casi dejó caer sobre el regazo de su amo la bandeja de humeante «carnero» unicornio.

Walt olfateó el aire y dijo:

—Has estado otra vez probando el vino totum, ¿eh, Lunk? ¿De juerga por ahí con los sátiros?

—¿Por qué no? —replicó Lunk con voz ronca—. Se están preparando para una gran fiesta. El Rey Ciego acaba de enterarse de que su hijo y su hija regresan esta noche de las montañas. Ya sabe lo que eso significa. Mucha música, cantos, unicornio a la parrilla y perro asado, vino, cerveza, narraciones y baile.

»Y —concluyó maliciosamente— nada de esquileo. Durante tres días, al menos.

Walt dejó de trocear el carnero.

—¡Ellos no pueden hacer eso! Tienen un contrato para ayudar a esquilar. Tres días de retraso significarían para nosotros perder la mitad de nuestra lana. Al final de esta semana los animales empezarán a mudar el pelo. ¿Qué pasará entonces?

Tambaleándose, Lunk dijo:

—No hay que preocuparse. Ellos llamarán a los habitantes del bosque para que ayuden. Y todo estará terminado en el plazo previsto. ¿Por qué ponerse histérico, pues? Todos lo pasaremos bomba y luego trabajaremos duro para ponernos a tono…

—¡Cállate! —gruñó Cage.

—Hablo cuando quiero hablar —dijo Lunk con una dignidad algo disminuida por el movimiento hacia atrás y hacia adelante de su cuerpo—. Le recuerdo que ya no soy un criado atado por un contrato. He trabajado hasta liquidar mi deuda, y ahora puedo marcharme en el momento en que lo desee. ¿Qué opina de eso?

Y salió lentamente de la habitación.

Walt se levantó con tanta rapidez que su silla cayó hacia atrás, sobre el suelo.

—¿Hacia dónde camina el mundo? Ya no hay ningún respeto para aquéllos que lo merecen. Criados… la generación más joven…

Luchó en busca de palabras.

—Ninguna barba… todos los jóvenes con el rostro afeitado y dejando crecer sus cabellos… las mujeres con corpiños escotados enseñando los pechos como si fueran sirenas. Incluso algunas de las esposas de funcionarios en Slashlark están imitando la costumbre… A Dios gracias, ninguna de mis hijas tendría el atrevimiento y la falta de decoro que se precisan para llevar esos vestidos.

Miró a las muchachas alrededor de la mesa. Ellas a su vez se miraron mutuamente con los párpados entornados. ¡Ya no podrían llevar aquellos vestidos nuevos para el Baile Militar! No, a menos que añadieran mucho más encaje al escote en forma de «V». ¡Y menos mal que la modista no los había traído aún a la granja!

Su padre agitó su cuchillo y tiró jugo sobre la chaqueta nueva de Boris. Gritó:

—¡Eso es influencia horstel, desde luego! Por Dios, si la raza humana tuviera hierro para fabricar armas de fuego, eliminaríamos a esa raza de salvajes impíos, desnudos, inmorales, indecentes, gandules, borrachos y arrogantes. Ved la influencia que han ejercido sobre Jack. Siempre se mostró demasiado amistoso con ellos. No sólo aprendió el horstel infantil, sino que conoce la mayor parte del lenguaje de los adultos. Ha sido seducido por sus diabólicas sugerencias para dejar de trabajar en la granja… ¡mi granja!… la granja de su abuelo, que en paz descanse.

»¿Por qué creéis que está arriesgando su vida en la caza de ese dragón? Para cobrar la recompensa por la cabeza y marcharse a estudiar a Farfrom con Roodman, un hombre que ha sido investigado por herejía y tratos con el demonio…

»Por qué, por qué, incluso si trae la cabeza del dragón, aunque probablemente su cuerpo está hecho pedazos y esparcido en alguna perdida espesura…

Kate gritó: «¡Walt!», y Ginny y Magdalene profirieron unos chillidos.

—¿Por qué no podría utilizar la recompensa —si la consigue— como una dote para la mano de Elizabeth Merrimoth? ¿Uniendo su granja y su fortuna con las de ella? Ella es la muchacha más bonita del condado, y su padre es, después de Lord How, el hombre más rico. Que se case con ella y engendren hijos para la mayor gloria del Estado, la Iglesia y Dios… además de la satisfacción que proporcionaría a mi corazón.

Lunk Croatan volvió a salir de la cocina. Llevaba un enorme cuenco de pudding de huevos.

Cuando Walt gritó su última afirmación, Lunk cerró los ojos, se estremeció y dijo en voz alta:

—¡Señor, protégenos de tan satánico orgullo!

Avanzó unos pasos. El dedo pulgar de su pie derecho, descalzo, se enganchó en el borde de una alfombra de cola de oso y cayó hacia adelante. El cuenco aterrizó sobre la cabeza incipientemente calva de Walt; el pudding espeso y caliente cayó en cascada sobre su rostro, empapó su barba y descendió hasta su chaqueta limpia.

Aullando de dolor, sorpresa y rabia, Walt se puso en pie de un salto. En aquel momento resonó un grito al otro lado de la ventana del comedor. Un segundo más tarde, el pequeño Tony entró corriendo en la habitación.

—¡Viene Jack! —gritó—. ¡Está llegando! ¡Y somos ricos! ¡Somos ricos!

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