Dante

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13. Libido, eros, amor de Dios

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13. Libido, eros, amor de Dios

Si recurrimos a alguno de los compendios teóricos —ya clásicos desde hace largo tiempo— de Freud, en el que éste aborda la estructura de la intimidad humana (por ejemplo, su brillante ensayo Psicología de masas y análisis del yo, o algún otro trabajo como Tótem y tabú), y si por casualidad hemos leído previamente a Dante, hallaremos numerosas analogías entre estos dos espíritus separados por algo más de medio milenio de decisiva evolución humana. Aquí analizaremos un par de conceptos esenciales de cada uno y los compararemos entre sí.

Cuando Freud compara el instinto primario que él denomina «libido» con el eros generalizado de Platón,[78] el autor vienés se remite a una antiquísima tradición, y este fenómeno aclara muchas cosas, sobre todo si tenemos en cuenta que Dante bebe de esa misma tradición para erigir su sistema conceptual: nos referimos a la influencia pitagórica, órfica, neoplatónica, que, a través de tortuosos caminos y de muy diversas maneras, se amalgamó precisamente en la alta Edad Media con el pensamiento cristiano. La vivencia dantesca de Beatriz, desde la primera página de la Vita Nuova hasta los últimos versos de la Commedia, nos podría surtir de abundantes argumentos en favor de los principios esenciales de Freud.

Lo que más llama la atención es la unidad interna del instinto o impulso amoroso, considerado como raíz nutricia y sostén de los demás instintos o impulsos: en la jerarquización de los tres reinos de ultratumba, los vicios y virtudes no son otra cosa que manifestaciones del amor, del eros o —empleando la terminología freudiana que aquí encaja sin dejar un solo resquicio— de la libido, con todas sus múltiples desviaciones, extravíos, desplazamientos, aberraciones y debilidades que jalonan el camino entre el autoengaño y el autoconocimiento; no menos notables son las distintas formas de «sublimación», identificación y autoenajenamiento fomentadas por la colectividad en la «fascinación por un ideal colectivo.»[79]

Freud analizó la estructura profunda del amor humano, el mismo que poetizó Dante.

Actualmente, en el caso de Beatriz, la teoría de la «sublimación» nos convence más que las farragosas interpretaciones teológicas, tan discrepantes unas de otras que no han logrado poner de acuerdo a todos los investigadores. Pero cuando Freud afirma una y otra vez, basándose en su experiencia médica, que existe una especie de «transformación del objeto amoroso en yo-ideal»,[80] así como de la fuerza amorosa (libido-amor-eros) en una actividad de conocimiento, o sea, en una «visión pura» que trasciende los estrechos intereses del principio del placer; cuando seguimos leyendo que una reconversión semejante supone una «represión de la finalidad del instinto sexual» que posibilita la «formación de estructuras del sentimiento suprasexuales»;[81] cuando nos convencemos de que no son únicamente las circunstancias externas o las normas de la moral tradicional las que provocan esa represión del instinto, sino que el respeto, la excesiva estima o adoración de la persona amada son, básicamente, los que inhiben su satisfacción natural, al favorecer su desplazamiento, su superación y su conversión en un impulso con fuerte componente intelectual; cuando, finalmente, añadimos a la concepción freudiana de la «sublimación» (que transforma al objeto amoroso en yo-ideal) la idea de la «proyección» desarrollada por C. G. Jung, es decir, una proyección del yo-ideal que late en el inconsciente colectivo hacia el exterior del individuo para encamarse en un objeto amoroso: entonces, y con ayuda de todas estas claves, nos damos cuenta de que penetramos en un universo dantesco mucho más accesible, humano y concreto que si acudimos a las interpretaciones alegóricas tradicionales.

Estos recursos no constituyen, por supuesto, una llave maestra para desvelar todos los arcanos del mundo de Dante, porque en él todavía hay puertas que se conservan cerradas a cal y canto. Pero supongamos por un momento que el amore de Dante pudiese equipararse —con ciertas salvedades, claro— a la libido de Freud, y que todo cuanto sabemos de la fuerza amorosa (de su dinamismo y poder ascensional, sus distintas fases: desesperación, purificación e iluminación) tuviera algo que ver con las relaciones freudianas entre el ello, el yo y el superyó: los deseos instintivos del ello son tamizados, reorientados y ordenados por la instancia crítica, por el superyó, y así se forma la personalidad libre, el yo en cuanto manifestación o en cuanto forma. Podríamos llevar mucho más lejos esta comparación. Tras la depuración de la psique (Freud), o maduración del individuo autónomo (Dante), conseguida al fin por medio de la hipnosis y el análisis (Freud), y por visiones extáticas, y autorreflexión crítica y rigor ascético en Dante; tras éste proceso, decíamos (denominado por Freud «sublimación», y por Dante, «purificación»), surge un fenómeno nuevo: la adaptación voluntaria del individuo —que ha conseguido su maduración— al orden colectivo, a esa unidad superior de ese ser envolvente, ya se llame humanidad, Iglesia o universo en la terminología dantesca. Dicha adaptación, tanto para Freud como para Dante, se consuma a través del acto amoroso, que a partir de ahora va «más allá del principio del placer», y es cimentado y dinamizado por «vínculos afectivos suprasexuales». Freud designa este proceso con el término de «identificación», y a veces como «identificación amorosa».

Esta identificación es, sobre todo, una identificación con el objeto amado, que se convierte en yo-ideal, sustituye al superyó y, al objetivarse, surte efectos hipnóticos (la hipnosis es, para Freud, un recurso muy importante), pero posteriormente pasa a convertirse también en una identificación con los miembros de la colectividad, a través de la fascinación o poder de atracción de un objeto amoroso común. ¿No reside aquí el fundamento de la renuncia a la individualidad y de la fusión en grupo del Paraíso? ¿No se da una concordancia sorprendente entre las tres instancias de Freud y los tres reinos de Dante? Al más inferior, al ello, al mundo del instinto anárquico, del caos más absoluto, Freud lo denomina «pánico»;[82] en Dante, es el universo organizado de los que rechazaron el orden y están condenados a vivir y sufrir su propia individualidad, compendiado en esa visión de pesadilla del Infierno. En el Purgatorio, hay una tendencia informe a la unión social: los vicios, con la ayuda de métodos terapéuticos exquisitamente esbozados —y no tan diferentes en definitiva a los del psicoanálisis—, se convierten en sus virtudes homologas, socialmente valiosas; esta transformación está orientada a un fin: constituir al individuo en un ser autónomo y social al mismo tiempo. Freud describe su idea esencial de «masa organizada» como la unión de todos sus individuos en el «alma colectiva», que sería una especie de superyó. En el Paraíso de Dante hallamos una estructuración muy parecida, aunque tiene tintes de utopía metafísica colectiva: en el Paraíso, los individuos sólo son reconocibles en cuanto tales en las primeras esferas o cielos, precisamente porque no son todavía intachables; sin embargo, desde el cielo del Sol, los bienaventurados se ocultan tras sus impenetrables mantos luminosos, y además conforman cuadros vivientes que recuerdan de manera asombrosa esas manifestaciones de masas tan en boga hoy en los países autoritarios, en las celebraciones políticas o en los juegos olímpicos. Queremos recalcar este carácter de utopía política inherente al Paraíso; es sobre todo muy pronunciado y evidente en el cielo de Júpiter, en el que los bienaventurados se fusionan para formar la figura del águila como si fuesen células de un organismo autónomo superior, de manera que sus palabras ya no pertenecen a ningún alma individual, sino al conjunto, cuando habla de la imprevisibilidad de las posibilidades de salvación. Dante encerró ahí la mejor y más radical formulación de su idea del gobierno de la humanidad bajo la forma del imperio universal romano. Es la identificación amorosa universal de una masa organizada en torno al poder de atracción de un ideal colectivo.

En particular, nos llaman la atención términos como «hipnosis» o «sacrificio amoroso». La inclusión del sueño dentro de la terapéutica freudiana nos produce también sorpresa; por ejemplo, Freud afirma: «La característica psicológica del sueño reside en la desviación del interés por el mundo exterior, y en ella se basa la similitud del sueño y del trance hipnótico.»[83] Al principio de su poema, es el sueño lo que hace que Dante se interne en la selva y se extravíe (Repetir no sabría cómo entré / pues me vencía el sueño el mismo día / en que el veraz camino abandoné); en el canto penúltimo del Paraíso, San Bernardo interrumpe su explicación sobre las jerarquías celestiales aduciendo que hay que darse prisa si Dante quiere alcanzar su última meta, porque …huye el tiempo en el que estás dormido; la interpretación de estos sucesos es muy controvertida, pero tiende a relacionarse más con un «estado hipnótico» visual que con el sueño físico. Además, a menudo dentro del relato del gran viaje se describen diferentes formas de pérdida de conciencia; el sueño físico reconforta en tres ocasiones al viajero durante su periplo por el purgatorio: en el valle de los príncipes, antes de emprender la subida al auténtico monte del purgatorio; en la comisa de los perezosos y codiciosos, y finalmente en la escalera de piedra que, en la cima de las comisas, conduce al paraíso terrenal. Abundando en este tema, hallamos también desmayos, raptos visionarios, alucinaciones y una especie de trance hipnótico: precisamente durante el tiempo que duran estas pérdidas de conciencia se operan misteriosos transportes que determinan la variación de escenarios y lugares. A este leitmotiv de «exhortación a la prisa» para que el viajero, guiado de un afán consciente y planificado, se ponga en movimiento, se opone, alternativamente, otro caracterizado por ese cambio de ubicación durante las pérdidas de conciencia. Con estos dos hilos conductores se inicia la Commedia, y ambos se fusionan y se funden en las palabras finales de San Bernardo, cuando exhorta al poeta a que se dé prisa para gozar esa visión sublime y misteriosa de lo inefable. En el canto XXXIII del Paraíso, que describe esta experiencia última y suprema, hay todavía dos alusiones a estados oníricos, pero aquí son ya un método para transmitir y reconocer la inefabilidad de la visión experimentada.

Ascensión de los condenados hacia regiones más benevolentes, según interpretación de Gustave Doré.

La diferencia fundamental entre las teorías freudianas y el credo dantesco consiste en que el «amor» no es para Dante una sublimación del «sexo», sino una fuerza motriz ético-cognoscitiva que se origina en el Empíreo y va actuando en orden decreciente hasta el mundo humano. Freud explica los «vínculos afectivos suprasexuales» a partir de una «represión de la finalidad del instinto sexual»; pero para Dante la tendencia sexual dirigida a su propio fin y limitada a un objeto terrenal sería más bien un amor secundario, desviado de su dirección primordial, cuando no, incluso, pervertido. La identificación entre amor y conocimiento (en Freud resultado final del proceso de sublimación) es en Dante primaria y esencial por todos los conceptos, es la primera y eterna forma del Amore, el Primo Amore. El hecho de que en el contexto histórico-biográfico esta temática se desarrolle de forma más o menos parecida no supone una contradicción: el principio es Eros, que dispara sus flechas al corazón o lo caza entre sus lazos (Purg. XXXI, 117, y Par. XXVIII, 12, demuestran que este impulso primario, que aflora con tanta energía en la Vita Nuova, permanece vigente en La Divina Comedia). Y, como en Freud, es este impulso el que le proporciona a Dante la fuerza ascensional para ir de cielo en cielo hasta sumirse fascinado en el «alma colectiva» por medio del holocausto o «sacrificio amoroso» (Par. XIV, 70-90):

Versión romántica de las jerarquías de ángeles. Ilustración de Gustave Doré para el canto XXVIII del Paraíso.

Y como a aquel que, anocheciendo, viera

mostrar al cielo nuevas apariencias,

que cree y no cree a su vista verdadera,

me pareció que nuevas subsistencias

se empezaban a ver, y que giraban

por fuera de las dos circunferencias.

¡Del Espíritu Santo destellaban

las encendidas chispas de repente

y ya mis ojos no las soportaban!

Con todo el corazón y el habla aquella

que es una en todos, le rendí holocausto

al Señor por su nueva gracia bella.

El holocausto (olocausto), ese sacrificio en acción de gracias, significa el abrasamiento y la consunción total del yo en el fuego del amor; pero esa renuncia al propio yo no implica una minusvaloración; no es la disolución del individuo ni su aniquilamiento por la pérdida de su autonomía, que Freud parece presuponer en su «colectividad organizada», sino todo lo contrario: es la libertad suma derivada de la autotrascendencia gracias a la fuerza motriz del amor divino —trasumanar: trascenderse como hombre— que se identifica con el Amor de Dios a Sí Mismo, transmutación que ya en el canto I del Paraíso se compara con la metamorfosis que convirtió a Glauco en un dios del mar. Pese a que la comparación es muy sugestiva, el Paraíso de Dante es algo distinto a una «colectividad organizada», y mucho más que eso. El individuo concreto no pierde su autonomía ni su unicidad en ese colectivo; más aún, sólo dentro de esa organización teocéntrica alcanza su libertad suprema y ve satisfechas sus necesidades más íntimas, porque la voluntad individual es «completada» en la voluntad divina en un triple sentido: salvada, perfeccionada y consumida… El más libre amor en esta corte / basta a seguir la providencia eterna, se dice en Par. XXI, 74-75, y las palabras de despedida de Beatriz a la entrada del décimo cielo —en los umbrales del Santísimo, Beatriz cede su puesto al místico mariano San Bernardo, de la misma manera que ella había sustituido a Virgilio a la entrada del paraíso terrenal—, esas palabras destilan agradecimiento por haberle orientado hacia la libertad más excelsa y auténtica: Yo era siervo y me has dado libertad.

Representación del Paraíso de la Divina Comedia. Miniatura de un códice del siglo XIV. Biblioteca Nacional, París.

La figura de Beatriz es también algo más que una pura objetivación del superyó. Indudablemente, en su primer encuentro (reencuentro, diríamos con más propiedad) en el bosque de la eterna primavera, la amada muerta personifica esa instancia que ordena y dirige la conciencia, cuyas exigencias mortifican y humillan al yo limitado, débil y terrenal con recuerdos dolorosos, después de que este yo-menor (quizás sea éste el único término que defina adecuadamente la condición del penitente Dante) creía haber conseguido la dignidad de la autonomía moral. Beatriz aviva de nuevo la llama del amor en los ojos de Dante, pero su objetivo final no se reduce a contentarse con este reavivamiento amoroso; éste es simplemente el trampolín para saltar hacia el mundo superior que se le abre a Dante, ese mundo de visiones que le serán «introyectadas» desde él o que Dante «proyectará» hacia él. Y esta reorientación del amor, después del estímulo de Beatriz, ya no se dirigirá a ningún objeto amoroso concreto, sino que trascenderá los límites objetuales: podríamos decir —acudiendo otra vez a la fórmula de San Bernardo— que es el Amor con que Dios se ama a Sí Mismo.

Fija la vista en la alta esfera eterna

tenía Beatriz, mientras la mía,

por verla, se apartó de la lucerna.

Al contemplarla, en mi interior sentía

lo que Glauco al comer la hierba, cuando

de los dioses del mar socio se hacía.

Transhumanar significar hablando

no se podría; y el ejemplo baste

a quien lo esté la gracia demostrando.

Si yo por mí era sólo el que creaste

nuevo, amor que los cielos organizas,

tú lo sabrás que con tu luz me alzaste.

(Par. I, 64-75)

¿No da la impresión de que al cristiano Dante le interesaba más la divinización del hombre que la encarnación de Dios? ¿A quién o qué representa esta Beatriz a la que el poeta rinde homenaje una y otra vez, que le imprime nuevos bríos y renovado poder ascensional? ¿Qué significa esta figura a la que el poeta se remite constantemente para, una vez vencido por ella, asistir a su propia metamorfosis?

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