Dante

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15. La paradoja de la libertad

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15. La paradoja de la libertad

En lo esencial, el entramado teórico sobre esa cuestión había sido levantado en las comisas del monte del purgatorio, principalmente la oposición del poeta a esa teoría de la preponderancia de los papas, según la cual el emperador era una Luna sumisa que recibía su luz (léase «su poder») del Sol (o papa). Dante oponía a esta concepción una exigencia entonces demasiado avanzada: una separación nítida entre el poder espiritual y el temporal, basada (según explica en su obra Monarchia) en una diferenciación entre la sabiduría mundana y la teología. Hay un punto clave en el que Dante (según opinión casi unánime de los investigadores) se separa de la doctrina de Santo Tomás, hasta ese momento considerada como el esqueleto de toda la filosofía dantesca: la concepción de la filosofía, no como sierva de la teología, sino como una ciencia autónoma dentro de su propio ámbito de conocimiento, diferente al de la teología, pero tan respetable como el de aquélla: el ámbito ético, social y político. Investigadores como Gilson, Nardi y E. R. Curtius[93] han abierto las primeras brechas en la interpretación oficial y ortodoxa del mundo dantesco sacando a la luz esas discrepancias de Dante con respecto al tomismo.

En el Purgatorio, Dante opone su propia teoría de los «dos soles» a la pontificia que distingue entre «Sol» y «Luna.» en este punto concreto, la doctrina escolástica de las manifestaciones del libre albedrío (con su gradación entre el puro voluntarismo externo y la necesidad íntima determinada por la razón) se fusiona con la problemática política. El poder del Estado tiene por objeto guiar a los hombres hacia los dominios de la libertad a partir del autocontrol, y posibilitar una cooperación armónica entre todos los individuos y naciones para conseguir el objetivo colectivo de la humanidad, concebido como una entelequia aristotélica. Uno de los requisitos previos para acceder a tal fin es la necesidad de un emperador que, sin interferencias del papa, garantice la paz y la unidad de todos los pueblos. Esta utopía del Estado Universal (que vuelve a gozar hoy de palpitante actualidad, aunque en la época de Dante el desarrollo histórico objetivo parecía refutarla) subyace en el fondo de toda la argumentación, y así lo demuestra en el canto XVI del Purgatorio, donde purga el pecado de la ira un tal Marco Lombardo, personaje muy controvertido y oscuro, pero cuyo nombre coincide —quizá no por azar— con el de un famoso heresiarca del siglo XII.[94] A la pregunta de si la corrupción moral —que él mismo lamenta— derivaría de influencias de los astros o de circunstancias terrenales, el lombardo defiende con energía una postura que hoy calificaríamos de «autonomía moral del hombre». Analizándola con mayor minuciosidad, esta «autonomía» depende de unos condicionamientos perfectamente delimitados, sin los cuales no podría existir la «libertad moral», y que son: primero, la capacidad de raciocinio, que nos es dada de arriba para iluminarnos; y luego, la capacidad para actuar según nuestra propia razón, que debe estar apoyada en la realidad social por leyes y preceptos, cosa que no ocurriría si el papa y el emperador no cumplieran con sus respectivos deberes particulares. La semilla de la libertad depositada en el hombre no germinará a menos que encuentre las condiciones de desarrollo propicias, idea que aborda constantemente Dante en sus disquisiciones teóricas:

Los que vivís estáis siempre culpando

de todo al cielo, igual que si movido

todo hubiera de ser bajo su mando.

Si fuera así, sería destruido

el libre arbitrio, y no habría justicia

si el bien goza y el mal es afligido.

Vuestros actos el alto cielo inicia,

no digo todos, mas aunque lo diga

luz tenéis para el bien y la malicia

y libre voluntad; que si fatiga

luchando con el cielo se procura,

vence cuando con brío se castiga.

A mayor fuerza y a mejor natura,

libres, estáis sujetos; y ella os cría

la mente, de que el cielo no se cura.

Mas si el mundo presente se extravía,

que cada cual en sí la causa vea;

por ti seré su más veraz espía.

Sale de mano que, antes que ella sea,

lo mismo que a una niña la acaricia,

que llorando y riendo juguetea,

el alma simplecilla, sin pericia,

pero, movida por feliz autor,

se inclina a cuanto piensa ser delicia.

En leve bien primero halla sabor,

pero se engaña, y, por lograrlo, corre

si rienda o freno no tuercen su amor.

La buena ley la frena y la socorre,

que un rey conviene que a lo menos mida

de la ciudad auténtica la torre.

La ley existe, ¿mas por quién cumplida?

Por nadie, que el pastor que marcha al frente

rumiar puede, mas su uña no está hendida;

y puesto que a su guía ve la gente

herir la presa de ella codiciada,

nada pregunta y en pacer consiente.

Bien ves que la conducta depravada

es la causa que al mundo toma inmundo,

no que nuestra natura esté dañada.

Solía Roma, por quien fue fecundo,

con un sol señalamos el camino

de Dios, y con el otro aquel del mundo.

Apagó el uno al otro, y su destino

unen tiara y espada; y si la mano

se dan por fuerza, es puro desatino,

porque, juntos, ninguno es soberano:

si no me apruebas, fíjate en la espiga,

que la hierba se juzga por el grano.

La doctrina católico-vulgar hacía depender la justicia de los «méritos» propios (es decir, de la propia moralidad libremente ejercida) y de la «gracia», y esta concepción nos lleva a examinar con ojos críticos los factores que determinan la voluntad humana. ¿Tiene el hombre, según esto, la posibilidad de elegir entre someterse a su naturaleza «buena» o a la «corrompida»? ¿Le queda realmente esa opción? Este estar a merced de la propia naturaleza, de la situación histórica y de la gracia inescrutable (hecho subrayado reiteradamente por el poeta) nos hace replantearnos la pretendida «seguridad» del hombre medieval sumido en el baluarte de su propia fe, y conceptuarla más bien como una ilusión romántica producto de los pensadores utópicos de siglos posteriores. En el canto V del Purgatorio, los penitentes que únicamente valoraron su voluntad a la hora de la muerte, no atribuyen su salvación eterna a sus propios merecimientos, sino a una inspiración rápida como el rayo que, por razones inescrutables, no le cupo en suerte a otros muchos: mas el cielo alumbró nuestra conciencia. El final de la expiación en el purgatorio lo reconoce el alma penitente por una invitación a partir hacia su meta eterna; así lo cuenta Estacio en el canto XXI del Purgatorio, al encontrarse con los dos poetas precisamente al terminar su penitencia: Sólo el querer demuestra que acendrada / se encuentra ya, cuando a mudar convento / invita al alma, y de él es ayudada. Así pues, la voluntad no es causa, sino efecto, de la pureza. Un pasaje paralelo del canto III del Infierno afirma que las almas de los condenados tienden presurosas hacia su propio castigo, porque la justicia eterna espolea su voluntad, que transforma, bajo ese estímulo, el temor en deseo: pues los empuja la eternal justicia / que en ardor cambia el miedo de sus mentes. El deber, por tanto, es la voluntad del deber.

Un niño sin educación, se embrutece; por tanto, concluye Marco Lombardo, es necesario proporcionar por todos los medios a la semilla de la libertad depositada en el hombre unas condiciones óptimas para su desarrollo. Los factores de riesgo (natura, fortuna y contingenza, que Dante analiza con más detenimiento en otros pasajes) sólo pueden ser reducidos al mínimo armonizando la ley (legge) y un gobierno que la sirva de forma desinteresada. (Por lo visto, la gracia no se rebaja a tales nimiedades.) Pero ¿cómo han de encontrar las ovejas el camino recto si su guía sólo piensa en comer y se despreocupa de enseñarles, la distinción entre el bien y el mal? Esta exégesis de un pasaje de la Biblia,[95] tópico y frecuente en las disputas de los escolásticos, revela, en su insistencia, rasgos característicos de Dante. El rumiar puede significar la sabiduría y erudición del pontífice en lo tocante a la filosofía escolástica, pero el vocablo recoge también el deseo carnal y la avaricia que Dante no se cansa de censurar en las gentes de iglesia. La uña no hendida puede simbolizar tanto el discernimiento y la capacidad de decisión como la división (absolutamente necesaria para el poeta) de los bienes y poderes en espirituales y temporales.

De cualquier manera, Dante, con esta magna declaración programática, aproxima a los postulados metafísicos y biológicos —desarrollados en otros lugares—, los políticos. La consecución filosófica de la salvación se basa aquí en la educación moral para la libertad, y en ella tiene que radicar el sentido íntimo del ejercicio del poder no desviado. Pero ¿es, de por sí, el poder una limitación de la libertad? ¿O estamos condenados a ser libres? A mayor fuerza y a mejor natura, / libres, estáis sujetos, afirma de manera categórica Dante. ¿O la libertad humana consiste, en definitiva, en la sumisión del hombre no a los poderes «más inferiores», sino a los «más excelsos»?

El maestro del misticismo dantesco es San Bernardo, que en cuanto genuino representante de la «pura contemplación» simboliza en aquella época el ejemplo más convincente del amor a Dios. Pero San Bernardo simultaneaba su papel de fundador del misticismo medieval con el de un hombre de acción, un político que con su predicación y su talento organizativo convirtió en realidad histórica la segunda Cruzada, contribuyó a la creación de la Orden del Temple, reformó el monacato, criticó audazmente a la Iglesia y lanzó apasionadas diatribas contra el racionalismo; un análisis del contexto histórico del siglo XII nos lleva necesariamente a su figura. Cuando Dante trata de armonizar la vita activa y la vita contemplativa, o dicho en otros términos, de armonizar en su poema la contemplación y la militancia, intenta seguir su ejemplo. Cierto es que para Dante la meditación mística constituye la culminación de su tarea, pero él se lo calla, y guarda este as en la manga hasta los cantos finales del poema, prefiriendo mostrar las distintas etapas que jalonan este camino hacia las alturas o viceversa.

La terrenalidad es un elemento sobreentendido y necesario, aun cuando la libertad o meta a la que tiende el hombre consiste en desembarazarse de todas las ataduras concretas. Lo que Dante quiere concretar, en definitiva, es esa aspiración del hombre por liberarse de las limitaciones, imposiciones y taras propias de la miseria de su condición humana (Inocencio III),[96] de su existencia vana y precaria arrojada al mundo material, para llegar al Yo absoluto y puro, para remontarse a sus orígenes y desembocar en el océano del Ser. También en este punto continúa el pensamiento del monje de Claraval que distinguía siete grados de humildad y otros tantos de orgullo, y sobre todo tres planos de verdad: el conocimiento «severo» de la propia miseria (humilitas), la compasión «piadosa» de la miseria ajena (caritas) y la visión «pura» del autodesprendimiento y del amor de Dios (contemplatio). El trampolín para este impulso ascensional se lo proporcionaron al florentino esas vivencias-límite de la muerte, del sentimiento del fracaso y del desarraigo. La estructura de su magno poema se fue perfilando a partir de unos presupuestos vivenciales, y tiene como fondo la vida errabunda e indecisa de un condenado a muerte, acosado y perseguido por donde quiera que vaya. Y merced a este destino personal, Dante se convierte en símbolo del ser humano, que está condicionado no tanto por la idea de la inminencia de la muerte como por la anticipación mental de aquélla.[97]

Página final del Códice Laurenciano (XC, sup. 125), uno de los manuscritos completos de la Commedia más antiguos, con la firma del copista Francesco di Ser Nardo. Florencia, 1347.

En los versos iniciales del canto XI del Paraíso, Dante define su concepto de la libertad suprema:

¡Oh insensato interés de los mortales,

cuán defectivos son los silogismos

que abaten a tus alas mundanales!

Quién tras derechos, quién tras aforismos

andaba, y quién siguiendo sacerdocio;

quién reinó con sofisma y despotismos;

quién en el robo, o en civil negocio,

quién de la carne en el placer disuelto

se fatigaba, y quién se daba al ocio,

cuando de todas estas cosas suelto,

con Beatriz me estaba yo encielado

y por gloriosa recepción envuelto.

La palabra sciolto (suelto, desligado) —uno de los términos claves del Paraíso junto con holocausto y transhumanar— tiene el mismo sentido que «libre» para el maestro Eckhart: «libre e independiente…». «Es un sentimiento libre, no perturbado por nada ni ligado a cosa alguna; un sentimiento que no se compromete a sí mismo ni mira por sí, sino que se abisma en la contemplación de la amorosa voluntad divina, tras haberse desprendido de todo lo que es particular…» (Disertación sobre la enseñanza).

Beatriz, a la que el poeta en la Vita Nuova aplica la misteriosa perfección del número nueve, guía a Dante por los nueve cielos que encierran toda la belleza del mundo creado. Una vez más se confirma que Beatriz, antes de personificar la salvación, la gracia y la esperanza de la tercera edad del mundo (si interpretamos su augurio conforme a las ideas de Joaquín de Fiore[98]), era ante todo el modelo acabado de la belleza de las criaturas, un milagro de la naturaleza divina (Conv. III, 4, 10: «natura universalis, sive Deus») y, en consecuencia, fuente de inspiración ideal en cuanto objeto amoroso ideal, no sólo en la dirección del dolce stil nuovo. En el Convivio, Beatriz cedía ante la momentánea sobriedad, rigor y superioridad de la Donna gentile, la filosofía. Pero en la Divina Comedia recobra todo su poder y preponderancia, reasume su antigua función de encarnación del amor y acumula además la de la Donna gentile, es decir, el consuelo de la filosofía y del conocimiento, y termina por encarnar también la «belleza del entendimiento» de que habla el Convivio. Su misión finaliza en el umbral del décimo cielo, ante las puertas de la divinidad inmóvil. Beatriz deja entonces al poeta al cuidado del maestro de la visión intuitiva, al que Dante mismo calificaba de incomparable, y cuyos sermones sobre el Cantar de los Cantares además de su obra sobre el amor divino (De diligendo Deo) conocía sin duda el poeta.

Transfiguración en el monte Tabor: la cruz de Cristo entre las estrellas. San Ápolinare in Classe, Ravena.

En su interesante estudio titulado Dante et Saint Bernard, Alexandre Masseron[99] recalca dos pasajes del monje que cree influyen en la obra de Dante.

En uno de sus sermones, San Bernardo afirma: «Una vez que el alma ha accedido a la facultad de contemplar cara a cara la gloria de Dios, aquélla se asimila a Él y se transforma al punto en su viva imagen.» Y en el estudio antes citado: «¡Oh santo e inmaculado amor! ¡Oh pura apacible satisfacción de la voluntad! Ser pasto de semejante amor equivale a ser divinizado…» Masseron equipara el concepto de San Bernardo «divinizar» (deifican), convertirse en Dios, con el significado dantesco de trasumanar (trascenderse como hombre, transhumanización, traduce Masseron) con el que Dante ilustra la conversión de Glauco en Dios.

¿Podemos, por tanto, contar al autor del poema sacro entre los místicos? No, Dante es sobre todo un poeta. Esa «capacidad de renunciar a sí mismo para convertirse en Dios», esa vivencia del éxtasis que Eckhart, Ricardo San Víctor y San Bernardo intentan hacernos comprensible, se la debe Dante esencialmente al arte, a la música, a la sonrisa de su amada, y —no lo olvidemos— a la magia y a la cadencia de sus tercetos encadenados. Recordemos versos como: que hizo que me ausentase de mi mente (Purg. VIII, 15); …yo mismo hago menguar mi mente (Par. XXX, 27); que sobre mi virtud había ascendido (Par. XXX, 57).

Y en los versos del Paraíso XXXIII, 140-141 (…golpeada fue mi mente / de un fulgor que colmó la avidez mía), ese fulgor que sacudió su mente para desencadenar o desbordar sus más íntimos deseos en su última visión necesita también la fascinación sensorial de un símbolo concreto antes de unificarse, no con Dios, sino con el movimiento del Primo Mobile: esa esfera que gira eternamente igual a sí misma y que mueve al Sol y a las demás estrellas.[100]

La cuestión de la diferencia o analogía entre poesía y mística es el resultado final de la lectura de Dante.

Si definimos la mística no en sentido estricto (como una visión íntima que no precisa de imágenes, autosuficiente, y en consecuencia para la que tanto el análisis minucioso como el lenguaje literario que sustenta esa experiencia íntima son ingredientes superfluos), sino en un sentido más amplio, concibiéndola como la comunicación de una experiencia psíquica, de una realidad imaginaria, de un acontecimiento fantástico no demostrable pero tampoco refutable, entonces, la superación de los estrechos límites del hombre, prescindiendo de los medios empleados, constituye la meta última no sólo de cualquier credo religioso, sino también de la filosofía y de la poesía. En este sentido, Nietzsche, Kant y Spinoza serían unos místicos tan genuinos como Hölderlin, Goethe y Dante.[101]

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