Dante

Dante


11. Dante, filósofo

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11. Dante, filósofo

En uno de los pasajes de la epístola-dedicatoria a Cangrande[67], Dante define la Commedia como una narratio poetica (narración poética), y en otro como opus doctrinale (obra doctrinal). El poeta, siguiendo la tradición del escolasticismo, aunque con una disposición personal muy significativa, especifica para cada una de estas dos categorías cinco modos de estructuración formal, es decir, en conjunto diez; el estilo literario de la Commedia sería «poético, ficticio, descriptivo, digresivo y metafórico», y también «definidor, clasificatorio, demostrador, refutador y ejemplificador». Dante, pues, parece tanto un filósofo como un poeta. A esto alude el famoso verso de Par. II, 8: Minerva spira e conducemi Apollo (Minerva me inspira y me conduce Apolo). La epopeya filosófica que Dante se propone tiene que mover al mundo de la misma manera que al final del Purgatorio la figura mitológica del grifo tira del carro triunfal de Beatriz. Dante no dijo en ninguna ocasión que este animal, mitad águila y mitad león, fuera Cristo; esta interpretación es cosa de sus comentaristas; cierto es que en él se encarna ese doble aspecto de la naturaleza humana que posibilita a Cristo o Dios hecho hombre; pero quizá también obtendríamos resultados muy interesantes si a título de ensayo lo interpretáramos como un símbolo —no como una alegoría— de este poema sacro y de su doble estructura.

¿Qué es el hombre? ¿Qué lo distingue de las restantes criaturas de la naturaleza? ¿Tiene acceso al mundo sobrenatural del espíritu? ¿Qué es o qué significa su libre albedrío? ¿Hasta qué punto está predestinada su suerte y cómo se comporta frente a tal fenómeno? ¿Qué sentido tiene su atormentada vida terrena? ¿De dónde le viene la capacidad para reconocer y delimitar los valores? ¿Quién determina los valores que orientan su actuación? ¿Cómo es posible que no viva de acuerdo con criterios racionales siendo un ser dotado de razón?

Grifo, mitad águila, mitad león, que tira del carro triunfal de Beatriz, según obra de W. Blake. Tate Gallery. Londres.

Dante Alighieri. Museo de Córdoba.

A todas estas preguntas intenta responder Dante en su poema; sus respuestas, antes que nada, son poesía basada en conceptos, o sea, una forma de hacer viables las experiencias intelectuales por medio de la expresión poética. Pero Dante también pretende comunicarnos los resultados de tales pensamientos. Vamos a extendernos un poco sobre esta cuestión.

El universo de Dante es un mundo modélico, construido de tal forma que el hombre emerge de él con toda su miseria y su grandeza. Este cosmos es el fruto de una larga tradición. Pero Dante se diferencia de sus precursores en la temática de pintar los mundos sobrenaturales en su descripción pormenorizada del individuo. August Rüegg[68] ha investigado con ojos críticos y excelentes resultados ese cúmulo de influencias que confluyen en Dante. Por ejemplo, en la monstruosa mecánica de la justicia de la visión de San Pablo[69] expuesta por Dante, afloran argumentos de tipo psicológico casi modernos. Entre los condenados del infierno hallamos a muchas personas dignas de respeto: citemos tan sólo a Farinata, Brunetto Latino, Guido da Montefeltro, Ulises, el emperador Federico II y su canciller Petrus de Vinea.

Por el contrario, en el paraíso, Dante encuentra a pecadores como Cunizza y Rahab, personajes proscritos por la Iglesia como Siger de Brabante y Joaquín de Fiore,[70] e, incluso, paganos como el emperador Trajano y el honrado Ripheus, mientras que el suicida y enemigo del emperador Catón de Utica aparece como guardián del purgatorio, como portero de la entrada al ámbito de la salvación cristiana, y desempeña su elevada función con toda la dignidad de un mártir de la libertad. El destino del individuo no lo decide el poder del papa o de la Iglesia, sino su propia condición moral individual, y ningún mortal, ni siquiera el representante de Pedro puede acceder a la intimidad del individuo ni sentenciar a éste.[71] Así, el general Guido da Montefeltro, elogiado por Dante con el calificativo de il nobilissimo nostro latino (Conv. IV, 28-8), es situado, a pesar del perdón papal y del hábito franciscano, en el círculo del infierno de los malos consejeros; por el contrario, el rey Manfredo, excomulgado con los más violentos anatemas, hombre cuya falta de fe y libertinaje eran proverbiales en aquellos tiempos, espera una salvación segura al pie de la montaña del purgatorio. Por otro lado, nos sale de nuevo al encuentro el romano Curio, consejero de César y uno de los primeros mecenas del Imperio, horriblemente mutilado en el círculo infernal donde se purga la discordia; se trata del mismo Curio al que Dante, en su exaltada carta admonitoria al emperador Enrique VII, define explícitamente como su modelo, precisamente por una actuación que aquí es tan duramente castigada. La ubicación de personajes como el del respetable Brunetto Latino, el paternal maestro del poeta, en el círculo de los pecadores contra la naturaleza, sorprende tanto al lector de aquellos tiempos como al peregrino Dante; provocar sorpresas semejantes caía sin duda dentro de los propósitos literarios del poeta. Pero nadie se atreverá a asegurar que sus propósitos eran exclusivamente literarios.

Dante, acompañado de Virgilio, visita el infierno; el insoportable horror infernal, organizado de acuerdo con la gravedad del pecado, es la primera etapa en el camino de la perfección. Gabinete de Estampas del Museo de Berlín.

«Pero tanta fue la afición a producir la criatura espiritual, que la presciencia de algunos que habían de venir a mal fin no debía ni podía retraer a Dios de tal producción; que no sería de alabar la naturaleza si sabiendo que las flores de un árbol habían de perderse en parte, no produjese flores en él, y por los estériles abandonase la producción de los fructíferos» (Conv. III, cap. 12, pp. 159-160).

Estas y otras muchas frases del Convivio demuestran que Dante tenía plena conciencia de los problemas que planteaba una metafísica basada en una dialéctica de premio-castigo entendida al modo del católico vulgar.

En las grandes disertaciones pedagógicas de la Commedia Dante expone también con toda franqueza el dilema al que le había conducido su propia reflexión:

Lo inmortal y lo que es para morir

no es sino luz que aquella idea envía

que parió, amando, nuestro dulce sir:

que aquella viva luz que se abre vía

desde su foco, sin que se desuna

ni de él ni del amor que a ella se enfría,

por su bondad su radiación aduna,

casi despejada, en nuestras subsistencias,

eternamente conservándose una.

De aquí baja a las últimas potencias

de acto en acto, de modo deviniendo

que sólo forma breves contingencias;

y tales contingencias ser entiendo

todas las cosas que, al girar, produce

el cielo, con semilla o careciendo.

La cera y quien la forma en ella aduce

no son de un modo; y diferentemente

abajo el ideal signo trasluce.

Que en árboles iguales se presente

mejor o peor fruto, ello genera;

y que tengáis ingenio diferente.

Si estuviese en sazón la blanda cera

y el cielo en su virtud más acabada,

toda la luz del sello reluciera;

mas natura la ofrece inacabada,

como la mano experta del artista

que tiembla cuando da la pincelada.

Mas si el cálido amor la clara vista

de la prima virtud signa y prepara,

toda la perfección aquí conquista.

(Par. XIII, 52 ss.)

Esta digresión sobre los efecto del amor de Dios justifica la desigualdad de la capacidad intelectual entre los hombres. Está puesto en boca de Tomás de Aquino, que sale al encuentro de Dante en el cuarto cielo, sede de los teólogos. La misma asociación de ideas resuena con ecos más sencillos en el Convivio (IV, cap. XX, pág. 258): «Puede, pues, no estar bien colocada el alma de la persona por defecto de complexión y tal vez por falta de tiempo; y entonces no resplandece en ella el divino rayo. Y pueden decir estos tales cuya alma está cribada de luz que son valles que miran al aquilón, o como subterráneos a donde nunca desciende la luz del sol, sino reflejada de otra parte iluminada por aquélla.»

Aquí se compara la capacidad del creador con los rayos del sol, que nada pueden contra la sombra que proyectan las altas montañas y que, según afirma otro pasaje, producen resultados distintos según incidan sobre cuerpos reflectantes, transparentes u opacos. Se trata además de un tipo de irradiación que, a medida que cambia y se refleja, se va debilitando en su camino por las nueve esferas, y al llegar al punto de alejamiento máximo de su origen, produce el mismo efecto que el artista que trabaja con sus decaídas fuerzas un material defectuoso. Dios juega con el hombre como un árbol que demuestra una floración exuberante, de la cual sólo un número limitado fructificará; o como las semillas que el árbol esparce al viento, la mayor parte de las cuales caerá sobre piedra, arena o agua, y sólo el resto, una pequeña minoría, podrá desarrollar sobre un suelo fértil la potencialidad formal colocada en cada embrión particular.

En este punto, se evidencia lo que ya había reconocido Jacob Burckhardt:[72] Dante renuncia a la actuación individual de la Providencia. El plan lógico-divino de la organización cósmica tiene una realización tanto más imperfecta cuanto más se alejan sus efectos de su causa frontal, de modo que en la tierra, y en el mundo situado bajo la luna, reina una gran dosis de irracionalidad. La predestinación y la bondad creadora no gozan de una organización tan perfecta como para alcanzar la multiplicidad de casos humanos individuales. En lugar de una providencia de límites estrictos, aparecen factores de inseguridad y de azar que determinan el destino humano. Su denominación en Dante es muy variada: por un lado materia y naturaleza, por otro contingencia o fortuna; además, la muy discutida libertad de la voluntad humana. Vista desde una perspectiva humana, incluso la grada (grazia) es un factor azaroso, inseguro, ya que su esencia —en cuanto predestinación— es inconmesurable, es decir, no puede reducirse a límites precisos.

Partiendo de estas bases, hay un intento de solucionar el problema del mal. La solución (tomista) de la Iglesia afirma al respecto: el mal no es querido por Dios, pero sí permitido, porque si no, tampoco existiría el bien. Dios deja al azar, a la naturaleza y a la voluntad humana una cierta libertad de movimientos que posibilitan una decisión libre. Cacciaguida, el bisabuelo del poeta, antes de pronosticar en el cielo de Marte a su nieto la inminente pena de destierro de su ciudad natal, define el origen de su saber siguiendo la precedente argumentación:

Lo acaecible, que fuera del cuaderno

de la materia vuestra no se extiende,

está pintado en el mirar eterno:

necesidad de aquí no se desprende

sino como del ojo en que se espeja

la nave que por un río desciende.

De igual modo que llega hasta la oreja

de dulce órgano el son, así yo ciencia

tengo del tiempo que se te apareja…

(Par. XVII, 37-45)

El azar, la contingenza, dista muchísimo de encarnar la voluntad de Dios, aunque no se le niega el carácter de imperativo causal.[73] En caso contrario, no sería posible la rigurosa presciencia de Dios ni la de los bienaventurados en Dios. En efecto, aunque la omnipotencia divina pueda parecer limitada (ya que tiene que permitir el mal para que fructifique el bien), su omnisciencia no sufre por ello merma ni menoscabo alguno. En definitiva, el mal en el mundo no es querido por Dios, aunque sí está previsto y en parte incorporado al plan de salvación de la Redención. Ciertamente, los milagros del plan de la salvación puesto en marcha por Dios para redimir a los hombres arguyen en contra de la fatalidad, pero además en la Mente eterna las injusticias del destino tienen la dulce armonía de los tonos del órgano.

La resurrección de Cristo. Relieve realizado hacia 1320, perteneciente a la fachada de la catedral de Orvieto.

El ejemplo de no pocos pecadores del infierno y penitentes del purgatorio (Jacopo Rusticucci, Inf. XVI, 45; Guido da Montefeltro, Inf. XXVII, 84; Buonconte, Purg. V, 101-54; el rey Manfredo, Purg. III, 112 ss…) patentiza de manera clara cómo en vida de éstos su perdición eterna o su salvación dependieron de una casualidad manifiesta o de una inspiración no merecida. El caso de Brunetto Latino debería bastarnos para probar que también las personas de buena voluntad e intenciones honradas son susceptibles de sucumbir a la tentación y, en consecuencia, de caer en la condenación eterna. Así, el infierno es concebido, más que como castigo, como un espantoso símbolo del extravío o de la perdición. A menudo, a los condenados se les califica de mal nati (en traducción aproximada: nacidos para el mal), y a los bienaventurados de ben nati (nacidos para el bien o para la felicidad), como si desde su mismo nacimiento tuvieran ya asegurada su condenación o su salvación. Hasta a los niños recién nacidos se les asignan distintas ubicaciones, dependiendo de las perspectivas derivadas de las circunstancias de su nacimiento.

Detalle de un fresco supuestamente realizado por Giotto, que se cree representa el rostro de Brunetto Latino. Museo Bargello, Florencia.

Así pues, la culpa es destino. Mas no por eso el destino del hombre está exento de culpa. Virgilio y los buenos paganos son tachados de rebeldes (Inf. I, 129), a pesar de que no llegaron a conocer qué tipo de leyes vulneraron. Cristo no pronunció en vano aquella famosa frase: «¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen!» Ni siquiera el desconocimiento se perdona: y no es excusa no haber visto el daño (Par. XXIX, 108). En realidad, para Dante —siguiendo una concepción de la Antigüedad que prolonga su vigencia hasta la Edad Media— la culpa es falta de sabiduría o de conocimientos, porque se da por sentado que el conocimiento del bien implica una tendencia a desearlo o poseerlo. Pero el conocimiento depende en primer lugar de la educación, entorno y época histórica, y de manera más secundaria, de los obstáculos o trabas inherentes al propio objeto de conocimiento, y también de una cierta tendencia individual impredecible. Por todo esto, la adscripción de ciertos paganos al limbo no es más o menos injusta que la ubicación de otros en el infierno, y esta equiparación entre culpa y destino —aunque Dante no se la debió proponer abiertamente— constituye un modelo directo para los restantes círculos.

La inflexibilidad de la lógica metafísica, del alto fato di Dio, determina que la posición del hombre individual en la eternidad dependa de la jerarquía alcanzada en su existencia terrenal con ayuda de su inteligencia, su madurez, o de la Gracia. Cualquier otro posicionamiento por encima de sus méritos sería tan difícil de soportar como a los ojos humanos de Dante la luz que emana de los rostros de los ángeles y de los santos.

Miniatura que ilustra el Canto del Infierno, siglo XV. Biblioteca Ambrosiana, Milán.

Sin embargo, el peregrino de las esferas tenía la posibilidad de una adaptación paulatina, aunque siempre limitada, proveniente de la dirección e intercesión de seres superiores. Merece que nos detengamos un poco en este punto, porque el poeta, en algunos pasajes, parece insinuar que existe un recurso y una ayuda de este tipo incluso para los mismos condenados del infierno como última y más remota esperanza. En efecto, el universo dantesco está gobernado por un poder al que Dante atribuye el origen de cualquier forma de existencia; más aún: un poder del que espera el perdón de todo mal cuando culminen los tiempos. Una de las consecuencias de su sistema sería imaginar que este imperativo de la lógica metafísica, basada en una dialéctica de premio-castigo, se disolvería un día por propia voluntad y sin sombra de violencia.

El canto XX del Paraíso, en el que, bajo el símbolo del águila de Júpiter, paganos escogidos, como Trajano y Ripheus, muestran su júbilo por la salvación, apoya la hipótesis anterior:

Regnum coelorum sufre violencia

de ardiente amor y vivida esperanza,

que vence a la divina omnipotencia;

no como hombre que impone su pujanza,

que él vence porque quiere ser vencida;

y su bondad vencida el triunfo alcanza.

(Par. XX, 94-99)

Sin embargo, Virgilio, primer guía del peregrino, bien lo sabe y así lo refiere en el canto VI del Purgatorio, en el que justifica la eficacia de la oración cargada de amor para acortar los tiempos de expiación prescritos:

Que la cima del juicio no es hundida

porque cumpla el amor en un momento

la expiación por los de aquí debida.

(Purg. VI, 37-39)

Esta temática apunta ya al principio del poema, antes de comenzar la peregrinación, cuando Virgilio revela su misión de salvar al extraviado y casi sentenciado Dante. Beatriz le dice entonces a Virgilio (Inf. II, 94-96):

Portada de la Divina Comedia. Venecia, 1477.

Una dulce mujer hay en el cielo

que de este impedimento se ha apiadado

y quiebra el duro juicio con su celo.

Si alguien no entiende estas misteriosas insinuaciones de un profeta del Amor y de su reino venidero, puede, evidentemente, cuestionar la relación entre culpa y destino, entre libertad y necesidad, entre justicia y piedad; y también otra cuestión ligada a la primera: la imperfección de la creación y la obediencia ciega a leyes propias de la naturaleza inerte. Para responder a estos interrogantes, que hicieron dudar al pensador Dante del consuelo de la filosofía, no existe respuesta mejor ni más contundente que la que dio al poeta en el cielo de Saturno el asceta y santo Pedro Damián:

Pero el alma que al cielo más aclara,

el serafín que a Dios más fijo mira,

a tu pregunta nunca contestara.

Lo que quieren saber, la sima inspira

de la eterna ordenanza más secreta,

y queda lejos de creada mira.

Y cuando vuelvas al mortal planeta,

esto reporta, porque no presuma

de encaminar los pies a dicha meta.

(Par. XXI, 91-99)

Ya en el Convivio, ese compendio poético-filosófico proyectado con la explícita finalidad de educar al vulgo (y sobre todo a los príncipes y a las mujeres que no entendían el latín), Dante trazó desde esa perspectiva las fronteras de lo cognoscible, expresable y comprobable con una precisión serena, calculada y digna de un pensador positivista de nuestro tiempo: «Es preciso saber que en cierto modo estas cosas deslumbran nuestro intelecto en cuanto algunas afirman ser lo que nuestro intelecto no puede mirar, a saber: Dios, la eternidad y la primera materia; las cuales ciertamente no se ven, y su existencia es con toda fe creída. Y aun aquello que son no podernos entender sino negando cosas; y así se puede llegar a su conocimiento y no de otra manera. En verdad, puede aquí dudar mucho acerca de cómo puede ser que la sabiduría haga al hombre bienaventurado, no pretendiendo mostrarle ciertas cosas con perfección… Y por eso el humano deseo está metido en esta vida por la ciencia que aquí se puede tener, y no pasa a aquel puesto sino por error, el que está fuera de la intención natural» (Conv. III, cap. 15, 170-171).

Página de una de las primeras ediciones ilustradas de la Divina Comedia, con grabados en cobre realizados por Baccio Baldini, según bocetos de Botticelli, y comentarios de Christoforo Lenduso Florencia, 1481.

En el primer capítulo del último tratado, Dante describe cómo en un determinado momento rehúye el rostro de su señora —es decir, de la filosofía—, porque tiene la impresión de que le mira con disgusto; con otras palabras: porque es lo bastante sincero como para capitular ante ciertas dificultades de la especulación metafísica: «Y como quiera que esta mi dama cambiase para conmigo un tanto su dulce aspecto —principalmente allí donde yo miraba y buscaba si la primera materia de los elementos había sido entendida por Dios—, me sostuve un tanto con frecuentar su visita…»

Exponiendo la cuestión en otros términos: o la idea de la primera materia estaba creada por Dios, o la materia, según pensaba Aristóteles, era eterna, y, en consecuencia, el mundo no tendría principio. Dante no responde a la disyuntiva y —como ya se ha dejado apuntado— utiliza el pretexto de la irresolubilidad de la cuestión para interrumpir su dedicación a la filosofía; posiblemente, desilusiones similares a ésta determinaron que el Convivio quedase inacabado. En cualquier caso, es de sumo interés recalcar que Dante no habla jamás de una «creación de la nada», concepto que a partir de San Agustín tiene una importancia capital en el pensamiento cristiano. La nada, ese mitologema tan indispensable para ciertos pensadores actuales, no aparece en Dante en absoluto; es algo que cae fuera por completo de sus esquemas mentales. (El vocablo sólo es activo y eficaz en el mundo dantesco cuando expresa connotaciones concretas, como por ejemplo el nihil fíat que Dante lanza contra las exigencias del pontífice en las reuniones del Consejo de su ciudad natal.)

Siempre que Dante habla de la creación parece considerarla eterna, situada fuera de los límites del tiempo; unas veces de manera explícita y otras tácita, Dante presupone que no ha existido un comienzo temporal del universo, porque ¿qué existía antes de su existencia? Hay que tener en cuenta que la concepción del «ser verdadero», al margen de nuestra percepción determinada por el tiempo y por el espacio, era en aquella época patrimonio de una reflexión acumulada en la historia. La dinámica trascendental de una concepción semejante habría tenido que prescindir, indudablemente, de todo el pensamiento católico generalizado entre la gente y relegarlo al reino del mito, y esto ni siquiera Dante llegó a hacerlo.

La creación de los animales. Relieve realizado hacia 1310-30. Fachada de la catedral de Orvieto.

Una de las alocuciones más expresivas y poéticas de la Divina Comedia la pronuncia Beatriz cuando explica a su protegido, en el canto XXIX del Paraíso, la visión de los grupos angélicos, introduciendo la corriente neoplatónico-aristotélica de la historia de la creación:

No por ser de algún bien nuevo provisto,

que absurdo es, mas por que su esplendor

resplandeciese al pronunciar «Subsisto»,

solo en su eternidad y a su sabor,

sin tiempo, y como él sólo comprendía,

se abrió en nuevos amores el Amor.

Inerte en el principio no yacía;

pues que Dios estas aguas recorriera

con antes ni después no procedía.

Sin un fallo en su ser, salieron fuera

forma y materia pura juntamente,

cual flechas que tricorde arco expeliera.

Y como en ámbar o en cristal luciente

esplende el rayo, y no hay de su venida

a su ser intervalo que se cuente,

así al triforme efecto dio salida

su señor, e irradió pleno y unido,

sin que fuese exordiada su partida.

El mundo se origina porque Dios, que es amor, se proyecta a sí mismo. El mundo es un espejo de Dios y en él hunde las raíces de su «subsistencia». Pero, con todo, el acto creador es intemporal; cabría decir, ubicuo y eterno.

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