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Aires de rebelión

La plaza estaba abarrotada.

Giano tronaba, convocando a la gente a unirse. Puños levantados en el aire, gritos de alegría que celebraban su triunfo. Se había convertido en tribuno de los humildes, pensaba Dante, que percibía en sus palabras apasionadas un viento de rebelión.

—Ay de los poderosos y los grandes de esta ciudad, que han oprimido a los humildes y a la gente simple de Florencia. Aquellos, cerrados en sus casas fortificadas, creen que pueden hacer lo que quieran en detrimento de los otros. Campaldino no nos ha enseñado nada. En lugar de tener güelfos contra gibelinos, hoy son los nobles los que están contra el pueblo, y eso no lo podemos tolerar mucho más tiempo. Por no mencionar que aquellas familias que han visto en repetidas ocasiones elegir a los priores entre sus miembros, lejos de observar la ley, al contrario, han hecho de todo para corromperla. Y si sus amigos o familiares eran culpables de algo, esas mismas familias han puesto todo el empeño en exonerarlos, gracias a su influencia, en mantenerlos impunes. Ni que decir tiene el dinero que robaron de las arcas municipales cada vez que les fue posible, oprimiendo día tras día al pueblo que hoy les odia.

Dante miraba a Giano, que dominaba la plaza desde lo alto de una tarima de madera. Aquella declamación suya en voz alta, sentado en una especie de púlpito, denotaba una pasión y una determinación extraordinarias. Su elocuencia, intensa y eficaz, conmovía al público que atestaba la piazza dei Priori.

Aunque era uno de los seis recién nombrados, debía haber estado de acuerdo con los otros miembros del colegio en una especie de línea compartida, actuando como portavoz de todo el organismo institucional.

En la plaza había hombres de todas las artes y oficios, y no faltaban tampoco los nobles que escuchaban su monólogo con rabia y resentimiento. ¿Quién diablos se creía que era Giano della Bella? ¿Acaso era inocente, él, que era tan noble como el resto de los grandes e incluso más aún? Vieri, que solía ser muy cauteloso y atento, resoplaba molesto. Carbone tenía el rostro sombrío. Cuando llegó Corso Donati, el aire se había vuelto pesado y los murmullos de aprobación a las palabras de Giano habían disminuido, como un fuego en la campiña que poco a poco se va apagando.

Corso llevaba consigo algunos escuderos. No había hecho nada, se había limitado a demostrar que tenía hombres a su disposición preparados para todo. Dante había divisado a su hermano y luego a Filippo degli Adimari montando un caballo semental enjaezado en plata como de costumbre. Altivo y terrible, este último observaba a los artesanos y comerciantes como si fueran un mar de mendigos. Y, sin embargo, a pesar de los escuderos, a pesar de los orgullosos nobles ceñudos, Giano prosiguió. No tuvo reparos, al contrario: parecía haber aguardado aquel momento desde hacía mucho.

—Es por ello por lo que, de acuerdo con los otros cinco priores de Florencia, anuncio lo siguiente: de ahora en adelante la ciudad tendrá un gonfalonero de Justicia, para lo cual hemos confiado en la persona de Baldo Ruffoli para el sesto de Porta Duomo, y se le asignarán mil hombres armados por ley, y, después de él, a los que lo sucedan. Sus soldados llevarán la cruz roja en campo blanco, igual que el estandarte que se le dio. Tendrá el poder de hacer cumplir las leyes, especialmente a los grandes, que en los últimos años las han violado con tanta frecuencia como les apeteció. Y no solo a ellos se les llamará «grandes», sino también a cuantos puedan vanagloriarse de tener aunque sea un solo caballero en su propia familia.

Esas palabras parecían grabadas en hierro. Así que eso era la rebelión contra el orden establecido que le anunció hacía un tiempo Guido Cavalcanti. Quién sabía dónde estaría ahora. Seguramente riéndose de todo aquello desde lo alto de su casa fortificada, que dominaba Florencia.

Corso Donati escupió al suelo. Solo para dejar claro lo que pensaba de esas medidas. Quienes lo conocían se percataban de que las palabras de Giano della Bella sonaban como una declaración de guerra a los oídos de alguien como él.

Florencia había sido arrojada a un embudo de odio. Dante lo sabía. No solo la diatriba entre los Cerchi y los Donati, sino ahora las mismas familias del pueblo llano se convertían en nuevos contendientes por el poder y el dominio de la ciudad, y aunque Dante ya estaba al tanto de esa opción, de todos modos se había quedado impresionado, porque nunca antes los nuevos ricos habían logrado tanto, y aunque Giano y los otros priores intentaban actuar de la mejor manera, simplemente de aquella forma abrían la puerta a quienes se habían enriquecido recientemente y no tenían ninguna noción sobre el gobierno o la administración de la ciudad.

Se entregaba un poder inmenso a manos de aquellos que eran poco más que unos zafios. Y Florencia estaba condenada a una guerra que nunca terminaría.

Aquel anuncio era solo el primer paso. Desde el comienzo se ampliaría el número de los que podrían ser llamados grandes y luego, en el otro extremo, se impediría a los magnates ocupar cargos públicos. Ese era el plan completo de Giano della Bella, exactamente como lo predijo Guido.

Y aunque el cargo de prior no duraría más de dos meses, sin duda se ocuparía en ese tiempo de asegurar suficientes alianzas para ejercer un control indirecto en el Priorato de las Artes. De esta manera podría continuar consolidando una línea política precisa, haciendo lo mismo que los que lo habían precedido, por supuesto con el objetivo último de favorecer una categoría diferente de poder. Pero su juego, en apariencia más noble, finalmente se resolvía en la creación de un vacío de gobierno que acabaría siendo ocupado por otros hombres, igualmente dispuestos a cualquier cosa.

Dante miró a Vieri y le pareció que se estaba mirando en un espejo, puesto que la expresión que leía en su rostro era la misma que debía de tener él: una sensación de decepción y disgusto. No era así como se iba a remediar la situación. No todo el mundo era capaz de ejercer el noble arte del buen gobierno; de hecho, no había nada malo en asegurarse de que tal arte fuera prerrogativa de un limitado número de nobles. No todo el mundo podía dominar completamente la sutil alquimia del compromiso y la diplomacia, así como no se le podía conceder a todo el mundo el privilegio de tomar decisiones en interés de la comunidad.

¿Se quería ayudar al pueblo llano? Bueno, ¿por qué no apoyar e incentivar las actividades financieras de los bancos, el préstamo de dinero, las cartas de crédito, el establecimiento de sucursales y, más en general, el comercio y la artesanía? No era expandiendo el espectro de los posibles poseedores del poder de gobierno como se lograría una mejor administración.

Sacudió la cabeza. Le pareció que lo habían rechazado, no porque su linaje le garantizara los derechos de los grandes, sino porque creía que borrar un mundo de reglas sólidas y determinadas en beneficio de una clase nueva y más numerosa, pero no menos arrogante que la anterior, era una gran hipocresía. Incluso si llegara a desaparecer en nombre de la rebelión y del cambio. No era así. Reemplazar la clase dominante no significaba eliminar las luchas que, apelando a dicho poder, se desencadenaban.

Y habría sumido Florencia en una incertidumbre aún mayor. Que la nobleza fuera una especie de patente que se podía adquirir con trabajo y patrimonio, y no por dignidad de nacimiento o por la sangre derramada en la batalla, deshonraba a generaciones enteras.

Por ello, mientras Giano della Bella reiteraba las resoluciones y las líneas políticas adoptadas por los priores, Dante se encontró alejándose de la plaza, caminando hacia su casa, decepcionado y humillado, incapaz de comprender el alcance de un cambio que tenía, a su parecer, toda la pinta de un golpe de Estado.

Y, a pesar de las sinceras palabras y la férrea voluntad de azotar los vicios políticos, Giano della Bella finalmente se le aparecía como un usurpador que, ostentando el título de protector del pueblo, iniciaba en cambio una fase política que lo llevaría a convertirse en tirano de la ciudad. Guido tenía razón: los tiempos eran propicios para derrocar jerarquías y órdenes.

Sin embargo, no estaba seguro de que una desvergonzada maniobra política como aquella pudiera resultar buena. Cuanto más pensaba en ello, más se convencía, por contra, de que determinaría el surgimiento de nuevas divisiones, tensiones, enemistades.

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