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Primera parte. La inquietud » 2. Pieve al Toppo

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Pieve al Toppo

Buonconte sabía que pasarían por allí. Embriagados por su éxito, con la guardia baja debido al vino y al torneo a los que se entregaron bajo los muros de Arezzo, los sieneses habían emprendido el camino de regreso al Val di Chiana. Desfilaban meticulosamente: la infantería en el centro y los jinetes a los lados, en una formación ordenada pero ciertamente no amenazadora. Procedían con rapidez ya que sabían que los perseguía Guillermo de Pazzi de Valdarno —conocido como el Loco por su carácter encolerizado y sanguinario— con su contingente. Sentían su aliento en el pescuezo desde que salieron de Arezzo.

Buonconte, en cambio, había tomado el camino de Battifolle hasta Mugliano. Obligando a sus hombres a desfilar a marchas forzadas, día y noche, había logrado llegar a la altura de Pieve al Toppo con su propia tropa, al único vado del pantano y de las marismas del Val di Chiana, que se habían vuelto más insidiosos aún por la lluvia de los dos últimos días.

Si el Loco hubiera cumplido su palabra, sobreviniendo con sus hombres, habrían podido tender una encerrona a los hombres de Ranuccio Farnesio en un movimiento de pinza.

Buonconte había hecho alinearse a sus soldados en un lado del vado, escondidos entre troncos y arbustos.

Habían colocado los dardos en las ballestas y sostenían los pasadores. Estaban dispuestos a arrojarlos sobre la columna sienesa para asediarlos por un flanco y hacerlos pedazos con una sarta de proyectiles de hierro.

Aquel día el calor era insoportable. El sol había salido por detrás de las nubes y ahora incendiaba el aire. Sus hombres iban ligeramente armados para ser más rápidos y ágiles en sus movimientos y también para aliviar el calor. Después de haber lanzado dardos y pasadores se retirarían ordenadamente, dejándole a él y a sus feditori, los valerosos soldados de la primera línea del frente, la tarea de aniquilar lo que quedaba del enemigo, confiando en que el Loco, que andaba pisando los talones a los sieneses, podría liderar la masacre de la mejor manera posible.

Grandes gotas de sudor le cubrían la frente, adhiriendo su largo cabello castaño a la piel. Oculto detrás de la vegetación, con una armadura ligera, Buonconte esperaba. Vestía los colores a bandas doradas y azules de su estirpe.

Finalmente vio llegar la columna sienesa.

Ranuccio avanzaba a la cabeza de sus hombres. La retaguardia lo había informado de que el Loco no se rendía y los gibelinos los perseguirían hasta Siena, de ser necesario. La trampa bélica que él y los florentinos habían montado bajo los muros de Arezzo los había vuelto rabiosos. Por dentro se maldijo a sí mismo por tan estúpida arrogancia. Sabía que no tendría respiro, aunque ese día, con el sol en su apogeo y la humedad de las marismas que parecían asfixiarlos, detenerse hubiera sido lo primero que debería haber hecho.

Pero no había ninguna posibilidad.

Habían llegado a la altura de Pieve al Toppo, habían dejado atrás el pueblo y avanzaban por los cenagales. El barro y las aguas fangosas los habían obligado a reducir la velocidad. Ahora habían llegado a un pequeño pantano. Hizo que comprobaran que se pudiera vadear fácilmente. El agua estancada estaba apenas a una braza de altura. Poco más que una charca, en definitiva, pero lo suficientemente grande como para quitar las ganas de rodearla. Al menos, pensaba mientras la cruzaban, se podrían refrescar la cabeza con el agua.

Dio la orden de vadearla mientras los suyos lo seguían.

Sin desmontar del caballo, se había quitado el casco y estaba justamente inclinándose hacia un lado para recoger el agua verde cuando de repente escuchó un ruido que reconoció de inmediato: el silbido de dardos que quebraban el aire.

Apenas tuvo tiempo de volver a sentarse en la silla cuando vio que una hilera de flechas segaba a sus guerreros como mazorcas de maíz.

Un dardo le pasó a menos de un palmo para después ir a dar en el ojo de uno de los soldados de infantería que avanzaba. El hombre dejó escapar un grito desesperado y aterrizó hacia delante en el agua del pantano. Simultáneamente, otros gritos se elevaron al cielo.

—¡Rápido! —gritó Ranuccio a sus hombres—. ¡Vayamos a la orilla! —Y dicho esto, clavó las espuelas en los flancos de su caballo, que, de un brinco, aceleró el paso hasta llegar al otro lado.

Pero en cuanto alcanzó tierra firme, Ranuccio se dio cuenta de que una lluvia de flechas trazaba una red de líneas en el aire húmedo, hasta que las puntas de hierro se clavaban en la carne o, en algunos casos, chocaban contra la armadura. La mayor parte, sin embargo, daban en el blanco, abriendo vacíos aterradores en las filas de caballería e infantería. La matanza fue sangrienta e impactante porque muchos de los soldados se habían quitado los cascos, por culpa del calor, y porque los ballesteros no eran capaces de responder a esa tormenta de hierro que los abatía, habiendo colgado sus instrumentos de muerte en las monturas de las mulas.

Ranuccio vio a un caballero llevarse las manos al cuello mientras dos flechas le cortaban la yugular por diferentes partes. Entonces, el hombre se deslizó de la silla. Su caballo, herido en una pata, comenzó a galopar, arrastrándolo primero al agua y luego al barro de la orilla. Un soldado de infantería levantó los brazos al cielo y cayó en el último tramo de agua del pantano con dos dardos clavados en el costado.

Ranuccio volvió a gritar en dirección a sus hombres, con la remota esperanza de que pudieran arrastrarse hasta la orilla, y, de hecho, los primeros jinetes se acercaron con dificultad a ella. Pero ya en la otra orilla veía aproximarse las insignias de Guillermo el Loco, los estandartes con llamas amarillas y rojas. El capitán gibelino estaba a punto de entablar batalla con la última parte de su columna, la que aún tenía que enfrentarse al vado.

Mientras tanto, un formidable rugido se elevó al cielo y, por primera vez desde que lograra ponerse a salvo, Ranuccio se dio cuenta de que haber atravesado el pequeño pantano no lo había protegido en absoluto de nada, ya que, detrás de una hilera de árboles, ondeaban las bandas doradas y azules de Buonconte da Montefeltro.

—¡Cuidado! —gritó a los suyos que habían logrado llegar a la orilla saliendo del infierno de dardos y pasadores—. ¡Nos están esperando!

Sin poder añadir nada más, Ranuccio vio que de esa fila salía la caballería de Arezzo, ligeramente armada. Al menos doscientos feditori se lanzaban contra ellos, veloces como un rayo.

Se les acercaron con toda la ira de la venganza largamente esperada. No se detendrían por nada del mundo.

—¡Dios mío! —exclamó Ranuccio—. ¡Ten piedad de nosotros!

—¡Aniquilémoslos! —gritó Buonconte. Apretó los dientes, luego sacó su espada y lanzó su corcel al galope.

Detrás de él cabalgaba el mismísimo infierno.

Fue una maniobra perfecta, una carga de caballería hábilmente preparada y guiada en el instante exacto en que los hombres de Ranuccio estaban a su completa merced. De hecho, un puñado de sieneses habían logrado ganar la orilla, pero no estaban en absoluto preparados para soportar tal asalto.

El impacto fue devastador. Buonconte y sus hombres se deslizaron como una cuña de hierro en las desordenadas y concentradas filas de Ranuccio, haciéndolos trizas.

El capitán gibelino levantó su espada, luego asestó un terrible golpe y cortó un brazo. Un solo trueno de muerte explotó a su alrededor. Los aceros mutilaban extremidades. Hacían molinetes en el aire y luego se abatían como guadañas, segando vidas. Los caballeros sieneses acabaron en el barro, se desplomaron los corceles, cayó la infantería, empapando la tierra de sangre.

Buonconte se movía en medio de ese infierno con la gracia despiadada de un ángel exterminador. Propinaba golpes perfectos, aniquilando a cualquiera que se le pusiera por delante. Finalmente llegó frente a Ranuccio y, sin demora, cruzó su espada con la de él. Las hojas, al rozarse entre sí, lanzaban chispas azuladas, pero tal era la fogosidad de Buonconte que el capitán de los sieneses tuvo que apelar a toda su voluntad para repeler aquellos ataques que parecían ser realizados por una mano divina.

Buonconte sintió que aquel era el momento de la verdad. Había preparado el ataque con todos los ardides y precauciones necesarios. Cuando su espada golpeó el escudo del Farnese, vio que el Loco derribaba a sus adversarios como árboles maltrechos.

Así que dio un golpe tan determinante que Ranuccio perdió por completo el equilibrio. Fue entonces cuando lo atacó en el hombro con su escudo, luego trazó un arco en el aire con el filo y finalmente lo alcanzó por el costado. Ese último golpe volcó al enemigo de la silla y lo estrelló contra el suelo, en el barro de la orilla.

Ranuccio se arrastró desesperado, apoyándose en su espada para volver a ponerse de pie. Se movía con pasos inseguros por culpa del cieno que lo envolvía como melaza. Finalmente, exasperado, se despojó del casco y lo tiró, haciéndolo rodar lejos.

Buonconte desmontó y se liberó a su vez del casco de hierro. No se aprovecharía del golpe infligido al oponente, pero tampoco le iba a dar tregua. Estaba decidido a ponerle fin para siempre en ese pantano maldito. Sintió que le hervía la sangre por la vergüenza que sufría en Arezzo y ahora bramaba por la muerte de su adversario.

Ranuccio parecía asustado.

—Señor —dijo finalmente—, me someto a vuestra misericordia.

Pero esas palabras suyas estaban destinadas a caer en saco roto.

—Demasiado tarde, amigo mío, averiguáis el significado de esa palabra —respondió Buonconte con una pizca de sarcasmo—. ¡Vos, que con vuestros hombres os habéis burlado de Arezzo y los gibelinos! Manteneos en guardia y veamos quién de nosotros triunfará.

Y, sin perder más tiempo, asestó un gran golpe que Ranuccio apenas pudo contener. Siguieron otro y otro más, hasta que el capitán de los sieneses terminó con una rodilla en el suelo, la espada en alto, por encima de su cabeza, con los brazos extendidos para soportar el impacto del último golpe de Buonconte.

A aquellas alturas el duelo había llegado a su fin.

Las manos de Ranuccio cedieron. Su espada terminó hundida en el barro.

Con un último ataque formidable, Buonconte lo decapitó y la cabeza del capitán de los sieneses acabó rodando por el fango. Buonconte la agarró del pelo, mostrándola como un macabro trofeo a los guerreros en el campo de batalla.

—¡Así terminan los que desafían al imperio! —gritó con todo el aliento de su cuerpo. En respuesta recibió el rugido de su pueblo, que alzó los estandartes de oro y azul. Luego, con ojos de lobo, buscó al Loco en la refriega.

—¡Guillermo! —gritó Buonconte—. ¡Guillermo! —reiteró con entusiasmo.

Y como a la llamada de su amo, el gigante se deshizo de un oponente y encadenó su mirada a la del Montefeltro.

—¡Sin piedad, amigo mío! —gritó Buonconte—. ¡Perseguid a vuestros adversarios como si fueran perros sarnosos! Sacadlos de donde sea que se escondan, cazadlos como cazan los sabuesos a las liebres, exhalad vuestro aliento demoniaco y hacedlos pedazos. ¡Nadie tiene que sobrevivir! Quiero sus cabezas clavadas en las picas.

El Loco contestó levantando su espada, y sus hombres gritaron como posesos.

Empezó a llover. Grandes gotas comenzaron a caer, diluyendo la sangre que cubría la tierra más allá de la orilla.

Luego, mientras los últimos enemigos terminaban empalados en las lanzas, Buonconte volvió a montar a caballo.

Sabía que había desencadenado una guerra.

Era lo que buscaba.

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