Dante

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Primera parte. La inquietud » 3. En casa

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En casa

San Pier Maggiore era únicamente una maraña de callejones oscuros y cuartuchos, de torres almenadas, severas y terribles, una erupción de casas de piedra y madera construidas unas encima de otras, dominadas por las familias de Corso Donati y Vieri de Cerchi.

Mientras regresaba a casa, llevando a su potranca al establo, Dante creyó haber visto a alguien en la oscuridad. Duró solo un instante. Luego se dio cuenta de que debía de haber soñado despierto. Se sentía extraño desde que se había ido, con las primeras gotas de lluvia, para volver a Florencia, dejando atrás el campo. Esa sensación de tragedia inminente parecía acompañarlo hasta la puerta de su casa.

Al entrar vio el resplandor rojizo de la chimenea. La luz, como de sangre, oxidaba el aire y la habitación de techumbre baja y abarrotada de muebles y las mil excentricidades usadas por Gemma, que apenas parecía capaz de ofrecer suficiente refugio y espacio a una pareja. Por no mencionar que, hasta hacía poco, su madrastra Lapa también había vivido bajo ese techo. Ahora residía allí solo cuando no estaba en la finca de los Alighieri, en las cercanías de Fiesole.

Lamida por las llamas, una olla. Un olor a estofado le recordó que tenía hambre. Gemma estaba sentada en su asiento. La mesa estaba lista. La mujer sabía que él llegaría tarde a casa, pero ese hecho no parecía brindarle ningún consuelo. Se puso en pie y se acercó a la chimenea. Con un trapo agarró la tapa y la levantó, como para echar un último vistazo al guiso. Finalmente tomó la olla y la puso sobre la mesa.

Había una jarra de vino frente a una copa de madera achaparrada. Gemma llenó un cuenco de carne y salsa humeante. Sirvió el vino. Luego miró a su marido.

—¿Dónde habéis estado? —preguntó en un tono que revelaba impaciencia y preocupación al mismo tiempo.

—Fui a ver a Lapa y a controlar la finca.

Gemma suspiró. Dante sintió la frustración que había acumulado su esposa durante todos esos años.

—Lo decís como si tuviéramos quién sabe qué tierras…

—¡Nada de eso! —exclamó. Su voz salió más áspera de lo que hubiera querido. Estaba tan cansado de tener que enfrentarse por enésima vez al mismo tema…—. Y, sin embargo, al menos eso todavía lo tenemos. Y además veo que hay carne en el plato.

—Es un regalo de vuestra hermana.

Dante guardó silencio. No quería iniciar una discusión. No aquella noche.

—Si como mínimo os decidierais a trabajar… —lo instó Gemma.

—¿Ya estamos con la historia de siempre? Pensé que ya lo habíamos hablado.

Ella tomó su mano entre las suyas.

—Perdonadme, esposo mío. Conozco vuestras ambiciones. La pretensión, justa y que respeto, de vivir como un noble. Con todo, no lo somos. O al menos no lo suficiente. También sé lo poco que os importa la vida política, pero tratad de entender cómo puedo sentirme yo, una Donati, en estos días de incertidumbre, mientras vos salís con vuestros amigos, afrontáis desafíos poéticos, escribís y estudiáis, dejándome sola en un mundo que os negáis a frecuentar porque seguís queriendo encerraros en una imaginaria torre de papel y tinta…

—¡Ya es suficiente! —la interrumpió—. Estoy cansado de estas quejas. ¿No tenéis ni un poco de fe en mi talento?

Gemma negó con la cabeza.

—¡Tengo incluso demasiada! Pero tampoco puedo negar la confusión que llena mi corazón. ¿De qué van a vivir nuestros hijos, algún día, cuando los tengamos? ¿De las escasas cosechas de esa finca? ¿De los premios garantizados por la fortuna literaria? ¿Queréis de verdad confiar a tan frágil navío nuestro porvenir?

Ahora aquel estofado le parecía el más amargo que jamás hubiera comido. Todavía con esas dudas, todavía con esas acusaciones.

—Algo terrible está a punto de suceder —dijo Gemma.

—Sí —replicó él—. Al menos en esto estamos de acuerdo.

—Mi primo Corso ha estado hoy aquí.

Dante frunció el ceño.

—¿Y qué es lo que ha dicho?

—Que ha ocurrido algo tremendo en los pantanos de Pieve al Toppo, y antes de que me pidáis detalles adicionales, ya os anticipo que no sé más. Sin embargo, me ha advertido que mañana por la mañana tenéis que pasar por su casa.

—¿Cómo es que no vino Vieri?

—Porque los Cerchi deben quedarse en su puesto. Mientras vos estáis pensando en versos, esos codiciosos usureros han comprado el palacio de los condes de Guidi y planean hacerse con todo el distrito de Porta San Piero. En cualquier caso, no hay nada más que añadir —concluyó Gemma.

Dante la miró: era hermosa y altiva. Ahora ya cansada por la larga jornada, se había desatado su largo cabello castaño. Sus ojos color avellana parecían brillar en la penumbra. Era alta y delgada, pero tenía caderas fuertes, perfectas para tener hijos. Y también había en ella una mirada arrogante que nunca se rendía a los ojos de los demás. Atractiva, por supuesto. Sin embargo, dispuesta además a exigir respeto. En Gemma había una arrogancia congénita, hija de su linaje, que a menudo lo hacía sentirse culpable. Y él no era capaz de perdonarle tal acusación tácita.

—¿Os vais a quedar aquí? —lo instó ella.

Él asintió.

—No os esperaré.

—Podéis descansar —concluyó Dante—. Yo me quedaré un rato.

—Como os parezca.

Y, sin añadir nada más, Gemma subió al piso de arriba. Cuando se quedó solo, Dante se sirvió un poco de vino. Había perdido por completo el apetito. La noche era fría. Apretó la copa entre las manos, preguntándose cuán graves podían haber sido los hechos acaecidos en Pieve al Toppo.

Quizá el presagio de aquella tarde se estaba haciendo realidad.

El odio se arrastraba por las calles de Florencia.

Y ese día parecía que había llegado también a su puerta.

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