Dante

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Primera parte. La inquietud » 4. Llamas y sangre

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Llamas y sangre

No sabía cómo había llegado hasta allí, pero caminaba por el borde de un pozo. Al principio tuvo vértigo. Luego, resbalando, se cayó al infinito, en el negro más profundo, hasta que, una vez perdido el sentido del tiempo, le pareció como si estuviera rodando colina abajo. Cuando se puso de pie, dolorido y magullado, se encontró en un bosque oscuro, impenetrable, lleno de plantas, zarzas y árboles. El entramado de ramas, agujas y brotes hacía difícil no solo orientarse sino incluso avanzar.

Palos y espinas dejaron dolorosos rasguños en su rostro, desgarrándole la piel, despellejándole las manos y los pies. El sol se ahogó en la sangre del atardecer. Escuchó el amargo graznido de los cuervos mientras un zumbido de alas parecía llenar el bosque. En los rombos formados por las ramas vislumbró más adelante un claro. Se percató de ello porque una cruz en llamas ardía en su centro, difundiendo una luz lo suficientemente intensa como para iluminar el camino.

Ayudándose con las manos, trató de abrirse camino a través de la espesa maleza. Se sentía espiado por decenas, cientos de ojos rojos, pero tan pronto como se daba la vuelta, intentando capturar al menos una de esas miradas brillantes, aquella desaparecía en la oscuridad.

El susurro de sus propios pasos, amortiguado por la tierra y el musgo, era el único ruido que podía percibir. Poco a poco se acercaba al claro, las llamas ardientes esparcían su aliento tembloroso.

Cuando finalmente llegó a la explanada, la vista de la cruz lo impresionó, pero su sorpresa aumentó al notar que una chispa se desprendía de ella, y luego otra, y otra más… en lo que se convirtió en una especie de lluvia de luciérnagas.

Cada partícula de fuego se añadía a la anterior y pronto se formó una serpiente luminosa y ondeante al pie de la cruz. Comenzó a propagarse lentamente hasta que superó el límite circular del claro, como si alguien hubiera dejado un rastro de resina o brea entre los arbustos. Allí, de repente, otra llama se levantó majestuosamente. En su base, Dante vio lo que le pareció un montículo. Un poco después sucedió lo mismo en otro lugar del claro, hasta que los incendios se convirtieron en cuatro y luego en cinco, finalmente en seis, en ocho y en diez.

Retrocedió, sin conseguirlo. Era como si las ramas de los árboles hubieran creado una maraña impenetrable, aprovechando su distracción. Embelesado por lo que veía, no se había dado cuenta de cuánto iba avanzando el bosque. No era posible, por supuesto, sin embargo, contra toda lógica o ley, había sucedido. Y ahora aquel bosque maldito lo empujaba hacia delante.

Continuó, pasando más allá de la explanada, siguiendo las llamas que entonces iluminaron un pantano frente a él y, más lejos, los altos muros de una ciudad. Por la luz roja del fuego y el negro de la noche, aquella barrera de piedra se le aparecía del mismo color que el óxido.

También la ciudad estaba, asombrosamente, en medio de un incendio. Las altas torres parecían piras contra el cielo.

Fue entonces cuando los vio. Aparecieron por encima de los muros.

Avanzaban entre el fuego, haciendo caso omiso de las llamas y del humo. Finalmente las reconoció: bellísimas y terribles, guerreras invencibles en ese teatro de horror y destrucción, las tres Furias lo miraron con ojos convertidos en hogueras.

Estaban cubiertas de sangre, rodeadas de hidras verdes mientras su cabello de serpiente se elevaba por el aire teñido de rojo.

Una de ellas cantaba y su voz salía desafinada, rota, en un sonido que dañaba los oídos hasta el punto de hacerlos sangrar. La segunda se deshacía en un llanto interminable y la tercera avanzaba hacia el centro.

Entonces esta última también comenzó a gritar. Las tres se llevaban las manos al pecho, rasgándose las túnicas grises y raídas como tela de arpillera. Las uñas largas y afiladas, similares a garras de águila, se introducían por la piel hasta alcanzar la carne viva.

Alzaron los brazos aullando una plegaria.

Ahora, sepulcros ardientes quemaban contra las murallas de la ciudad y un humo negro ascendía en impalpables columnas hacia el cielo, un olor de podredumbre y metástasis se extendía, haciendo que el aire fuera irrespirable. De aquellos globos palpitantes, corazones rojos y negros plantados en el vientre de la ciudad fortificada, surgieron fuertes gritos, como si multitudes de condenados salieran de las tumbas, gritando y maldiciendo a la humanidad y a la Iglesia, y por último a Dios, el juez despiadado que los había acusado de ser culpables de herejía.

Dante se cubrió la cara, respirando en el hueco de su brazo.

Se preguntaba cuánto tiempo podría aguantar esos gritos, como si los sonidos se convirtieran en cristales y así consiguieran herirlo físicamente.

Cuando por fin se volvió a mirar atrás, una de las tres Furias lo observó con ojos llameantes e inyectados en sangre. Entonces, llena de indignación y conmiseración, le gritó amenazadoramente:

—Tú, pequeño hombre que se atreve a llegar a las puertas de Dite, que venga ahora Medusa a convertirte en piedra.

Dante cayó de rodillas. La visión casi lo cegaba. Sentía que su cuerpo temblaba de puro terror. Sin embargo, en esos rostros terribles, iluminados por la ira, percibía una fuerza tan invencible que no era capaz de dejar de mirarlos.

Finalmente, haciendo acopio de todas sus fuerzas, volvió la mirada.

El mundo en llamas y sangre que lo rodeaba parecía colapsarse.

Se despertó de repente. Estaba empapado en sudor. Vio el rostro de Gemma, los labios entrecerrados, la respiración liviana, sosegada por el sueño.

Se pasó la mano por el pelo mojado.

La pesadilla lo había dejado sin aliento. ¿Qué significaba lo que había visto? ¿Qué presagio escondía? ¿Qué apocalipsis estaba por abatirse sobre Florencia?

Respiró hondo.

Al final se levantó. Tenía que ir al encuentro de Corso. Gemma le había dicho que su primo, y jefe de la familia Donati, quería informarlo sobre los terribles hechos ocurridos en Pieve al Toppo. Probablemente comunicaría una decisión importante a los hombres de su bando.

Por un instante volvió a ver a las Furias sobre los muros de Dite en llamas. Sintió que perdía el sentido. ¿Qué era lo que lo atormentaba tan profundamente que lo llevaba a una pesadilla como aquella?

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