Dante

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Primera parte. La inquietud » 5. Corso Donati

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Corso Donati

Una vez que el guardia lo dejó pasar, Dante dejó tras de sí la austera fachada de piedra gris, que se asemejaba en todo a la de una fortaleza, pasó de largo el portón de madera reforzado con hierro y se encontró en el patio. Reinaba allí un bullicio de bodegueros, mozos de cuadra, encargados de las provisiones, trabajadores de los almacenes, vinateros, armeros: todos esperaban las órdenes del día, hacían recuentos, inventariaban víveres y mercaderías. Entraban y salían de los establos y de los almacenes como un enjambre enloquecido: algunos montando a caballo, otros llevando una carga de madera en un carro, y otros, finalmente, parcheando una armadura abollada.

En el centro del patio, Dante vio el gran pozo que proporcionaba agua a toda la comunidad de la familia de Corso Donati. En dos de las cuatro esquinas, Dante contempló las grandes torres que se elevaban a casi cincuenta brazas de altura cada una. Dominaban el espacio desde arriba: altas e intimidantes, parecían querer recordar hasta qué punto aquella era la casa más inexpugnable de Florencia.

Dante llegó casi extenuado a la gran escalera de piedra que conducía al primer piso. Una vez más, después de un control menos estricto por parte de un escudero, le fue permitido entrar. Un sirviente lo condujo a la gran sala donde se encontraría con el dueño de la casa. Cuando lo vio, Corso se le acercó y lo abrazó con sincero afecto. Luego, mientras este último saludaba a otros invitados, Dante se acercó a la gran chimenea, observando al jefe de los güelfos florentinos.

Corso era un hombre formidable. Su rostro, con rasgos marcados, hacía que de inmediato se lo percibiera como un guerrero, incluso antes de que pudiera demostrar su valía: no lo necesitaba. Su reputación de hombre feroz y codicioso hacía el resto. Todo en él era energía y fuerza: los músculos de granito esculpían un cuerpo grande bajo la elegante tela del vestido, los ojos de forma alargada se parecían a los de un lobo y eran tan claros como el hielo y capaces de despertar miedo a primera vista. La boca delgada y fría lucía unos labios lívidos.

Para esta figura marcial suya el marco ideal lo completaban sus formas fanfarronas, su manera de hablar insultante en el momento exacto en que abría la boca. Se trataba de una conducta bastante natural en él, como si su pertenencia al linaje más vistoso de Florencia, el de los Donati, lo autorizara a ser el basilisco que era.

La túnica roja y el vestido plateado reproducían los colores de la insignia de los Donati. En contra de cualquier convención, Corso no llevaba ni cofia ni chaperón. Tenía el cabello castaño, bastante largo, como para remarcar de nuevo su actitud agresiva, ya que de esa manera su determinación resultaba aún más evidente.

Estaba de pie en el centro de la sala. Parecía incapaz de sentarse, tal era su impaciencia por hablarles a los que pertenecían a su facción.

Después de calentarse las manos frías ante la chimenea y haber mirado los cristales de las ventanas y la mesa puesta, Dante se había sentado en un rincón, esperando escuchar en la voz de Corso los hechos de los que se quería dar cuenta.

Mientras tanto, los otros líderes del partido habían ido llegando. En primer lugar, Vieri de Cerchi, quien, aunque sospechoso de arrogancia e infidelidad, seguía siendo el segundo exponente más importante de la facción de los güelfos. Carbone de Cerchi, su primo, había llegado con él, con su cabello y barba negros, gran guerrero. Y luego estaba Bicci Novello, el hermano de Corso, que era más delgado y elegante, pero no menos traicionero que él. Y además Rosso della Tosa y sus otros acólitos, y también Giacchinotto y Pazzino de Pazzi. Sin olvidar a los Adimari: Filippo y Boccaccio en particular. En resumen, los líderes estaban allí, y con ellos un nutrido grupo de partidarios, y todo sugería que ese exaltado de Corso no tardaría demasiado en declarar la guerra. No importaba a quién, pero a alguien con toda seguridad, ya que no era capaz de hacer nada más.

Su reciente cargo en Padua como alcalde parecía, entre otras cosas, haber inflamado todavía más su sed de sangre.

Fue así como, mientras algunos de sus invitados se atiborraban de pan, carne y vino, él empezó a relatar lo que tenía intención de decir.

—Bueno, me alegro de veros, tan numerosos y tan bien dispuestos —comenzó con brío—. Listos para satisfacer vuestros apetitos, haciendo honor a mi mesa —subrayó, dirigiendo una mirada a cuantos se servían abundante comida y bebida—. Sin embargo, es de muchos otros alimentos que os pido que tengáis sed y hambre a partir de ahora. —Tras hablar así se detuvo, como si quisiera subrayar con el silencio la gravedad de lo que estaba a punto de añadir—. Sí, porque en estos días, cuando todos creíamos que finalmente habíamos aniquilado a los gibelinos, cuando bajo los muros de Arezzo se celebraban espectáculos y torneos, humillando a nuestros enemigos… pues bien, se estaba preparando el exterminio de los nuestros. Vos, Vieri, que hoy os atiborráis en mi mesa y que compráis los edificios de los condes de Guidi en San Pier Maggiore, para subrayar una vez más vuestra codicia y vuestra liquidez, ¿sabéis que ayer a la hora novena, cerca de Pieve al Toppo, Buonconte, del linaje maldito de los Montefeltro, junto con Guillermo de Pazzi de Valdarno, tendieron una emboscada a los tres mil hombres de Ranuccio Farnesio y los trituraron? ¿Sabéis que los perros del emperador persiguieron a nuestros aliados güelfos por los meandros de las marismas y les rebanaron el cuello? ¿Que el propio Ranuccio fue asesinado y que han degollado a más de trescientos jinetes?

Al escuchar aquellas palabras se hizo un gran silencio. Vieri de Cerchi, que departía con algunos de los suyos y que se había puesto rojo de cólera cuando Corso se dirigió a él de aquel modo, ahora parecía que no encontraba las palabras. Dante se quedó petrificado. Entonces ¿ese era el significado de su pesadilla? ¿Ahí residía la razón del negro presagio que percibió claramente el día anterior, cuando cabalgaba bajo la lluvia desde el campo hasta su casa?

Inspiró profundamente.

Corso, al parecer, no había terminado aún.

—¿Os dais cuenta de lo que esto significa? Arezzo está en manos del obispo Guglielmino degli Ubertini, de quien el Loco que antes mencioné es pariente. Los Montefeltro son, sin duda, la casa de mayor solidez y prestigio de Urbino y son nuestros fieros adversarios. Pisa, actualmente gobernada por el conde Ugolino della Gherardesca, nuestro aliado, corre el riesgo de caer en las fauces del imperio.

—¿Pisa? —preguntó Vieri con incredulidad—. ¿Y desde cuándo? ¿No se había quedado ya tranquila después de la lección que le ha dado Génova? —dijo mirando a Carbone de Cerchi y luego a sus secuaces y partidarios, que le devolvieron gruñidos y señales de asentimiento.

—¡Qué ingenuo sois, amigo mío! Lo que os acabo de decir lo escuché de los propios labios del conde Della Gherardesca. El arzobispo Ruggieri degli Ubaldini conspira contra él. Es inútil deciros de qué lado está. Y, a todo esto, yo me pregunto: ¿dónde estamos nosotros? ¿Tal vez queremos dejar que Buonconte da Montefeltro crea que puede hacer lo que le venga en gana en nuestras campiñas? ¿Tenemos la intención de darle libertad de acción después de que haya aniquilado a los hombres de Ranuccio Farnesio? ¿Tenemos la intención de entregar nuestras fincas primero y nuestra ciudad después a quien más que nadie en el mundo representa al imperio y nuestra mayor facción adversaria? —Nadie se atrevió a responder a esa tormenta de preguntas—. ¡Pues ya os digo yo que no! ¡No lo permitiremos! ¿Y sabéis por qué? Porque si demostramos ser débiles, ineptos, inertes, ¡los siervos del imperio tomarán no solo la campiña y Florencia, sino incluso nuestras casas y nuestras mujeres, matarán a nuestros hijos, degollarán a los animales que nos pertenecen! ¡Así que lo que quiero es una guerra! ¡Aquí y ahora, sin más demora!

—¿Y los priores? —preguntó alguien.

—¿Los priores? —dijo Corso con desdén—. Me importan poco si corro el riesgo de perderlo todo. —Luego levantó el puño, como para amenazar a un enemigo invisible—. ¡No serán ellos los que nos liberen de esta escoria! Por lo tanto, bastará con sobornarlos. Están a la venta, como siempre, ya que el poder obtenido ha sido a fuerza de dinero, que es el idioma que entienden. Por eso os digo que os preparéis. Afilad las hojas de las espadas y sacad los cuchillos. Probad el filo de las hachas y tened listos a vuestros palafreneros, ya que como que hay Dios quiero llevar la muerte a Arezzo, antes de que se hagan con Florencia.

Y mientras los partidarios de los güelfos miraban a su líder con ojos perplejos, y Vieri de Cerchi palidecía por haber sido humillado al ignorar lo que había ocurrido tan solo un día antes, Dante entendió, más que nunca, que algo se agitaba en su mente y le había advertido de lo que estaba a punto de suceder.

¿Acaso se había vuelto loco?

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