Dante

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Primera parte. La inquietud » 6. Ugolino

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Ugolino

Ugolino se estremeció de rabia. Alto como una espingarda, se puso de pie en la cima de la torre de su castillo di Settimo. Dominaba el Valdarno y con ojos de buitre escudriñaba el desfiladero de más abajo. A lo lejos se veían los bosques de carpe y encina, y los verdes prados cubiertos de salpicaduras rosadas y blancas. Las casas se arremolinaban en racimos marrones y destacaban en la distancia. Miró hacia arriba y vio el cielo azul y el disco amarillo del sol. Se pasó una mano por la frente. Hacía calor y las gotas de sudor le mojaban la espalda. Suspiró, pensando en las noticias que sus hombres le habían traído de la ciudad. Sabía que no le quedaba otra opción. Lo que le habían contado no admitía vacilaciones. Su sobrino Nino Visconti había sido expulsado de Pisa. Ruggieri degli Ubaldini había aprovechado su ausencia para tomar la ciudad, arrebatándosela a él, que había sido su señor. Aquella serpiente finalmente manifestaba su verdadera naturaleza. Y de nada le serviría ostentar el título de arzobispo, ya que de misericordioso y piadoso no tenía ni una pizca. Muy al contrario, estaba dotado de un feroz oportunismo y de esa ambigua naturaleza que le había permitido convertirse en el nuevo caudillo de la facción gibelina.

Escuchó unos pasos tras él.

—Bienvenido, Lancia, viejo amigo —dijo el conde.

El hombre que estaba a sus espaldas era de mediana estatura, pero de complexión robusta, que la armadura de cuero hacía aún más imponente. Una mata de pelo castaño y el bigote enroscado hacia arriba le daban un aire belicoso que ciertamente no se molestaba en esconder; más bien todo lo contrario: casi se jactaba de ello. Era Gherardo Upezzinghi, de noble linaje pisano, fiel consejero del conde Ugolino della Gherardesca, quien lo llamaba «Lancia» por su habilidad con el arma.

—Bueno, pues en esas estamos, mi señor —dijo este último. Tenía una voz áspera y desagradable, como su apariencia—. Ruggieri degli Ubaldini finalmente ha declarado de qué lado tiene la intención de quedarse.

—No del mío —dictaminó Ugolino. Un soplo de brisa despeinó su cabello largo y ralo.

—Debemos volver a Pisa, mi señor —dijo lacónicamente Lancia.

El conde de Donoratico respiró hondo porque sabía que volver a la ciudad en ese momento no era asunto menor.

—Estáis en lo correcto, por supuesto. Ya había advertido a Corso Donati de la división interna de mi ciudad. Con mucho esfuerzo logré crear un puesto güelfo, pero ¿por cuánto tiempo? ¡Nino fue mi perdición!

—Vuestro sobrino es un joven hábil y obstinado, aunque, si me lo permitís, más codicioso de lo que nunca hubiera creído —corroboró Lancia con amargura.

—Eso es. Para deshacerme de él consentí al arzobispo maldito que encendiera la mecha de la rebelión y lo expulsara del palacio Municipal, y yo me he retirado aquí solo para no despertar sospechas —dijo Ugolino, incapaz de ocultar su propia exasperación—. Esperaba contar con el apoyo de Florencia. El resto lo he pagado abundantemente, enviando a Corso veinticuatro frascos de vino Vernaccia llenos de florines de oro. Pero ahora la situación se ha precipitado.

Lancia negó con la cabeza, confirmando las peores predicciones del conde.

—Hay que responder a la afrenta sufrida. Ruggieri ha esperado pacientemente a que os retirarais al campo para poner en marcha su propio plan de usurpación y faltar a su palabra.

—Debí haberlo previsto —lamentó Ugolino—. Ese hombre no aceptó nunca la ejecución de su sobrino Farinata, que yo mismo decreté el año pasado. Y, a pesar de las bonitas palabras y de alentarnos a estar tranquilos, desde ese día el arzobispo anhela venganza.

—Mi señor, volveremos a Pisa y veremos cuáles son las intenciones del arzobispo. Lo conozco, al menos un poco, y sospecho que intentará negociar —dijo Lancia.

—Yo también lo creo —confirmó Ugolino—, pero si no alcanzamos un acuerdo satisfactorio, debemos estar preparados para iniciar una guerra.

—Si es necesario, así será —concluyó Lancia con fatalismo.

—Está bien —dijo el conde—. Entonces vamos.

—Los hombres os están esperando.

Luego, sin perder más tiempo, Ugolino tomó las escaleras de la torre y bajó los escalones.

Un momento después, Lancia lo siguió.

Capuana lo recibió mientras bajaba. Su rostro estaba inflamado por un enrojecimiento difuso. Llevaba suelto el largo cabello castaño rojizo. Le brillaban los ojos, azules como el lapislázuli. Bajo las prendas ligeras de lino se le marcaba un pecho potente.

—Os lo ruego, mi señor —dijo—. No vayáis. No os fieis del arzobispo. Es mi tío y lo conozco mejor que nadie, y podéis creerme si os digo que jamás ha mantenido su palabra.

Ugolino despidió a Lancia haciendo una seña con la cabeza.

—Esperadme abajo —ordenó.

Cuando se quedó a solas con su esposa, tomó sus manos entre las suyas.

—Capuana —suspiró—, creedme, no querría nunca dejar a una mujer tan hermosa. Es más, si pudiera pasaría con vos todos los días de mi vida, pero eso no es posible. Pisa está en manos de los gibelinos y puesto que en los últimos tiempos he hecho todo cuanto estaba en mi poder para que fuera segura adhiriéndome a los güelfos y ganando la alianza de Florencia, no puedo eludir mi obligación de arreglar las cosas. —Le acarició la cara. Luego la miró a los ojos, devorándolos con los suyos—. Tenéis razón. El arzobispo Ruggieri ha demostrado repetidamente su naturaleza traicionera. Y por esto iré a Pisa con un contingente de soldados.

—Si regresáis a la ciudad, ni todos los soldados del mundo podrán protegeros de las oscuras tramas de mi tío. Por favor, quedaos.

—No puedo, mi señora, ni aunque quisiera. El honor me exige ir a Pisa.

—¡El honor! —dijo Capuana con amargura—. Está demasiado sobrevalorado. Los hombres lo usan para justificar las acciones más descabelladas y crueles, sin pensar en el mal que infligen a los demás…

—¡No digáis eso! —le rogó Ugolino, abrazándola y besándola apasionadamente. Entonces la envolvió en un abrazo y la levantó como si se tratara de un pájaro, llevándola a su altura, él, que parecía un olmo por su cuerpo alto y fuerte. La miró con dulce determinación—. No tenéis que preocuparos. —Finalmente le dijo—: Volveré y siempre estaremos juntos.

Capuana quiso creerle.

—No podemos esperar más —tronó Ugolino. Montaba un gran rucio castrado. Se encaramó en su grupa—. Tenemos que regresar a Pisa y emprender las negociaciones con ese gusano de Ruggieri. Preferiría que me cortaran el brazo solo para no tener que hacerlo, pero ha sido más astuto y ahora pago el precio de mi generosidad.

Los hombres de armas asintieron. Destellos de sol brillaban en las cotas de malla y los cascos. El hierro pulido atrapaba la luz, reflejándola en gemas luminosas.

—Si es necesario, os quiero listos para el combate. Por supuesto primero probaremos el camino de la sabiduría, pero vosotros conocéis a ese hombre. No es de fiar, y estoy seguro de que en un día Pisa se convertirá en un mar de sangre. Mi sobrino el Brigada ya tiene instrucciones de dejar entrar en la ciudad, si fuera preciso, a Lottieri da Bientina con varios hombres armados. Entonces seremos unos cuantos los que estaremos dispuestos a hacer pasar un mal rato a nuestro adversario.

Los hombres que tenía delante lo vitorearon. Sus gritos se unieron en un solo rugido de guerra. La insignia del conde ondeaba: medias águilas del imperio, sobre un campo de oro tronchado de rojo y plata, que chillaban amenazadoramente.

El conde Ugolino buscó con la mirada a su fiel Lancia.

Este asintió con la cabeza. Finalmente dio la orden.

—¡Hombres! ¡En marcha!

Las compuertas del castillo ya se habían abierto. El conde marchaba al paso. Detrás de él, caballeros y soldados de infantería.

Pocos instantes después, Ugolino se plantó en el puente levadizo y puso rumbo al camino que conducía de Settimo a Pisa.

Sabía que al día siguiente podía tocarle cita con la muerte, pero no había otra manera de recuperar su amada ciudad.

Daría toda su sangre para que fuera suya de nuevo.

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