Dante

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Primera parte. La inquietud » 7. Guido

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Guido

Guido estaba sentado sin fuerzas en un sillón. Dante también ocupaba su lugar en una hermosa silla forrada de terciopelo. El jardín de la torre Cavalcanti estaba en plena floración y, en el montículo sobre el que se encontraban, los dos amigos dominaban la ciudad desde lo alto.

Dante estaba fascinado por la fresca belleza de las rosas. Reencontraba en los matices de los pétalos la misma pureza de Beatriz y por un momento su mente volaba hacia ella, a su dulce rostro.

Y, sin embargo, mientras intentaba ahogar sus pensamientos en el amor y se preparaba para debatirlos con su amigo y maestro, no podía olvidar por completo los feroces auspicios de Corso, que parecía querer evocar el Apocalipsis. Y en esa fatídica espera, Dante no se daba cuenta de cómo lo miraba Guido.

Cavalcanti era un hombre de buena figura: alto y delgado, vestía una magnífica túnica de seda azul. Llevaba alrededor del cuello una cadena de oro. Los ojos, vivísimos, parecían no conocer el descanso y observaban con atención los de Dante, que daban la impresión de haber sido raptados por quién sabe qué epifanía.

—Por lo que veo —dijo el señor Cavalcanti— habéis llegado, aunque haya tenido que esperar muchísimo para volver a veros. —En sus palabras había un toque de reproche, como si la ausencia del amigo lo llenara de una amargura que no lograba controlar totalmente—. Pero me temo que la distancia no os ha traído consuelo, ¿o tal vez me equivoco?

Dante suspiró. Quería a Guido porque lo entendía mejor que nadie. Hubo un tiempo en que para él no tenía secretos. Sin embargo, esos días quedaban ya lejos, aunque tenía razón al decir que había tardado mucho, demasiado tiempo en regresar y que su alma no estaba apaciguada.

—Entonces… ¿veis cómo, a pesar vuestro, os veis obligado a estar de acuerdo conmigo? ¡Ah, el amor! ¡El amor, amigo mío, qué maldición! —Y dejó entrever una sonrisa.

—¡Nada de eso! —espetó Dante—. Si creéis que es el amor lo que me procura esta desdicha y, por lo tanto, lo que me tiene cansado y herido, pues bien, os lo tengo que desmentir de inmediato. Guido, mi buen Guido, no es por amor por lo que estoy sufriendo, sino por Florencia, que ahora me parece un embudo infernal, lleno de condenados, una parodia de la ciudad que fue, destrozada como nunca por tanto grupúsculo. Está al borde de un apocalipsis que avanza y que pronto nos abrumará a todos como las tempestuosas olas del mar pasadas las Columnas de Hércules.

Guido suspiró.

—Hoy pronunciáis palabras fatales.

Dante asintió.

—Lo son, pero es lo que está ocurriendo lo que me hace hablar de este modo. Son los actos de los hombres, no mis fantasías. Sabéis lo que pasó…

—¿En Pieve al Toppo? —lo interrumpió Guido.

—Sí.

—Lo sé, vaya si lo sé. No se habla de otra cosa.

—La otra noche soñé con una ciudad en llamas. Y las Furias miraban torvas los sepulcros incendiados de los muertos.

—¡Soñáis demasiado! —dijo Guido—. Quizá leísteis excesivamente a menudo a Virgilio. El descenso de Eneas al Averno es vuestra obsesión. Escuchadme. No confiéis en lo que veis en el mundo de Morfeo porque os deslumbra con sus pesadillas e imágenes que no existen, ya que son fruto de vuestra imaginación.

—Pero es precisamente en la fantasía donde encuentro la paz necesaria para poder afrontar mis días. En la fantasía y el amor, que es la única fuerza que me proporciona las ganas de seguir.

—De acuerdo. Sin embargo, no me parece que sea de gran ayuda. Como no lo son vuestros ángeles —lo azuzó Cavalcanti.

Dante estaba estupefacto. No esperaba que su amigo le propinara ese golpe bajo. Se sintió ofendido y se negó a pasarlo por alto. Confiaba en estar equivocado, así que le dio una última oportunidad.

—¿Por qué? ¿Qué sugerís?

Guido se quedó callado, como si se hubiera arrepentido de lo que había dicho. No se disculpó, pero cuando habló su tono fue menos áspero y afilado que antes.

—Os entregáis a amar creyendo que eso es participar de lo divino y, al hacerlo, esperáis poder escapar del mal del mundo. Pero no podéis hacerlo. Y si hoy Florencia está al borde del abismo es porque el intelecto del hombre está dirigido únicamente por razones naturales y no tiene nada de espiritual. Y eso no puede controlar el amor que, en cambio, abruma la mente y nos deja postrados a causa de pasiones y tormentos humanos. Escuchadme por una vez y olvidad ese deseo irracional de refugiaros en el amor. Es sufrimiento y miseria. Y os agotará más aún que la violenta sed de sangre de Corso Donati.

Dante ya no pudo seguir escuchando. Apretó los puños.

—¿Por qué —preguntó— hoy me golpeáis con palabras tan duras como el jaspe? ¿Qué os he hecho para merecer tal castigo? Sé lo que pensáis sobre el amor, lo hemos hablado muchas veces. Y si en alguna ocasión estuvimos de acuerdo, ahora ya no es el caso. ¡También continuamos siendo amigos, aunque no haya ocasión en la que no me deis a entender lo poco que me respetáis por haberme convertido en un cobarde, y no ser ya un hombre dotado de un corazón noble! Estáis tan devorado por esta ansia de demostrar la superioridad de vuestras convicciones que ahora ya ni siquiera me escucháis. Por eso vengo a visitaros con menos frecuencia, porque nuestras conversaciones demasiado a menudo terminan en un diálogo de acusaciones recíprocas y no quiero que esto suceda. —Habiendo dicho esas palabras, Dante respiró hondo. Luego dejó que su mirada vagara entre los cipreses y los setos del jardín, y en ese verdor intentó ahogar el resentimiento que, de repente, parecía haberle corrompido el corazón.

Guido se puso de pie. Dio unos pasos hacia un ciprés. Se detuvo, dándole la espalda a su amigo. Dante tuvo la sensación de que se preguntaba qué era mejor decir. O hacer. La suya no era una amistad fácil. Requería compromiso.

Como si estuviera leyendo en lo más profundo de su ser, Guido se volvió y dijo:

—Las amistades deben cultivarse. Y la nuestra especialmente, ya que de los anteriores acuerdos perfectos de intelecto y espíritu ambos hemos emigrado hacia creencias diferentes. Vos tenéis gran confianza en la fe y veis en el amor vuestra salvación, ya que en la mujer a la que veneráis encontráis al ángel dispuesto a salvaros, capaz de acercaros a Dios. Yo, en cambio, solo veo dolor y sufrimiento y ella me parece distante e inalcanzable. Y en estos tiempos oscuros y feroces, en los que Florencia no es más que la prostituta muerta que los perros devoran, creer que se puede combatir la rabia de los hombres con la devastación del corazón no es algo que me parezca muy sabio. Sin embargo, conozco las razones que os hacen pensar lo contrario y las respeto, y después de todo no pueden ser motivo suficiente para romper nuestra amistad. ¿Qué clase de hombres seríamos si fuera de otro modo?

Y mientras Guido decía esto, Dante se dio cuenta de que estaba apelando al sentido común y a la templanza que, entre otras tantas virtudes, era una de las que más le faltaban. Apreció ese esfuerzo porque conocía la naturaleza desdeñosa de su amigo, fácilmente propenso a la culpa y la soledad. Él también era así, y durante mucho tiempo habían sido el uno refugio para el otro. Por eso se puso de pie, acercándose a él, mirándolo a los ojos.

—Guido —dijo—, os agradezco vuestras palabras. Desde hace un tiempo tal vez no pensemos de la misma forma, pero reconozco en vos un corazón fuerte y leal. A pesar de algunas de nuestras diferencias, acordémonos siempre el uno del otro, puesto que, podéis creerme, se acerca un tiempo en el que nada será como antes.

—Estáis preocupado, Dante, lo he advertido en cuanto os he visto. ¿Qué os corroe?

—Los tiempos que vienen. Estas continuas pesadillas que me laceran el alma y no me dejan descansar. No entiendo su significado, pero me aterrorizan. No puedo hablar con Gemma sobre eso porque me tomaría por loco. Hay algo extraño en mí, como si presagiara lo que está a punto de suceder sin comprenderlo del todo. Y esta apariencia de verdad, esta frágil intuición, me hace temer lo peor y ser plenamente consciente de ello incluso sin saber qué hacer. Hoy he visto los ojos de Corso Donati y he divisado el abismo. Sospecho que pronto todos estaremos perdidos.

—Si este es nuestro destino, así será, pero al menos no habremos malogrado nuestra amistad. —Y, sin añadir nada más, Guido lo abrazó.

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