Dante

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Primera parte. La inquietud » 10. Negociaciones

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Negociaciones

Los cientos de velas emitían una luz intensa y, a pesar de que era de noche, se veía como a pleno día. Ruggieri degli Ubaldini parecía haberlo estado esperando durante mucho tiempo. Estaba sentado en el gran salón del palacio Municipal, como si fuera el señor de Pisa. Ugolino tuvo que contenerse para no sacar la espada y cortarle la cabeza. Y tal vez, pensaba, eso era justo lo que debería haber hecho.

Frío y arrogante con las sacras vestiduras de su túnica de arzobispo, Ruggieri acudió a recibirlo, mostrando una distante cortesía, como si estuviera recibiendo a un súbdito suyo.

—No os esperaba tan pronto —dijo lacónicamente. El labio delgado se torció de lado, en una mueca.

—Me lo puedo imaginar —replicó Ugolino, que no tenía intención de perder el tiempo—. Gracias por guardarme el lugar que me pertenece, ahora haceos a un lado.

El arzobispo sonrió, pero no había nada divertido en aquella expresión. Más bien producía escalofríos.

—Las cosas han cambiado —se limitó a decir.

—¿De verdad? —preguntó Ugolino con desdén.

Ruggieri asintió. Luego prosiguió:

—Mirad, amigo mío…

—¡No soy vuestro amigo! —lo interrumpió de inmediato el conde de Donoratico.

—¿Lo decís en serio? Sin embargo, era vuestro interés que mis partisanos sacaran a vuestro sobrino de la ciudad para que Pisa volviera a vuestras manos. ¿Lo habéis olvidado?

—¡En absoluto! Ciertamente no me falta memoria, pero tengo la impresión de que estáis mintiendo.

El arzobispo se puso las manos en las caderas.

—¡Bonito ingrato estáis hecho! —Su voz fina pronunció la palabra «ingrato» como si fuera el silbido de una serpiente—. Realmente fuisteis vos quien me pidió ayuda, y ahora… ¿esta es la gratitud con que me pagáis?

—Tenéis una extraña forma de contar los hechos. Fuisteis vos quien me propuso alejar a mi sobrino. Acepté esa propuesta, ¡y ahora me arrepiento de haberlo hecho! Porque lejos de querer favorecerme, simplemente habéis urdido un plan con el único propósito de tomar posesión de Pisa.

—Ahora estáis exagerando —respondió el arzobispo—. Algo ha cambiado, por supuesto, pero de modo completamente ajeno a mi voluntad. Veréis, la facción a la que pertenezco se ha convertido en portadora de algunas propuestas y, desde luego, como jefe no pude ignorarlas, ¿no os parece? ¡Señor Sismondi! —dijo Ruggieri con una voz de repente imperiosa. Fue entonces cuando apareció un joven apuesto, pero de mirada arrogante, con cuatro escuderos.

—¡Lancia! —llamó Ugolino. Dijo el nombre con calma, aunque con la plena conciencia de que si se trataba de llegar a las manos, no hacía falta que se lo pidieran de rodillas.

Mientras su hombre de confianza colocaba la mano derecha sobre la empuñadura de su espada, Ruggieri levantó los brazos.

—¡Por caridad! Ciertamente no estamos aquí para hacernos pedazos, ¿no creéis? Si tan solo me escucharais… —dijo en tono desconsolado—, no habría necesidad de espadas ni dagas.

—Sin duda así será, cuando dejéis de actuar de una manera que desmienta vuestras palabras.

—No hacen falta espadas —terció Uguccione Sismondi—. Lo que el arzobispo quiere deciros hoy es que la parte gibelina de la ciudad de Pisa apoya vuestra guía y, al hacerlo, quiere que acompañéis a mi persona.

¡Ahí estaba el misterio revelado, entonces! Ahí estaba el engaño astutamente preparado. Querían que le brindara apoyo un noble vástago del lado adversario para condicionar sus elecciones. Y ese bastardo de Ruggieri ni siquiera había tenido agallas para enfrentarse a él personalmente. Se escondía detrás del rostro imberbe de ese muchacho para fingir que no le interesaba la ciudad, cuando ocupaba su palacio más importante. Ese hecho le revolvía el estómago. No se esforzó en disimular su disgusto. No le importaba si con ello arruinaba cualquier posibilidad de negociación. Había ido allí para recuperar la ciudad, no para llegar a acuerdos que lo dejaban en una situación todavía peor que la anterior.

—Pero ¿cómo? —preguntó incrédulo—. ¿Me habéis librado de Nino Visconti para endilgarme a un ejemplar aún más joven de una noble casa gibelina? ¿Y con qué propósito? ¿Y por qué, vuestra gracia, debería aceptarlo, a vuestro parecer?

—¡Vamos, caballero! —dijo el arzobispo, tratando de calmarlo—. ¡Para legitimar vuestra investidura como señor de Pisa! Si disponéis del señor Sismondi, también obtendréis la alianza de Gualandi y Lanfranchi, ¡y bien sabéis cuán necesario resulta su apoyo para poder gobernar la ciudad!

Pero el conde Ugolino no tenía intención de morder el anzuelo. Había caído directamente en una trampa y ahora quería salir de ella cuanto antes. Hizo un gesto a Lancia, que, sin perder más tiempo, sacó su espada.

—Bien —les dijo a los hombres armados que acompañaban a Uguccione Sismondi—, si alguno de vosotros intenta amenazarme, tendrá que cruzar su espada conmigo. Y no va a salir bien parado de eso.

El arzobispo levantó la mano, deteniendo cualquier reacción incipiente.

—¿Así que esta es vuestra última voluntad? ¿Dejar el lugar de la palabra a la espada?

—No he tenido otra opción desde el momento exacto en que regresé.

Ruggieri negó con la cabeza.

—No es cierto. La habéis tenido, vaya si la habéis tenido. Se os propuso compartir el gobierno de la ciudad con el heredero legítimo de la casa de los Sismondi, un joven líder del partido gibelino, y lo habéis rechazado.

—Sabéis perfectamente bien que lo que estáis diciendo no es más que un puñado de mentiras. La verdad es que, utilizando su nombre, queréis reinar sobre Pisa. Pero os puedo garantizar que no será tan fácil.

Sin esperar más, el conde Ugolino y Lancia se movieron hacia atrás con las espadas desenvainadas. Este último agarró una antorcha e iluminó el camino. Juntos bajaron las escaleras del palacio Municipal. Nadie los siguió, pero sabían que era solo una cuestión de tiempo y que Pisa se cerraría con ellos dentro como una boca llena de colmillos.

En unos instantes llegaron a la puerta. Los guardias no les pusieron impedimentos y los dejaron pasar.

Pronto estuvieron afuera y la oscuridad los acogió, pero ya escuchaban las órdenes a gritos y el estrépito de espadas. Corrieron por las calles estrechas hasta la piazza delle Sette Vie y el palacio del Pueblo, donde Ugolino había establecido su cuartel general. Incluso en el negro manto de la noche, el conde y Lancia sentían la amenaza de la torre de la Muda, que se erigía como un presagio a las espaldas del palacio Gualandi.

Justo cuando estaban a punto de entrar, advirtiendo a los guardias de las puertas de que pronto la ciudad se convertiría en un infierno, las campanas empezaron a tocar a rebato.

La lucha por el poder había comenzado.

Y no terminaría hasta que la sangre inundara Pisa.

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