Dante

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Primera parte. La inquietud » 11. Fantasma

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Fantasma

Arezzo había gritado su nombre. Cuando entró en la ciudad, después de los sucesos de Pieve al Toppo, fue aclamado a voz en grito. Ahora asumía el papel de capitán del pueblo y se encontró, a pesar suyo, teniendo que presidir el consejo que hacía de contrapeso al del alcalde. Por supuesto, el señor de Arezzo seguía siendo monseñor Guglielmo degli Ubertini, pero, gracias a su éxito militar, era precisamente a ese arte al que Buonconte tenía que dedicarse con todas sus fuerzas y, en una ciudad como esa, con ganas de demostrar su propio temperamento belicoso, las oportunidades estaban a la orden del día.

Por no mencionar que, para ser del todo honestos, lo que más extrañaba era la libertad de vivir su vida como quería. Así, en una rara pausa entre sus muchos deberes, se quedó en una de las posadas en los alrededores de la ciudad. Tenía una buena jarra de Montepulciano tinto sobre la mesa y un poco de carne, ya fría, que no fue capaz de terminarse a pesar de que estaba guisada en una sabrosa salsa.

Se sirvió un poco de vino y probó su fuerte sabor. Estiró las piernas y disfrutó de la copa hasta el final.

El posadero lavó los platos en un rincón, detrás del mostrador, y en algún lugar alguien se estaba entregando a los placeres de la carne. Al menos, a juzgar por los gemidos que se escuchaban a intervalos regulares.

Le parecía que había pasado un siglo desde la última vez que se había acostado con su esposa. El puesto de capitán del pueblo lo absorbía por completo. La vista de la sangre y el horror, que para él eran asuntos cotidianos, lo dejaba sin esperanzas de poder dar afecto. El esfuerzo y los compromisos que se vio obligado a aceptar, debido a la complicada maquinaria administrativa y judicial de la municipalidad, lo volvieron sensible a la ira, y estaba disgustado consigo mismo porque ya no era el hombre que había sido. Y por eso prefirió dejar a su esposa Giovanna en casa sin forzarla a soportar su presencia. Claro, a veces volvía, pero sobre todo vivaqueaba en alguna posada, como aquella noche. ¿Lo convertía eso en un fantasma? Probablemente sí, pero mejor limitarse a ser la sombra de sí mismo que levantar la mano a su esposa, consumido por la guerra y por la sangre.

Se sirvió más vino hasta que escuchó gritos. Esta vez el placer no estaba involucrado en absoluto. Aquel era un grito de terror.

Se puso en pie de un salto un instante después, apartando la mesita de madera de un empujón, dejando caer la jarra de vino y la copa. El posadero blasfemó.

Desoyendo las maldiciones y agravios de este último, Buonconte ordenó silencio. Se oían constantes gritos y luego un nombre. La voz era la de una mujer.

—Esa puta de Maddalena —murmuró el posadero.

—¿Dónde está su habitación? —preguntó Buonconte.

En respuesta recibió una mirada hacia arriba.

Sin perder ni un segundo, corrió hacia la escalera de madera. Se apresuró a subir los escalones. Cuando llegó a la galería, caminó por un corredor. Tan pronto como vio la puerta detrás de la cual se escuchaban los gritos, la abrió de un empujón con el hombro.

Los goznes cedieron y se encontró en un cuartucho escasamente iluminado. En el claroscuro proyectado por la luz frágil de algunas velas vio el rostro de una mujer llorando y un hombre parado allí desfigurándola con un cuchillo.

—¡Vos! —tronó Buonconte—. ¡Deteneos inmediatamente!

El hombre miró hacia arriba. Los ojos negros eran los de un animal.

—¿Y quién sois vos? ¿Qué queréis?

—Soy el capitán del pueblo y haré que te arrepientas de haber nacido —rugió Buonconte.

Luego en un par de zancadas estuvo sobre el hombre y lo agarró apretándole el cuello con la mano derecha enguantada. A continuación lo lanzó contra la pared.

Mientras el hombre intentaba averiguar dónde estaba, Buonconte comprobó cómo se encontraba la mujer. La vio tratando de levantarse. Su rostro goteaba sangre de un corte profundo.

Pero Buonconte no tuvo tiempo de hacerle caso como quería, puesto que su adversario estaba de nuevo en pie. Había sido más rápido de lo que esperaba.

Ni siquiera consiguió sacar la espada: la hoja de la daga brilló en la tenue luz de la habitación. Esquivándolo de un salto, Buonconte evitó la estocada con la que el hombre intentó abrirle el vientre. Entonces, mientras el otro volvía al ataque nuevamente, logró bloquear su mano armada a la altura de la muñeca, golpeándola contra la pared. Una vez, dos veces, tres veces. Mientras luchaba con todas las fuerzas que tenía en el cuerpo, los ojos de Buonconte se posaron en el cuello del hombre y vio que tenía una marca de nacimiento oscura: la forma de alguna manera recordaba a la de un gran anzuelo.

Finalmente, su enemigo soltó la daga. Buonconte lo golpeó con un derechazo, lo que hizo que se estrellara contra la puerta.

Visto cómo había reaccionado antes, el capitán del pueblo no perdió el tiempo y se le abalanzó encima. Hizo lo más simple y efectivo: agarró al adversario por la camisa y lo arrojó escaleras abajo. El hombre se contusionó el costado, luego el hombro y la cabeza. Cuando llegó al final parecía más muerto que vivo. A pesar de todo, encontró la manera de ponerse de pie. Bastante magullado, era cierto, pero aún con la fuerza para proferir amenazas:

—Lo pagaréis muy caro, podéis estar bien seguro de ello.

—Me estremezco solo de pensarlo —replicó con sorna Buonconte.

El otro lo miró con los ojos inyectados en sangre. Luego cojeó hasta la puerta de la posada y salió bajo la mirada incrédula del dueño.

Buonconte gritó en dirección de este último:

—Conseguidme aguardiente. Y también necesitaré aguja e hilo. ¡Rápido!

Sin perder ni un instante más regresó a la habitación de la joven prostituta. La encontró llorando.

—Maddalena… Te llamas así, ¿no? —le preguntó con la mayor dulzura posible.

La niña asintió.

—Está bien, tendrás que ser fuerte —dijo Buonconte—. Ahora necesito más luz. Tenemos que bajar las escaleras. ¿Te ves capaz?

Maddalena asintió. Buonconte la tomó en sus brazos. Era frágil e inocente. Se preguntaba cómo podía haber terminado en ese tugurio. Pero luego se respondió a sí mismo que la miseria estaba en todas partes y que las mujeres nunca habían tenido elección en aquel mundo. Y si no disponían de medios, no eran más que esclavas.

Ella se le aferraba como si fuera su última esperanza. Se quedó callada. Había dejado de llorar.

El posadero había cerrado la puerta del mesón y preparado una palangana con agua fría y una toallita. El capitán del pueblo la empapó y limpió la herida. El corte era bastante profundo, pero no tanto que no se pudiera coser.

Después de lavar la sangre, Buonconte tomó un frasco de aguardiente, arrancó el corcho con los dientes, escupiéndolo quién sabe dónde, y enjuagó el corte de nuevo para desinfectarlo lo mejor posible.

—Ahora bebe tanto como puedas. Tengo que curarte la herida y te dolerá —dijo, entregándole el frasco a la niña.

Maddalena se lo llevó a los labios y bebió unos sorbos. Poco a poco su mirada se fue nublando. Finalmente perdió el sentido. Fue entonces cuando Buonconte, tomando los bordes de la herida, comenzó a coser.

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