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Epílogo. La rebelión » 70. Hacia Fiesole

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Hacia Fiesole

Gemma se había ido el día anterior con Lapa. Él, aquella misma mañana.

Después de que Giano della Bella tronara en la plaza contra los magnates, habían decidido pasar unas semanas fuera de Florencia. No tenían la intención de abandonar la ciudad, sino de recuperar el equilibrio necesario para afrontar los días venideros.

Dante entró en el establo. Ya había ensillado a Némesis y, más resuelto que nunca a marcharse, la sacó. Saltó sobre su grupa y la espoleó.

Pronto alcanzó la puerta de la ciudad y salió. Al cabo de un rato, el camino bordeaba los campos pardos cubiertos por el rocío de la madrugada. Mientras Némesis galopaba indomable y orgullosa, con las crines mecidas por el viento, Dante miraba las columnas de los cipreses inclinarse bajo la fría brisa del invierno que se avecinaba y el sol plateado que estiraba sus rayos para embellecer con ópalo la campiña toscana. Tal vez todavía había esperanza, se dijo a sí mismo, mientras aceleraba por la senda que conducía a las colinas de Fiesole. Quizá volver a las raíces, a la tierra, a las fatigas y a la magia de los ritmos antiguos aplacaría el alboroto que albergaba su corazón inquieto.

¿No eran los Alighieri, después de todo, hijos de Cacciaguida degli Elisei, el noble caballero cruzado? Entonces ¿cómo iban a poder aquellos hombres de las plazas decidir por él? Ellos, que no tenían origen noble, que ni siquiera entraban en las filas de la plebe y, por tanto, no eran ni carne ni pescado, y, de hecho, con las ganancias del comercio acumulaban en sí mismos tanto los defectos y la arrogancia de aquellos que eran realmente nobles como las miserias de los pobres y sus gustos toscos y viles, y en su ciénaga de sentimientos y aspiraciones pretendían ahora encumbrarse como hombres de gobierno. Cansado de esas inexplicables expectativas, de aquel deseo de prevaricación y codicia, encaradas únicamente al beneficio personal y nunca al bien de la comunidad, Dante se sentía como un Cincinato[2] retirándose a las colinas para protegerse, a sí mismo y a los que amaba, de una locura desenfrenada. Quería ir por su cuenta y comprender por qué valdría la pena luchar a partir de aquel momento. Y redescubrir una dimensión honesta y sincera de la vida, lejos, al menos por un tiempo, del clamor de la lucha por el poder y del mero beneficio a corto plazo.

Cabalgó sin descanso. Abrió los brazos y se dejó llevar por la brisa que soplaba intensamente sobre las suaves laderas de los cerros.

Se prometió a sí mismo que dedicaría su vida a algo más grande y más noble que el cálculo y el compromiso, que no olvidaría la belleza y el alma cegadoras de Beatriz y el alma generosa de Gemma, no las traicionaría en nombre del resentimiento. No cambiaría el arte y el amor por la vida pública y un puñado de grupúsculos que únicamente soñaban con reducir a cenizas esa ciudad que, a pesar de todo, veneraba por encima de cualquier cosa.

Florencia merecía ser celebrada, y no solo ahogada en sangre y odio, y, por lo tanto, mientras los campos color pardo se convertían en grandes extensiones arcillosas, cubiertas de viñedos y olivos, y la bóveda cerúlea del cielo hechizaba sus ojos, Dante juró que dedicaría su vida a contar la adoración por las mujeres que llevaba en el corazón y por la ciudad a la que había consagrado la vida misma.

Al llegar a una meseta, tiró de las riendas hacia sí y detuvo a Némesis. Desmontó de la silla y condujo a la yegua de brillante pelaje a una fuente. Miró al frente. Vio Florencia a través de la dura placa de la luz invernal, la vio desde lejos orgullosa y guerrera, erizada de torres, magnífica y ofrecida a la llanura como la más espléndida de las amantes, rodeada de pardas tierras y coronada de sierras.

Respiró hondo y sumergió los ojos en aquella belleza.

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