Dante

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Primera parte. La inquietud » 13. Trazos

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Trazos

Después de ir al Oltrarno y disfrutar de un buen vino tinto, el poeta y el pintor habían dado un paseo hasta llegar a un pequeño campo. Allí se sentaron en la hierba y Giotto puso a la vista sus dibujos.

Dante cedió a su propio asombro.

Su amigo había hecho dibujos a carboncillo increíbles, por decir lo menos. Lo había conseguido usando docenas y docenas de recortes de pergamino.

—Los recuperé de los restos de la scriptoria —le dijo a Dante—. Tengo un amigo monje que los colecciona y me los proporciona a cambio de unas pocas monedas.

—¿Y los llenáis de estas maravillas? ¿Y de dónde sacáis los carboncillos para dibujar de una manera tan fascinante?

El joven pintor asintió. Le complacía que las imágenes hablaran por él. Además, estaba más que dispuesto a mostrarse ante Dante: primero, porque era amigo suyo, y segundo, porque cuando podía hablar de dibujo y pintura su proverbial laconismo se rendía a una pasión ardiente que lo llevaba a revelar una cantidad impensable de detalles.

—Me gusta caminar. La tierra siempre da buenos frutos. Especialmente a nosotros, a los que amamos dibujar y pintar. Por eso me encanta ir recogiendo ramitas de sauce, delgadas pero fuertes. Las pongo a secar y luego con mi navaja voy puliendo los extremos hasta conseguir una punta bien afilada. —Giotto hizo una pausa, como si estuviera hablando demasiado rápidamente. Miró el cielo azul y vio una perdiz en vuelo. Luego prosiguió—: Después los meto en una olla, sellando la tapa con arcilla, para que no se pueda abrir. Antes de irme a dormir pongo la olla en el fuego hasta la mañana siguiente. Una vez sacadas de la olla, las dejo enfriar y entonces las puedo usar sobre el pergamino.

Dante vio rostros de mujeres magníficas: rasgos delicados y angelicales, llenos de gracia. No obstante, también le impresionó una escena saturada de formas que Giotto había logrado dibujar con trazos simples y seguros pese a lo pequeño que era el trozo de pergamino. Era como si ese boceto suyo hubiera dilatado el espacio.

Sin embargo, no conseguía entender cómo las líneas de Giotto podían ser tan suaves y armoniosas hechas con un carboncillo obtenido de delgados palitos de sauce. Habría esperado que el trazo fuera mucho más duro y menos íntegro, en cambio, resultaba exactamente lo contrario.

—Pero ¿cómo os las arregláis para conseguir un trazo tan delicado? —preguntó, formulando sus dudas en voz alta.

Giotto sonrió.

—Sois un observador atento.

Dante negó con la cabeza.

—En absoluto, amigo mío; lo que veo es de tal belleza que me deja sin palabras. Sería extraordinario poder emplear el lenguaje de la manera en que vos sois capaz de dar forma al espacio.

—Bueno, estoy intentando hacer una versión grasa y blanda de los palitos de carboncillo de los que os he hablado.

—¿Una versión… grasa? —peguntó Dante, extrañado.

Giotto asintió.

—Exactamente. Mirad, una vez que mis carboncillos ya están listos, los dejo ablandar en aceite de linaza por un cierto tiempo. Hay que ir con cuidado porque si se dejan en remojo demasiado tiempo se obtiene una friabilidad tan marcada que el carboncillo se desmenuzará al usarlo. Y el trazo en el papel será fácil que se altere y se borre.

—Por lo tanto, el aceite de linaza sirve para templar la dureza.

—Así es. Si se tiene la suficiente paciencia, el palillo carbonizado proporcionará una línea suave y aterciopelada.

—He ahí el misterio revelado —señaló Dante, perdiéndose de nuevo entre las delicadas y elegantes líneas de los dibujos.

Miró las caras de los abades, el rostro níveo de una virgen, las esbeltas columnas de un templo que recordaban a las de Arnolfo di Cambio, un Jesús sufriente en la cruz, con el cuerpo delgado y torturado, las huestes de ángeles guerreros en el acto de rebelarse, una ciudad con torres almenadas, una procesión de dolientes, mujeres gritando de dolor con las mejillas surcadas de lágrimas y muchas otras imágenes con un encanto magnético.

El amigo le puso una mano en el hombro. El sol de junio brillaba alto en el cielo. Los rayos perforaban el algodón de una nube traviesa.

De repente, la luz inundó el prado. La hierba verde y las copas de los cipreses en la distancia.

Dante respiró hondo. Tenía la sensación de que aquella quietud, aquella paz que había encontrado después de la pelea con Gemma, precedía a una nueva tormenta.

Pero al alzar la mirada y cruzarla con aquella otra mirada, sincera, de Giotto, se dijo a sí mismo que bien podía disfrutar esos momentos.

De nada servía atormentarse por el futuro. Tarde o temprano, el dolor llegaría.

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