Dante

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Primera parte. La inquietud » 14. Carbone

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Carbone

Caía la noche. El cielo iba cambiando el azul por el marrón cobrizo. Sin embargo, el aire seguía incandescente y Florencia parecía hundirse en la boca del infierno. Dante volvía de Oltrarno y se dirigía a su casa.

En el camino se encontró en Baldracca, el distrito más infame e inmundo de la ciudad. Entre las antorchas y los fuegos de los vivaques, una humanidad miserable trataba de sobrevivir en esa letrina al aire libre.

Las calles estaban inundadas de aguas residuales. Mientras caminaba, Dante vio a dos hombres palear en el suelo y cargar de estiércol la plataforma de un carro. Se tapó la nariz con el brazo, pero aun así el hedor era insoportable. Se tambaleó, casi perdiendo el equilibrio, a causa de aquel olor mefítico.

Un mendigo se le acercó pidiendo dinero. Tenía los dientes podridos y los ojos brillantes y llorosos. Dante no llevaba siquiera una moneda encima, la última la había usado para ofrecer vino a Giotto, y lo apartó de sí lo mejor que pudo. A ambos lados de la calle que iba recorriendo se abrían las puertas de los burdeles y de las tabernas. Las voces enronquecidas por el vino recorrían el aire del crepúsculo. Dos hombres intentaban rajarse el vientre el uno al otro con cuchillos.

Dante siguió recto, completamente ajeno a ellos. Una prostituta de negra cabellera se dirigió a él en un intento desesperado de ofrecerle sus servicios, pero apenas podía tenerse en pie. Desaliñada y cubierta de hollín y sangre, se puso de pie gritando en su dirección hasta que Dante dobló la esquina.

Para aquel barrio no había esperanza: un estercolero de almas perdidas que luchaban todos los días para superar la noche.

Ladrones, vagabundos y asesinos cometían los crímenes más monstruosos sin que los capitanes del pueblo hicieran nada para mantener la situación bajo control. Ese era un territorio sin reglas, una zona franca donde cualquier cosa podía suceder. Ni siquiera la guardia de la ciudad se atrevía a adentrarse allí. Las bandas de asesinos se repartían las calles que atravesaban esa tierra de nadie.

Dante hubiera podido dar la vuelta y alargar el camino, evitando Baldracca, pero estaba cansado y quería llegar a casa. Y además era un hombre solitario, sin dinero. No vestía de manera llamativa y caminaba decidido, sin mirar a nadie. No tenía nada que temer.

Continuó hasta que, después de pasar por una tienda de chatarra, alcanzó la altura de una posada de cuarta categoría con un letrero cuarteado que representaba una luna en el pozo. Allí se encontró frente a un hombre de imponente tamaño. Una nube de luz proyectada por la antorcha que iluminaba el cartel se extendía todo alrededor, pero dejaba al gigante en las sombras. Dante no lo reconoció de inmediato, ya que el sol había dado paso a la oscuridad.

Sin embargo, tan pronto como el hombre se dirigió a él con una voz desagradable y arrogante, supo de inmediato quién era.

—¡Aquí estáis, señor! ¡En todo vuestro esplendor! —Después de hablar, Carbone de Cerchi estalló en una carcajada atronadora. Había algo perturbador en su risa, algo que habría helado la sangre a cualquiera.

Dante, en cambio, no se alteró. No era un león, aunque tampoco una oveja. Sabía que saldría perdiendo contra ese hombre, pero también era consciente del hecho de que este último no tenía nada en su contra.

—Decidme, Carbone, qué es lo que queréis de mí —requirió entonces con sincera curiosidad.

El gigante se acercó y, bajo la luz de la antorcha encendida, Dante lo vio sonreír en una mueca. Sus ojos oscuros brillaron en el reflejo de la antorcha. Carbone apuntó un dedo a su pecho, empujándolo levemente.

—No vinisteis donde Vieri cuando nos enteramos de lo que había sucedido en Pieve al Toppo.

Entonces ¡ese era el problema! Vieri tenía miedo de ser desautorizado. No por él, Dante nunca lo habría hecho, pero temía que Corso intentara cuestionar su autoridad dentro de la facción güelfa de Porta San Piero.

—Entiendo —dijo.

—¿En serio?

—Creéis que al presentarme directamente ante Corso Donati yo quería saltar por encima de Vieri y los Cerchi, aunque la cosa no fue así en absoluto.

—Ah, ¿no? ¿Y cómo fue? —preguntó, inclinándose hacia delante, bajando su gran cabeza a la altura de la de Dante. Lo miró fijamente a los ojos con una rabia fría, como si estuviera pensando en comérselo vivo.

—El otro día volví tarde a Florencia, después de las vísperas. Cuando llegué a casa, mi esposa Gemma me informó de que el señor Corso Donati, su primo, había ido a buscarme. No había dicho nada excepto que me presentase a la mañana siguiente en su palacio porque tenía que hablar con todos sobre un hecho importante.

Al escuchar aquellas palabras, Carbone de Cerchi guardó silencio. Como si quisiera pensar largo y tendido sobre las implicaciones de lo que acababa de escuchar.

—¿Qué debería haber hecho? —lo instó Dante.

Carbone reaccionó de inmediato.

—¡Ir donde Vieri!

—¿Por la noche?

—¿No os pareció extraño que el señor Donati acudiera directamente a vos? Prestad atención a lo que me vais a responder.

—¡Y tanto que me pareció extraño! Hasta tal punto que pedí a vuestro primo que viniera inmediatamente, mi esposa puede confirmarlo.

Carbone asintió.

—Está bien. Quiero confiar en vos por esta vez, señor Alighieri, pero no tengo intención de dejaros sin una advertencia: nunca más volveréis a hacer algo semejante. Así sea noche profunda siempre tenéis que acudir en primer lugar a los Cerchi, o como que hay Dios que os arrepentiréis amargamente.

—¿Me estáis amenazando?

—Y si fuera así ¿qué? ¡Por supuesto que os estoy amenazando! ¿Pretendéis cuestionar mi autoridad?

—En absoluto.

—Entonces id por el buen camino. No me gustaría que ciertas parentelas os metieran ideas extrañas en la cabeza.

Dante suspiró.

—Tengo muchas ideas que se consideran extrañas, pero entre ellas no se cuenta la de adquirir poder a través de mis relaciones familiares.

Carbone de Cerchi dejó escapar otro rictus, que esta vez se parecía mucho a una sonrisa.

—Sí, sois poeta, ¿no es cierto?

—Escribo con algunos amigos.

La sonrisa se ensanchó.

—Ese loco de Cavalcanti, otro que es mejor perder que encontrar.

—No estoy de acuerdo.

—Está bien, está bien —dijo Carbone, dando por zanjado ese discurso que no estaba llegando a ninguna parte. Luego, con una de sus manos colosales, agarró a Dante por el hombro—. De todos modos, espero haber sido claro. No habrá una segunda oportunidad. Confío en una fidelidad ciega de vuestra parte. De lo contrario, no viviréis lo suficiente para contarlo.

—La tendréis.

—Quitaos del medio. —Y diciendo eso, Carbone lo soltó, empujándolo hacia delante.

Dante se encontró apoyando los brazos contra la pared de la posada para mantener el equilibrio. Luego empezó a caminar de nuevo como si nada hubiera sucedido.

A sus espaldas, sin embargo, Carbone emitió una última advertencia.

—Recordad: sé dónde encontraros.

En el aire nocturno aquellas palabras sonaron, cuando menos, siniestras.

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