Dante

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Primera parte. La inquietud » 17. … hasta el final

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… hasta el final

—Señor Upezzinghi, ¿sois vos? —preguntó el hombre que había salido por la puerta de la iglesia.

Lancia reconoció la voz. Era la del Brigada.

—Nino —le dijo—, ¿qué os ha ocurrido?

—Nos han destrozado. Durante una emboscada. Los hombres del arzobispo…

—Venid —lo instó Lancia—. Me lo contaréis todo cuando estemos a buen recaudo. Primero regresaremos al palacio del Pueblo. No me gustaría tener algún encontronazo. ¿Cuántos hombres tenéis con vos? —preguntó al ver que varias otras siluetas iban saliendo por la puerta de San Frediano.

—Somos unos quince. Anselmuccio también está con nosotros.

—¡Mejor así! ¡Seguidnos! —ordenó Lancia.

Y sin añadir nada más partió, con el sobrino del conde y los soldados a su espalda. Dejaron atrás la iglesia y, avanzando velozmente, llegaron de nuevo a la piazza delle Sette Vie. Milagrosamente estaba todavía vacía.

Corrieron a una velocidad vertiginosa hacia el palacio del Pueblo. Las luces parpadeantes de las velas brillaban detrás de los cristales. Los guardias los dejaron entrar.

—Por favor, tío, os pido que perdonéis a mi marido.

El arzobispo Ruggieri miraba a la mujer que estaba frente a él. Guapa y altiva, su rostro expresaba, a pesar de todo, humildad y sincera reverencia. Capuana cayó de rodillas. Su tío no había calculado tanta pasión y serena dignidad.

—Misericordia —repitió con aquella voz melodiosa y sensual al mismo tiempo.

Desde siempre al arzobispo le costaba mucho negar a su bella sobrina cualquier cosa que le solicitase, pero esta vez sabía que iba a decepcionarla. Y, sin embargo, a pesar de lo que le dictaba su cabeza, le parecía tener que desclavarse un puñal de su propio pecho para pronunciar las palabras necesarias.

Titubeó, aunque sabía que llegaría aquel momento. Se lo había estado repitiendo todos los días anteriores. Tenía que mantenerse lúcido. No podía ceder solo porque lo había seducido el rostro de su sobrina.

¿Había quizá alguna posibilidad de salvar a Ugolino? No realmente. Si tan solo hubieran tenido la valentía de ceder, los Gualandi y los Sismondi habrían pedido su cabeza. Y por mucho que se preocupara por Capuana, por más que en varias ocasiones hubiera fantaseado con la posibilidad remota de seducirla, ya que a pesar de la ostentación de moralidad abrigaba un alma impura, y por mucho que finalmente hubiera sublimado ese deseo prohibido con la voluntad de cumplir cada petición suya, pues bueno, se repitió a sí mismo, aquella noche no podría ser.

Sabía perfectamente que la ciudad había resonado con el hierro de sus secuaces. Y que con ello entregaba Pisa a los gibelinos. Y ahora tenía que seguir adelante hasta el final.

Se puso de pie y, tomando las manos de Capuana entre las suyas, la ayudó a levantarse.

—Por favor, no debéis permanecer arrodillada frente a mí —dijo con un hilo de voz.

—Respondedme, tío —contestó la mujer, instándolo a seguir.

Ruggieri suspiró. Bien podría explicarle cómo estaban yendo las cosas.

—Capuana —comenzó con una voz quebrada por la emoción—, me encantaría complaceros, ni siquiera llegaríais a imaginar cuánto, pero lamentablemente el conde Ugolino me amenazó de muerte. Y, creedme, esto es lo de menos. Yo lo perdonaría con mucho gusto si dependiera solo de mí. No obstante, como sabréis, también traicionó a su ciudad para entregarse a Corso Donati y a Florencia, y eso no podemos tolerarlo. ¿Acaso deberíamos dejar que los odiados güelfos, que tanto anhelan nuestra ruina, nos hagan pedazos?

Capuana le estrechó las manos y se las llevó al pecho.

—Tío, os lo ruego con la fuerza que aún me queda en el corazón. No me procuréis un dolor como este. O me moriré.

—No digáis eso, que no podría soportarlo.

—Pero ¿cómo creéis que puedo aceptar una tragedia similar a la que me estáis anticipando? —Y se echó a llorar.

Ruggieri ya no sabía qué hacer. La vista de Capuana en aquel estado le resultaba intolerable. Y, no obstante, tenía que mantenerse firme en su propósito.

—Porque estaré de vuestro lado —dijo con un hilo de voz—. Y eso debería bastaros.

Su sobrina se obstinaba en negar con la cabeza, ya incapaz de pronunciar ni una sola palabra.

—Pero ¿no entendéis que la situación está mucho más allá de mi capacidad de control? —espetó finalmente, exasperado—. Mientras hablamos, ¡Pisa está anegada en la sangre de los muertos! Ya sería un milagro si lograra salvaros a vos.

—Tío, por favor —volvió a insistir Capuana entre sollozos, haciendo acopio de todas las fuerzas que aún le quedaban en el pecho.

Ruggieri la abrazó y trató de mecerla.

—Todo irá bien —le dijo finalmente—. Todo irá bien.

Los tintes de grafito del amanecer desvelaron lentamente el aspecto real de la plaza. Desde lo alto de las gradas, Ugolino la vio llenarse de escuderos. Había al menos mil y se estaban preparando para atacar. Llevaban armaduras de cuero. Blandían lanzas, espadas y escudos. No se detendrían hasta alcanzar su objetivo: conquistar el palacio del Pueblo.

Así que iban a ajustar las cuentas. Los refuerzos nunca habían llegado. El Brigada y Anselmuccio habían logrado de milagro entrar en la ciudad con una multitud de ellos y, a pesar de que habían luchado a muerte, se salvaron únicamente encerrándose en la iglesia. Pero la mayoría de los hombres habían sido víctimas de una matanza cerca de San Frediano, entre ellos su pobre hijastro, Banduccio. Y, junto con él, también los ciudadanos que habían intentado ofrecerle refugio: los hombres habían terminado colgados en las ventanas; las mujeres, violadas y asesinadas; los niños, masacrados sin piedad. En cuanto a Lottieri da Bientina, había sido repelido incluso antes de poder entrar. Habían terminado con él fuera de las murallas de Pisa.

Y ahora lo que Ugolino veía era la marea humana de los gibelinos, que se instalaban en la plaza y se disponían a llevárselos por delante a él y a todos los que se les opusieran.

Los soldados empezaron a correr.

No perdió los estribos. Si iba a morir, bien podía hacerlo peleando.

—¡Apuntad! —gritó sin demora.

Detrás de él, dos filas de ballesteros obedecieron la consigna.

—¡Ahora! —ordenó el conde Ugolino.

Unos instantes después una nube de dardos cortaba el aire. A pesar de estar amaneciendo, el calor ya era insoportable.

Era el primer día de julio.

La facción gibelina fue alcanzada por los dardos. Los hombres cayeron de rodillas llevándose los brazos al pecho. Otros se desplomaron con la garganta sajada por los estiletes de hoja cuadrada que habían dado en el blanco. Se elevaron los gritos, pero nuevos escuderos iban sustituyendo a los anteriores. Y la formación se iba haciendo más compacta.

—¡Segunda línea! —volvió a gritar el conde Ugolino.

Nuevamente los ballesteros apuntaron con sus armas. De nuevo los dardos segaban a los enemigos que avanzaban hacia abajo.

Aun así, los gibelinos no se detuvieron.

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