Dante

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Primera parte. La inquietud » 18. Sueño y dolor

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Sueño y dolor

Cuando la vio salir de la casa, decidió seguirla. No podía arriesgarse a exponerse y que lo descubrieran, así que se mantuvo a distancia, y, sin embargo, sabía que no tenía otra opción. Ya no había remedio. Durante demasiado tiempo había renunciado. Ahora quería al menos verla, aunque solo fuera por unos instantes.

Beatriz llevaba un vestido verde como sus ojos. Dante la miraba desde detrás de una columna, luego la siguió mientras se dirigía a la plaza del mercado. Creía percibir en ella la personificación del verano a causa de la luz que casi de manera natural emanaba de su persona. Su sonrisa suave y serena comportaba que quien cruzara la mirada con ella la saludara, como si reconociera en ella a una reina, y poco importaba que quien le prestara atención fuera un joven de familia noble o un granjero que intentara venderle sus verduras, un comerciante tacaño y cauteloso o el charlatán que jugaba con pelotas de madera de colores mientras los clientes vagaban entre los puestos del mercado.

Dante la vio acercarse al carrito de un florista y aspirar el aroma de un ramo de flores de aciano. El comerciante quiso regalárselo, ella rehusó, protegiéndose, con la modestia y la gracia que él tan bien conocía. La vio llevarse la mano al pecho, como si no esperara tamaña gentileza.

Dante sintió que se ruborizaba y algo le reconcomía las entrañas. Tuvo deseos de dejar su escondite para salir y proteger a Beatriz de los elogios inapropiados de aquel joven impertinente.

Pero no podía. ¿Qué le diría? ¿Qué pensaría aquella hermosa mujer de alguien como él? Todo el mundo sabía quién era y con quién estaba casado. El señor Portinari, su padre, no se habría alegrado mucho. Apretó los puños y permaneció en la sombra. Al final Beatriz se negó, tan solo aceptó una pequeña flor, que se puso en su larga cabellera castaña.

Le quedaba muy bien, pensó Dante. Cuando se dio cuenta de que se estaba arriesgando a perderla de vista porque se había alejado demasiado entre los puestos del mercado, abandonó el escondrijo en el que se había refugiado y se mezcló con la multitud de clientes.

Fingió estar interesado en los arneses para caballos, pero pronto terminó absorbido por el torbellino de la vida del mercado. Alguien lo golpeó sin darse cuenta, y un momento después Beatriz había desaparecido. Nunca había gozado de una vista particularmente aguda y sus torpes intentos de encontrarla resultaron ser inútiles por completo debido a la gran muchedumbre que abarrotaba los puestos, atiborrados de toda clase de mercancías —los más diversos tipos de frutas, verduras, jamones y embutidos, quesos—, además de los mostradores con pescados o con telas y los carros repletos de herramientas y chatarra de toda índole. Dante se quedó atrapado entre clientes y vendedores ambulantes de dulces mientras la confusión iba en aumento gracias a las voces de los comerciantes que elogiaban a gritos las cualidades de sus productos.

Sintió que le estaba sucediendo algo extraño. Ya no veía a Beatriz, la cabeza comenzó a darle vueltas y percibió que la saliva le afloraba a los labios. Tenía que salir de allí, tenía que encontrar un lugar donde refugiarse.

Estaba a punto de ocurrir lo que él nunca hubiera deseado que ocurriera. A modo de confirmación de lo que temía, el mercado parecía ahora un carrusel enloquecido. El sol le incendiaba la cara, los gritos de los vendedores se habían vuelto insoportables y parecía que le fueran a aplastar la cabeza. Caminaba trastabillando y estaba empezando a temblar.

Se arrastró como un soldado herido, haciendo todo lo posible por mantenerse en pie. Apartó a un hombre, empujándolo a un lado, trató de correr para escapar de la multitud que se le antojaba dispuesta a asfixiarlo de un momento a otro.

Llegó como un náufrago a tocar las piedras de la iglesia de San Tommaso. Allí se apoyó contra la pared y caminó sosteniéndose como buenamente pudo. Sentía que las piernas se le derretían como la mantequilla. Se mordió los labios. «No te caigas ahora», se dijo apretando los dientes. Encontró una escalera de piedra que conducía a alguna parte, probablemente a un antiguo almacén.

Bajó los escalones hasta llegar al final, le pareció que se hallaba frente a la puerta de un sótano o un trastero. Notó que temblaba y se cayó. Se recostó con la espalda contra la piedra. No logró prevenir el ataque. Experimentó un calor repentino. Luego sintió que lentamente perdía el sentido mientras se le nublaba la vista.

Se abandonó.

Sabía que no podía hacer nada más.

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