Dante

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Primera parte. La inquietud » 19. El trueno

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19

El trueno

El ruido sordo del trueno llenó el cielo.

Dante se despertó de repente y se sintió como si estuviera nadando en un mar de sangre negra. Pasado un rato, sin embargo, esa sensación lo abandonó y se dio cuenta de que estaba en un lugar oscuro y silencioso. No obstante, no muy lejos de allí, un arco de luz de un rojo casi sanguinolento iluminaba tenuemente la bóveda, y tan pronto como se levantó, avanzando unos pasos, descubrió que se encontraba al borde de un abismo gigantesco, un desfiladero tan profundo que no se vislumbraba su fondo.

Se armó de valor y empezó a descender. Algo indefinible lo atraía hacia ese barranco escarpado que parecía articularse en una serie de círculos concéntricos. Gradualmente se iban haciendo más inclinados hacia abajo y, al cabo de un rato, caminando, se dio cuenta de que había llegado al primero.

Allí, poco a poco, empezó a encontrar mujeres, hombres y niños. Ninguno pronunciaba ni una palabra. Permanecían callados y tenían los ojos desmesuradamente abiertos, como si estuvieran atrapados entre la vigilia y el sueño eterno.

Suspiraban, y lo hacían de una manera tan fuerte que provocaban estremecimientos en el aire y en la tierra por la que caminaba. Prosiguió sin hacer preguntas.

Poco a poco fue dejando atrás ese manojo de seres y se encontró de nuevo andando a lo largo del sendero. Lentamente, mientras avanzaba, llegó a una especie de claro y vio una luz iluminando el camino. Advirtió a algunos hombres reunidos alrededor de un fuego que ardía impetuoso. Era una pira humeante cuyas llamas se extendían en una tempestad de chispas rojas hacia el cielo negro. Esas eran las luces sangrientas que había visto desde lo alto del barranco.

Se aproximó a la hoguera sin siquiera preguntarse por qué. Lo atraía y eso era suficiente.

Antes incluso de llegar al grupo de hombres reunidos alrededor en el fuego vio a uno de ellos separarse de los demás y avanzar hacia él. Parecía un viejo rey, decidido a darle la bienvenida. Llevaba apoyada una mano en la empuñadura de la espada que sostenía en su cinturón.

Cuando por fin lo tuvo delante, vio a un hombre con una espesa barba blanca y una cabellera hasta los hombros. Llevaba puesto un simple sayo. A pesar de su edad, tenía un cuerpo fuerte, como un guerrero. Detrás de él también iban los otros tres.

—Mi nombre es Homero —dijo—. Y los que me acompañan son Horacio, Ovidio y Lucano. Vuestra época nos ha honrado como príncipes de la poesía, y ahora venimos a vos como futuro cantor que sabrá conquistar la gloria y los laureles del arte. Y, sin embargo, seréis un poeta guerrero, forzado por el odio y los rencores de vuestra ciudad a empuñar la pluma y la espada al mismo tiempo, para escribir con tinta y sangre la historia de los pueblos humanos.

Dante se arrodilló al escuchar el nombre de Homero. Aquello que presagiaba suponía tanto honor que casi se había conmovido.

Y justo cuando Homero se acercaba a él para invitarlo a levantarse, su figura se desvaneció.

Dante volvió a su estado consciente. Al principio no entendió qué le había pasado.

Se dio cuenta de que se había desmayado y había sido presa de uno de sus ataques. Los padecía desde que era un niño, aunque, con el paso del tiempo, esas extrañas crisis que lo hacían temblar con espuma en la boca, perdiendo fuerza y el sentido, se volvieron menos frecuentes. No obstante, cuando llegaban era inútil luchar contra ellas, más bien al contrario, había aprendido que lo mejor que podía hacer era fluir con ellas, encontrar un lugar apartado donde pudiera superarlas en soledad. El mal, tal como venía, luego se iba. Bastaba saber esperar. Durante esas crisis le pasaba a menudo que tenía sueños o pesadillas.

Se puso de pie, apoyándose en la piedra. Le quedó claro que podía andar. Se recompuso y subió lentamente las escaleras. Se encontró cerca de Sant’Andrea y resolvió volver a casa.

Caminaba despacio como si tuviera que volver a aprender a poner un pie delante del otro. Siempre era así después de esas crisis. Pese a todo, no perdía el ánimo.

Haber espiado a Beatriz en ese día soleado le había inspirado el comienzo de un soneto que imaginaba que podría empezar con palabras como «Tan amable y tan honesta parece mi mujer cuando saluda a otros», ya que esa era la sensación que había tenido, al menos mientras no la había perdido de vista y había conservado la luz de la razón. No sabía cómo continuaría el poema. A menudo aquellos primeros gérmenes de la poesía iban tomando forma poco a poco. Tenía que protegerlos y alentarlos, pero era preciso evitar por todos los medios posibles forzarlos. Confiaba en que, al llegar a casa, refugiándose en su pequeño estudio, conseguiría agregar unas líneas. Quizá dos, quizá tres. Quizá todo el soneto. Bastaba con no esperar demasiado y tener paciencia para aguardar. Hablarían por su boca. Estaba completamente seguro.

Estaba a punto de rebasar la torre de Benincasa de los Albizi cuando oyó que alguien lo llamaba en alta voz.

—Dante, deteneos.

Dándose la vuelta, vio a su buen amigo Lapo Gianni que, sin aliento, iba a su encuentro. En su rostro se leía la preocupación y el miedo.

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