Dante

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Primera parte. La inquietud » 20. Gibelinos

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Gibelinos

Ugolino subía las escaleras de la torre y cada paso era para él una puñalada en el corazón. Habría preferido terminar colgado antes que encadenado y confinado en un lugar como aquel. Aun así, no era tanto su destino lo que le preocupaba sino saber que junto a él habían sido hechos prisioneros y condenados al mismo castigo también sus hijos y sobrinos. Lo seguían, atados como perros a las cadenas.

Sabía que Capuana le había pedido clemencia al arzobispo. Pero todas las peticiones fueron rechazadas. Su tío probablemente había encontrado una manera de salvarla de la violencia que se estaba desatando en la ciudad, y eso habría involucrado a todos los que se revelaran como partidarios suyos.

El sonido de las cadenas marcaba los pasos. Finalmente llegaron a una puerta hecha de madera y hierro, en la parte superior de la torre. Uno de los soldados del arzobispo desenganchó un gran juego de llaves de su cinturón y abrió.

Alguien tomó a Ugolino por los hombros y lo arrojó adentro. Pronto, liberados de sus cadenas, Gaddo, Uguccione, Nino y Anselmo se reunieron con él.

Orgulloso, con su ridícula armadura de cuero, él, que nunca había ni siquiera propinado un golpe de espada y que se cuidaba en extremo de ensuciarse las manos de sangre, Ruggieri degli Ubaldini los miró con todo el desprecio del que era capaz.

—Aquí está lo que queda de vuestra arrogancia guerrera —dijo—. Bonito final habéis hallado. Y mira que os ofrecí una oportunidad, pero no quisisteis aprovecharla, ¿verdad, Ugolino? ¿O debería llamaros conde de Donoratico? Pues bien, dejadme deciros que será a vuestro título a lo que deberéis apelar, pues gracias a él es como habéis acumulado riqueza. Y, creedme, si queréis sobrevivir en este lugar olvidado de Dios, tendréis que hacer una sola cosa: pagar.

—¡Maldito seáis! —gritó Gaddo, tratando de levantarse y de arremeter contra Ruggieri. Entonces un guardia se interpuso entre él y el arzobispo y le dio un puñetazo en la cara, rompiéndole la nariz. El joven gritó, aunque no se dio por vencido, arrojándose con todo su peso contra el escudero.

—¡Gaddo! —exclamó el conde Ugolino—. ¡Ya basta! Tan solo conseguiréis que os maten. No se puede esperar otra cosa de estos cobardes.

Como para confirmar sus palabras, al soldado se le añadieron otros dos que agarraron a Gaddo y lo aventaron contra el suelo. Luego le patearon las costillas.

—¡Quietos! —bramó el conde—. Si acabáis con su vida os juro que os mataré.

—¡Bastardos! —gritó Uguccione, y comenzó a luchar tratando de ayudar a su hermano.

Anselmuccio se refugió en un rincón de la celda. Nino se estaba poniendo de pie.

—¡Basta! —ordenó el arzobispo—. Dejadlo en paz.

Los soldados obedecieron.

Ugolino se acercó a Gaddo y junto con Uguccione lo acarreó hasta una mesa, donde lo sentaron.

—Poco ganáis con amenazar —prosiguió el arzobispo—, os conviene pagar para manteneros con vida. De lo contrario, y si de mí depende, nadie os traerá comida a este infierno.

—Tendréis el dinero —respondió el conde—. Encargaré a uno de mis hombres que traiga lo que pedís, pero es preciso que pueda hablar con él.

—Qué ingenuo sois. ¿Acaso creéis que quedará algo de vuestra fortuna? Me serviré yo mismo —dijo el arzobispo—. Hasta que me sienta satisfecho con lo que encuentre en vuestras propiedades tendréis con qué alimentaros. Empezaremos con una recompensa por vuestra cabeza. Tres mil liras para empezar. Me pagaréis eso. Y luego más. Y más todavía. Y cuando ya no pueda ser así…

—Nos dejaréis morir —concluyó con ira y amargura el conde, aniquilado por la crueldad del arzobispo.

—Exactamente.

—Mi esposa… —dijo el conde Ugolino.

—¿Capuana?

—Me gustaría verla.

—Lo siento, pero ya no es posible.

—Si le habéis tocado siquiera un pelo…

—Ahorradme esas tonterías —lo cortó Ruggieri degli Ubaldini—. ¡Es mi sobrina! Y ya he tomado medidas para ponerla a salvo, lo que ciertamente no habría sucedido si os hubiera esperado. Al menos, lo mejor de vuestra familia se salvará. Después de todo, no podía dejar que Capuana pagara por vuestros errores.

—¡Perro! —murmuró Gaddo con la boca llena de sangre.

—Tendríais que ocuparos de la arrogancia de vuestro hijo, señor Della Gherardesca —dijo el arzobispo al conde Ugolino—. Su lenguaje es intolerable. Sus modales sediciosos podrían azuzarme las ganas de verlo gatear de nuevo a mis pies, embarrado de sangre. Como hace unos momentos.

Ugolino guardó silencio. El rostro lívido, los puños cerrados. Su mirada era terrible. Sin embargo, su ira era la de una bestia derrotada y, por mucho que trataba de mantener un aspecto belicoso e irreductible, sabía bien que el ánimo se estaba quebrando, porque desde esa torre nunca volvería a la libertad. Y era precisamente esa conciencia la que minaba su orgullo y la que lo debilitaba mucho más de lo que hubiera deseado. Especialmente porque no quería que sus hijos perdieran la esperanza. No quería darles falsas ilusiones, pero tampoco podía soportar la idea de que perdieran toda la confianza.

No en aquel momento.

—¡Así que callaos! —se enfureció el arzobispo, y se dibujó en su rostro una sonrisa—. Portaos bien. Es la conducta propicia, creedme. Si me quedo satisfecho con vos, podría incluso cambiar de idea. —Entonces les hizo una seña a los suyos—. Y ahora vámonos. Dejemos dos guardias en la puerta, aunque, en el lugar donde estamos, es prácticamente imposible intentar escapar. En cualquier caso, tomemos todas las precauciones necesarias.

Dicho esto, Ruggieri degli Ubaldini se fue y tras él, los guardias.

Ugolino y sus muchachos se quedaron solos.

—¿Qué haremos? —preguntó Nino, mientras la puerta de la celda se cerraba ante sus ojos.

—Esperaremos —respondió Ugolino.

—¿A qué?

—A que alguien venga a rescatarnos.

—¿Seguís creyendo que hay alguna posibilidad? —dijo desesperado Uguccione.

El gigante apoyaba un brazo en el hombro de su hermano Gaddo, que permanecía en silencio. Había empapado su pañuelo en el agua fría de un balde y ahora estaba tratando de detener la hemorragia de su nariz ensangrentada.

—Creo que pronto se tendrán noticias de nuestro encarcelamiento. Y si, como espero, Corso Donati realmente se mantiene en Pisa, no dudará en promover una guerra contra la ciudad. No es ningún misterio que Arezzo sea gibelina, y si Pisa llegara a serlo también, Florencia acabaría aplastada entre dos enemigos mortales. Así que tengo confianza.

Mientras así hablaba, Ugolino sabía que no estaba diciendo la verdad, pero necesitaba aferrarse a algo.

—¿Y mientras tanto? —preguntó Anselmuccio, preocupado.

—Esperaremos. Y nos comportaremos como los hombres Della Gherardesca que somos.

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