Dante

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Primera parte. La inquietud » 21. Hacia Lucca

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Hacia Lucca

Mientras el carro se sacudía y crujía debido al pésimo estado del camino, Capuana reflexionaba sobre lo sucedido. Aunque trataba por todos los medios de absolverse a sí misma, sabía que era culpable. Había aceptado que su esposo fuera encerrado en la torre de los Gualandi junto con sus hijos y sobrinos, y ella, en lugar de quedarse a su lado, iba recorriendo la senda que, en un carro, la conducía a Lucca.

Como una traidora.

Aquella toma de conciencia la angustiaba. No tenía sentido repetirse que, aun en el caso de que se hubiera rebelado, su tío habría impedido que llegara a ser encarcelada. Sus remordimientos no se aplacaban y las mentiras que trataba de explicarse a sí misma, entre lágrimas, agudizaban su sentimiento de culpa.

Le hubiera gustado dormir únicamente para no pensar en el dolor que había causado. ¡Qué cobarde! Estaba disgustada por lo que había aceptado hacer. Ella, mujer inútil, estúpida, débil, incapaz de empuñar una espada o incluso simplemente de golpear con una daga.

Y ahora la aguardaba el monasterio. Días de oración y soledad. Al menos expiaría sus pecados, que eran muchos.

Si tan solo Ugolino la hubiera escuchado cuando todavía estaban en la torre del castillo de Settimo… Le había rogado que no volviera a Pisa. Capuana conocía a su tío. Era un hombre ambicioso e implacable que nunca hubiera permitido que el conde de Donoratico volviera a ser el indiscutible señor de la ciudad.

Pensó en Beatriz, su hija, de grandes ojos tristes. Y en Matteo, al que había dejado durmiendo en brazos de una nodriza. Sus lágrimas también eran por ellos, se dijo. Sus dos hijos. Suyos y de Ugolino. ¿Qué sería de ellos? Se los habían arrebatado con una violencia silenciosa y fría. Del amor de Ugolino no le quedaba nada. Ni siquiera la presencia de sus dos hijos.

Su tío había exigido que permanecieran con él, no podían acompañarla a donde la llevaban.

No sabía cómo lograría vivir con una carga como aquella. Le pareció inhumano.

Finalmente, sacudida por los sollozos, se quedó dormida.

Lancia iba sentado en el pescante. Era experto en manejar carros y la idea de ocupar el lugar del cochero que debería haber llevado a Capuana a Lucca había sido una genialidad. La suerte, sin embargo, había secundado su ingenio, ya que, al entrar en las caballerizas del palacio del arzobispo, había encontrado al carretero totalmente solo. Este último esperaba que la pequeña escolta armada, llamada a acompañar a Capuana, le diera la orden de conducir el carro que se hallaba en el patio. Ya había enganchado los caballos y así, cuando Lancia, fingiendo ser un mozo de cuadra, le preguntó adónde iba, reveló el destino final del viaje. Lancia no dudó en propinarle un golpe en la cabeza con una pala, para luego amordazarlo y esconderlo debajo de una bala de paja.

Sin perder ni un segundo, la mano derecha del conde Ugolino subió al pescante y, tan pronto como el jefe de la escolta armada hizo su aparición, ordenándole que condujera el carro fuera del establo, obedeció sin titubeos.

Y ahora estaba allí, para llevar a Capuana a Lucca, al monasterio de San Romano.

Con eso, se dijo, rendiría homenaje a la memoria de su señor, a quien estaba ligado por una fidelidad absoluta.

Quizá, si pudiera saber lo que estaba haciendo, Ugolino le estaría agradecido.

No había sido fácil escapar de la carnicería: cuando los soldados derribaron las puertas del palacio y subieron las escaleras dando muerte a los hombres del conde, este último, mirándolo a los ojos, le rogó que se pusiera a salvo y encontrara a su esposa para protegerla.

Por esa razón, abriéndose camino a golpe de espada, Lancia había conseguido, con una fuga rocambolesca, que aquellos gibelinos sedientos de sangre le perdieran la pista y llegar al último lugar en el que sus enemigos hubieran pensado encontrarlo: el palacio del arzobispo. Precisamente de allí, y gracias al viento del destino a favor, estaba a punto de partir el carro que buscaba.

La puesta de sol coloreaba el cielo de rojo sangre, pero ya habían llegado. Un gesto de asentimiento del comandante de la escolta, que montaba un caballo capón de color pardo, lo confirmó.

Continuaron todavía un buen trecho, pero sin muchas dilaciones llegaron a la vista de la puerta de San Gervasio. Lancia quedó impresionado por la abrumadora altura de las paredes, que sin duda superaban las veinticinco brazas.

Ahora reinaba la oscuridad y las antorchas ardían en las gigantescas torres gemelas que daban la bienvenida a los viajeros. Los soldados de la guardia de la ciudad apuntaron con las ballestas, hasta que el comandante de la escolta les mostró sus credenciales, explicando los motivos de esa llegada. La mujer que llevaban a la ciudad era Capuana da Panico, noble esposa del conde Ugolino della Gherardesca, jefe de la facción de los güelfos pisanos. Había pedido que le permitieran ir al convento dominico de San Romano para abrazar una vida de fe y oración con las beatas que vivían en comunidad bajo la dirección de los frailes dominicos.

Los hombres de la guardia se miraron fijamente y confabularon entre ellos. Pidieron ver a la condesa. Se les concedió. Cuando Capuana, aun con sus fuerzas agotadas, se mostró orgullosa y altiva, presentaron sus respetos.

Finalmente abrieron y el carro y la escolta pudieron pasar. Traspasando el portón doble, dejando atrás el grande y sólido arco de piedra, el pequeño convoy tomó la calle de San Giusto. Al llegar cerca de la hermosa iglesia de austera fachada bicolor giraron a la izquierda y alcanzaron sin inconveniente alguno el convento de San Romano.

Allí, el fraile guardián, alerta y atento, se apresuró a abrir y dejar entrar el carro y al comandante de la escolta, que, cumplida ya la tarea que se le había asignado, se despidió.

Fue Lancia quien bajó del pescante y tomó entre sus brazos a Capuana, ayudándola a bajar.

Cuando ella lo reconoció se quedó sin habla. Mientras dos de las beatas se aproximaban para darle la bienvenida, Lancia tuvo tiempo de hablar con ella.

—No tengáis miedo —dijo—. Yo velaré por vos y os contaré cómo luchó Ugolino y de cuánto honor se cubrió el día de su derrota.

—Lancia —murmuró Capuana—, sois un ángel.

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