Dante

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Primera parte. La inquietud » 22. Vieri de Cerchi

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Vieri de Cerchi

Vieri estaba nervioso. Sabía perfectamente bien que lo que pasaba empujaba a Florencia al borde del abismo. A diferencia de Corso, no anhelaba en absoluto la guerra. Él tenía otros intereses, pero los hechos de Pisa no dejaban dudas sobre cuáles serían los pasos que debería dar. Florencia estaba entre dos grilletes: Arezzo por un lado y por el otro Pisa.

Según lo que se decía por ahí, el conde Ugolino della Gherardesca no solo había sido derrotado, sino incluso confinado en la torre de los Gualandi con dos de sus hijos y otros tantos sobrinos. Había sido una terrible afrenta, el arzobispo Ruggieri se había pasado de la raya.

—Amigos míos —dijo, mirando a sus secuaces y a todos los que pertenecían a su círculo—, monseñor Ubaldini no únicamente derrotó al bando de los güelfos con engaños, sino que también demostró tal desprecio por el honor y la decencia que, lejos de expulsarlos de Pisa, los mató en sus propias casas y arrojó a nuestro buen aliado, el conde Ugolino, a la torre de los Gualandi. ¿Entendéis la enormidad de su afrenta?

Dante también estaba entre los presentes. Lapo Gianni le había hecho un resumen de lo que sucedido y juntos se habían acercado al palacio de Vieri. Consciente del aviso de unos días antes, había considerado necesaria esa visita para no incurrir en la ira del líder de su facción.

—Entonces, después de todo, Corso Donati tenía razón —espetó Carbone de Cerchi, que hincaba el diente a un muslo de pollo, fingiéndose distraído, pero en realidad escuchando sin perder detalle lo que decía su primo.

—¿Qué queréis decir? —preguntó, molesto, Vieri, que no se esperaba tal reacción.

—Que tendremos que hacer pagar a estos gibelinos por sus infames acciones de los últimos tiempos. O como que hay Dios que terminarán haciéndonos pedazos también a nosotros.

—Sabéis muy bien que nada me haría más feliz que enfrentarnos a nuestros enemigos, pero hasta que los priores no lo hayan deliberado nos tocará esperar.

—¡Al diablo con los priores! —exclamó Carbone—. ¿Tenemos que esperar a vernos todos muertos? —Y, sin más preámbulos, se fue.

Vieri no dijo palabra. Conocía bien el temperamento de su primo y sabía que cuando perdía los estribos nada ni nadie podía convencerlo de que depusiera su actitud. Se encogió de hombros.

—Veremos qué debemos hacer —declaró finalmente, dando a entender que se estaba despidiendo de ellos.

Aprovechando tal eventualidad, Dante se dispuso a marcharse, pero Vieri, haciéndole una seña con la cabeza, le advirtió que necesitaba hablar con él. El poeta se le aproximó.

—Señor Alighieri —dijo el rico comerciante—, ¿qué pensáis de lo que ocurrió?

—¿De verdad os hace falta mi opinión? —preguntó Dante bastante sorprendido.

—Amigo mío —respondió Vieri con cierto paternalismo—, estoy buscando la voz de un poeta en la locura de estos días.

—¿Conocéis mis escritos?

—Bueno, confieso que algo he oído decir. El mérito es de ese pendenciero de Cavalcanti, a decir verdad.

—¿En serio? —preguntó Dante, cada vez más asombrado.

—Sí. Sé que sois buenos amigos.

—Así es.

—Pero vos, a diferencia de él, sabéis cuándo hablar y cómo hacerlo.

—Si vos lo decís… —Dante no estaba seguro de saber dónde quería Vieri ir a parar.

—Es exactamente así. Veréis, señor Alighieri, lo que he escuchado acerca de vuestros versos me gustó. Por no añadir que os he estado observando en los últimos tiempos.

—¿Observando?

—Sí —dijo Vieri con una sonrisa—. Nada especial, que quede muy claro, exceptuando vuestro último encuentro con Carbone, del que lo sé todo. Bien podéis entender que un hombre como yo no llega a ser quien es sin saber todo lo que se cuece en cualquier parte.

Dante asintió. De modo que Vieri de Cerchi se estaba manifestando como un cuidadoso estratega. Su apariencia de banquero arrogante y tonto era solo una fachada, un rostro público ofrecido a la descarada fanfarronería de Corso Donati.

—De todos modos —continuó Vieri—, tengo la sensación de que deberíais pensar en usar vuestra elocuencia en un arte más rentable y provechoso que la poesía.

—Sed más explícito.

—Lo seré, pues. Estoy cansado de vivir rodeado de hombres que no ven el momento de lanzarse a la pelea. Como si fuera la única solución posible. Llegará el día en que la razón prevalezca y vos, señor Alighieri, podríais ser uno de mis hombres. —Dante iba a contestar, pero Vieri prosiguió—: No tenéis que responderme ahora, solo prometedme que lo vais a pensar. Es evidente que en este momento la guerra es inevitable. Y, por eso mismo, para mostraros mi buena fe, tengo la intención de nombraros uno de mis feditori.

Esas palabras desconcertaron a Dante aún más. Y lo llenaron de un orgullo que jamás habría esperado. Él, que tanto se oponía a la guerra, se daba cuenta de que ese ofrecimiento lo halagaba. Por primera vez experimentaba una sensación que no lograba definir. Por un lado, estaba la coherencia y la conciencia de que el conflicto no podía ser la forma de buscar una verdadera solución; por el otro, sorprendente y casi incontenible, el placer dictado por el halago de ser nombrado feditore. No le era fácil pensar en participar en una batalla con cierto protagonismo. No anhelaba la pelea. En absoluto. Y, sin embargo, ¿estaba en condiciones de negarse? No quería ser acusado de cobardía. Sin mencionar que lo que Vieri le estaba ofreciendo, es decir, su apoyo y un lugar entre los caballeros, suponía un gran honor y la mejor propuesta que le habían hecho en toda su vida. Significaba formar en la primera línea del orden de batalla y cabalgar codo con codo con los grandes de Florencia.

Por sí mismo nunca podría haber aspirado a ese papel, pero si Vieri mencionaba su nombre, entonces no habría obstáculo alguno.

Y, sin embargo, el dilema seguía estando ahí. Él, que siempre se había opuesto a la guerra, ahora deseaba aceptar la propuesta de Vieri. Quizá podía creer en el amor y en la escritura y, al mismo tiempo, luchar por su ciudad si fuera estrictamente necesario. Y hacerlo en primera línea. Con valentía y honor.

«El poeta guerrero», había dicho Homero en su sueño. Y ahora las palabras del príncipe de los bardos se estaban convirtiendo en realidad.

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