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Segunda parte. El miedo » 23. Montefeltro

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Montefeltro

Buonconte se había enterado. Pisa había caído en manos del arzobispo Ruggieri degli Ubaldini. En una lucha a muerte la facción gibelina había aniquilado a los hombres del conde Ugolino. Este último había sido arrojado a la torre de los Gualandi juntos a hijos y sobrinos.

En cualquier caso, a medida que pasaban los meses, el arzobispo no había sido capaz de gobernar la ciudad y Buonconte estaba lo suficientemente convencido de que su padre, Guido da Montefeltro, sería la panacea para cualquier mal, ya que tenía una experiencia militar de primer nivel y sabía cómo actuar con puño de hierro. Y ciertamente de ello había buena necesidad en Pisa, a juzgar por cómo iban evolucionando las cosas.

Sin mencionar que tenerlo en esa ciudad habría fortalecido cada vez más la facción gibelina, que, en ese punto, hubiera podido asediar Florencia. También el obispo de Arezzo, monseñor Guglielmino degli Ubertini, estaba convencido de ello.

Según se decía, desde que fue derrotado, el conde Ugolino languidecía en prisión en una agonía sin fin. En un primer momento, sus palacios y sus feudos y castillos habían sido saqueados por el arzobispo, que solo por esa razón lo había mantenido con vida. Pero nadie sabía por cuánto tiempo.

Sin embargo, los gibelinos no habían logrado sacar provecho de tal ocasión: dispuestos a repartirse, como perros, los huesos de su presa, habían perdido la visión de conjunto. Y ahí entraba en escena su padre, para concebir y garantizar un plan más amplio.

Por eso, mientras la aguanieve caía sobre las torres oscuras de Arezzo y el viento silbaba contra los bastidores, se alegraba de verlo subir las escaleras del palacio del Capitán del Pueblo. A pesar de estar bordeando los setenta, todavía era un hombretón, alto y fuerte y de frente ancha, pelo corto y dos ojos de águila a los que no escapaba nada. El gran manto de piel de lobo, que debía resguardarlo del frío durante el viaje a caballo, hacía que su figura fuera aún más formidable. Lo seguían sus lugartenientes.

Buonconte lo acogió en un espacioso salón, amueblado espartanamente: solo una mesa, ocho sillas de paja, un gran candelabro de hierro forjado, coronado de velas, y una gran chimenea en la que crepitaba un fuego intenso. El espacio era el único lujo que podía ofrecer, junto con una jarra de vino especiado.

Fue al encuentro de su padre, el conde de Ghiaggiolo, quien, tan pronto como lo vio, lo abrazó.

—Ah, hijo mío, qué alegría verte —le dijo—. Pero no me abraces demasiado, este maldito frío me ha calado hasta el tuétano, a tal punto que no me gustaría verme hecho pedazos por el suelo —agregó.

—Padre, por fin habéis llegado —respondió Buonconte—. Para el frío, sentaos aquí, junto al fuego, y quitaos esa capa chorreante.

—Así se habla —rugió el viejo león, liberándose de la gran capa, que colocó sobre el respaldo de una de las sillas, y tomando asiento cerca de la chimenea, sin prestar atención a alguna que otra chispa rojiza que iba depositándose en su chaqueta de terciopelo azul claro con bandas de oro puro, para visibilizar los colores de su linaje. Su hijo, sin dudarlo, le ofreció una taza de un fuerte vino hirviendo. Guido la sostuvo en sus manos.

—Ah —dijo—. Me mimas, muchacho. —La vació de dos largos tragos, y se la alargó de nuevo pidiendo beber más.

—Es lo menos que puedo hacer por un héroe —respondió Buonconte volviendo a llenar la taza y sirviéndose una para él.

Dos de los lugartenientes se sentaron a la mesa.

—Servíos vosotros mismos —dijo el joven Montefeltro.

—¿Héroe? ¡Quizá estés hablando de ti mismo! Los rumores acerca del Giostre del Toppo siguen aún vivos, por no mencionar que tengo frente a mí ¡al capitán del pueblo de Arezzo!

—Sois demasiado amable. Pero soy yo quien habla con el vencedor de Bolonia y la batalla de San Procolo…

Guido estalló en una risa entrecortada.

—Bueno, bueno —lo interrumpió, mientras sus mejillas pálidas se volvían moradas por el calor del hogar y el vino hirviendo—. Dejémoslo aquí, porque parecemos dos pobres tontos, dos soldados de desfile que se pierden en zalamerías inútiles. Cambiemos de tercio y vayamos a la razón por la que me pediste que me reuniera contigo en Arezzo, aunque creo haberla intuido.

—Está bien, iré al grano, entonces. Sabréis perfectamente cuál es la situación en Pisa en este momento.

—¿Te refieres a que está en manos de los gibelinos, quienes, pese a todo, no han sabido sacar partido de su posición favorable?

—Así es —confirmó Buonconte—. Añado, sin embargo, que lo están haciendo aún peor de lo que parece, porque no entienden un aspecto fundamental.

—Que si Pisa y Arezzo son gibelinas, entonces…

—La güelfa Florencia podría convertirse en gibelina muy pronto.

—Por supuesto —dijo su padre, dejando la copa de vino caliente en la repisa de la chimenea y golpeándose con el puño la palma de la mano.

—El problema es que el arzobispo Ruggieri actuó bien al deshacerse del conde Ugolino, pero ha sido incapaz, incluso al cabo de varios meses, de someter a un liderazgo seguro la ciudad, que está en manos de distintas bandas de su propia facción. Hace semanas que esos dementes sedientos de sangre están más entregados a exterminar a los adversarios políticos y saquear sus posesiones que a consolidar un gobierno y una estrategia. Y ya ni hablemos del hecho de que las fuerzas güelfas están ahí, reorganizadas y empujando bajo las murallas de la ciudad.

—Entonces sugieres que sorprenda a estas últimas con mis hombres, las venza aprovechando el efecto sorpresa y entre en la ciudad.

—Y, de este modo —continuó Buonconte—, consigáis ser nombrado alcalde y capitán del pueblo. Vos sois el jefe natural de los gibelinos, y Ruggieri degli Ubaldini no ve la hora de encomendar la gestión de la ciudad a un hombre de armas capaz y carismático.

—¡Ahora entiendo cómo te las arreglaste para hacer carrera! Desde luego, no se puede decir que no eres lo bastante inescrupuloso, ¿no lo veis así, amigos míos? —dijo Guido a sus dos pretorianos, que no habían pronunciado una palabra durante todo ese tiempo. También en esa ocasión solo asintieron, gruñendo como señal de aprobación—. Me gusta —concluyó el conde de Ghiaggiolo.

—Y os gustará aún más saber que puedo proporcionaros un centenar de escuderos de apoyo —continuó Buonconte.

—¡Ah, sí, muchacho! ¡Eso estará muy bien! Después de todo, no podemos permitirnos fallar, recuerda que he violado el confinamiento para llegar aquí.

—Por supuesto, lo sé, y por eso nuestra maniobra debe triunfar a cualquier precio.

—Exactamente.

—¿De cuántos hombres disponéis?

—Tengo al menos doscientos caballeros y trescientos soldados de infantería, acampados fuera de las murallas de Arezzo.

—Si aumentáis en cincuenta los primeros y en cien los segundos, las cuentas salen claramente a vuestro favor. Como capitán del pueblo es todo lo que puedo daros. Sin contar con que nadie, excepto los dos arzobispos, espera vuestra intervención.

—Entonces ¿Guglielmo degli Ubertini también está con nosotros?

—Es él quien me autorizó.

—Y lo hizo porque tú sugeriste el plan.

—Por supuesto. De hecho, se disculpa por no estar presente hoy, pero como os hemos obligado a violar el confinamiento que el papa os impuso, ha preferido guardar las apariencias.

—No puedo culparlo. Como siempre, son los soldados quienes hacen el trabajo sucio —admitió Guido con cierta fatalidad—. ¿Y Arezzo? Quiero decir… ¿sus habitantes aceptan que apoyes mi entrada en Pisa con su ayuda?

—Como os dije, todo estaba preparado antes de que llegarais. Monseñor Ubertini consigue cualquier cosa en esta ciudad, pero confieso que incluso las familias más nobles han apoyado la iniciativa. Y no me detengo en detalles como que, conociendo bien a nuestros adversarios güelfos, puede que incluso podáis entrar sin ni siquiera tener que dar un golpe de espada. Bastará que os vean para que se derritan como nieve al sol.

—Así se habla —dijo Guido da Montefeltro. Y, sin agregar nada más, volvió a agarrar la copa de vino caliente y brindó con su hijo por el éxito de ese plan tan bien concebido.

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