Dante

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Segunda parte. El miedo » 26. Antes de la batalla

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Antes de la batalla

Ahora ya divisaban Laterina. Los campos salpicados de nieve y los árboles negros, desnudos y cubiertos de escarcha daban una sensación de angustia. Estaba cansado. Después de casi dos días a caballo, armado hasta los dientes, a Dante le dolían tantas partes del cuerpo que ni siquiera habría podido enumerarlas.

A medida que la meta se acercaba, el miedo le acaparaba la mente y le arrebataba cualquier otro pensamiento. Némesis lo conducía hacia el Arno, que dividía en dos la llanura frente a él. El río era una cinta oscura en medio de una extensión blanca. Dejaron el poblado —nada más que un puñado de casas rodeadas de un cinturón de sólidos muros— en el lado izquierdo.

Fue en aquel llano donde se dio la orden de acampar.

Dante estaba junto al fuego, con la mente confusa. No tenía muchas ganas de hablar. Por supuesto, hubo quienes intentaban sofocar el miedo contando historias y alzando la voz, pero no estaba con el mejor ánimo para ello. Nunca se había enfrentado a una pelea y no sabía qué podía encontrarse. Sus compañeros no le habían ahorrado relatos horripilantes.

Trató de no pensar en ello, pero, por una razón u otra, las imágenes espantosas que habían evocado no lo abandonaron. Se parecían a las de las pesadillas que solía tener. No sabía qué provocaba aquellos sueños suyos tan terribles como frecuentes, pero durante algún tiempo los había interpretado como una exigencia inconsciente de justicia, la siniestra retribución de un mal infligido. Y sabía perfectamente que le aguardaba aquella recompensa tremebunda a él también, ya que, por supuesto, no estaba libre de culpa.

Y luego, se dijo a sí mismo, ese tormento interior suyo, esa fuerza desconocida que lo llevaba a ver una y otra vez en su mente un mundo monstruoso y escalofriante —como cuando había soñado con las Furias— sugería la necesidad de sentir saldado el daño con más daño.

En eso pensaba Dante mientras las llamas de la hoguera se elevaban altas hacia el cielo nocturno.

Movió la cabeza. No tenía sueño, pero sabía que debía descansar. Por otro lado, el corazón agitado lo retenía en su desvelo. Había guardado su casco, manoplas y escarpes en la tienda. Sobre la túnica de lana solo llevaba la sobrepelliz y el almófar.

Mientras sus compañeros entonaban una cancioncilla, con la desesperada intención de liberarse de la angustia, alguien se sentó a su lado.

—Os diré algo, amigo mío. Tengo al menos tanto miedo como vos.

Dante volvió la mirada y vio a Giotto. Sonrió porque, a pesar de la tensión, aquella inesperada presencia amiga le agradaba más que cualquiera otra cosa.

—Oh, sí —prosiguió el pintor—. Nadie, y yo tampoco, puede escapar a determinadas obligaciones. Pero esto es lo que pienso: aunque tenga miedo, no me comportaré como un cobarde, podéis estar seguro.

—No lo dudo —respondió Dante—. Espero poder hacer lo mismo.

—Oh, bueno, os convendrá —respondió Giotto—. Estáis entre los feditori, los primeros en atacar.

—Ya. ¿Y vos?

—Tuve mejor suerte. No soy más que un pobre soldado de infantería. Ni siquiera tengo espada. Usaré un hacha. —Luego sonrió—. Es tan grande que me romperé el brazo con solo levantarla.

Dante lo miró con incredulidad.

—No lo creo en absoluto. Sois enorme, como una montaña. Eso lo sabéis, ¿verdad?

Giotto asintió.

—Es bueno ver que el miedo no os ha quitado el buen humor.

—Al contrario, sois vos quien me lo devuelve.

—Ah —respondió el pintor—, no pensé que pudiera lograrlo.

—¿Entonces? ¿Cómo vamos a pasar esta noche? Estar de buen humor es una cosa y otra muy diferente dormir.

—Bueno —dijo Giotto—, me esperaba una pregunta semejante. Os diré algo: no soy un borracho, pero hay veces en la vida de un hombre en que beber es la única forma de llegar al día siguiente.

Y sacó una botella de vino de quién sabe qué escondite.

—Y… ¿de dónde sale eso? —preguntó Dante.

—Directamente de la intendencia —fue la respuesta.

—Si es así, descorchemos y bebamos hasta que terminemos cayendo exhaustos cerca del fuego.

—Que así sea.

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