Dante

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Segunda parte. El miedo » 27. La batalla

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La batalla

Los gibelinos los esperaban al otro lado del Arno. Fue Corso Donati quien dio la orden de detenerse. Y cuando lo hicieron, los feditori de los güelfos vieron a la formación enemiga frente a ellos.

Dante distinguió los colores de Montefeltro, las banderas a franjas azules y amarillas revoloteando en el gélido viento invernal. Vio a un hombre cabalgando sobre un corcel negro como el carbón. Dividía y organizaba sus filas y causaba una gran impresión.

—Es Buonconte —dijo alguien—. ¡Así que ha venido! No hay esperanza alguna para nosotros.

Esas palabras hicieron palpable el miedo. Si hasta entonces las filas de los güelfos estaban atravesadas por un extraño frenesí, como si los hombres no supieran ya qué hacer, tan pronto como apareció el héroe invencible de las Giostre del Toppo, todos tuvieron claro que ese día no les sonreiría.

—¡Quedaos quietos! —gritó Corso Donati—. Hoy ganaremos. Haremos pedazos a estos malditos de una vez por todas. ¿Recordáis que hace tan solo unos meses le arrebatamos el pueblo de Laterina al señor Lupo degli Uberti? Además, si nuestros oponentes son tan valientes e invencibles, ¿cómo es que ponen tanto cuidado en no atacar?

Eso era cierto. A pesar de lucir novísimas cotas de malla y una impresionante determinación, los gibelinos no parecían dispuestos a vadear el río. El Arno dividía la llanura y los dos ejércitos estaban frente a frente. Por supuesto, Buonconte y su familia podían confiarse por haber ganado ya una vez ese año, en las Giostre del Toppo, y lo habían hecho de forma incuestionable. Sin embargo, era evidente que en aquella coyuntura no anhelaban el ataque.

Los soldados de infantería golpeaban con sus espadas los escudos. Los feditori ponían a patear a sus caballos de guerra, aparentemente dispuestos a lanzarse sobre el enemigo para cargar contra él, y había movimiento en las filas de ballesteros. Pero, a pesar de esa obvia impaciencia, nada hacía presagiar que los gibelinos atravesarían la corriente del río.

La inquietud crecía. Poco a poco habían ido llegando todos. Los estandartes que Carlos de Anjou había concedido a los florentinos, a la mitad de sus propios embajadores, ondeaban azules con lirios dorados. Legitimados por el rey de Francia a mostrarlos, los güelfos se jactaban de ello, y a Corso Donati, junto a Vieri y Carbone de Cerchi, el orgullo no le cabía en el pecho. Pero no era con banderas con lo que ganarían en esa jornada, pensaba Dante. Y los que estaban en primera línea con él debían de ser de la misma opinión, ya que, mirándolos a los ojos, no veía la resolución necesaria para ir hacia la otra orilla.

Era una guerra de miradas, una larga espera destinada a determinar quién cedería primero. Después de un tiempo, Corso Donati, que estaba cansado de aguardar y era un luchador famoso, elevó su voz al cielo.

—¡Vosotros! —gritó—, que estáis al otro lado del río, se puede ver claramente que la corriente es pobre en agua y es fácil de cruzar. Entonces, o venís a esta orilla y os haremos espacio en la llanura o seremos nosotros los que vayamos al otro lado y vosotros retrocederéis para permitirnos tomar terreno.

Y, diciendo esto, clavó las espuelas en los flancos de su caballo blanco hasta hacerlo enloquecer. Después, no conforme con ello, blandió su espada en el aire. Cuando su palafrén plantó las cuatro patas en el suelo estalló un grito atronador, y los soldados güelfos empezaron a golpearse con los puños de hierro sus pechos acorazados. La admiración que sentía Dante por el desprecio con que Corso Donati había hecho su propuesta era sincera.

Les tocaba a los gibelinos responder. Y a pesar de que la perspectiva no era la mejor, cualquiera que hubiera sido la respuesta, el entusiasmo desatado por Corso fue tan abrumador que el miedo parecía derretirse y la energía arder en las venas.

Para intimidar aún más, los güelfos levantaron los brazos armados hacia el cielo y gritaron con todo el aliento que tenían en los pulmones.

Ahora eran ellos los que asustaban. Y, a juzgar por la reacción gibelina, realmente podía decirse que la demostración de coraje de Corso había dado en el blanco.

Porque no solo Buonconte no respondió, sino que tampoco lo hicieron los que estaban con él. Los gibelinos guardaban silencio como una manada de fantasmas a la orilla del río.

—¡Responded! —los instó Corso—. ¿Qué vais a hacer? —Luego, por si acaso, se levantó sobre los estribos—. ¿Qué tengo que pensar? ¿Que nos tenéis miedo?

Algunos de los güelfos sonrieron burlonamente. Si era por miedo a que los gibelinos reconsideraran la situación y cruzaran el río o solo se trataba de una forma de mofarse de ellos, nadie lo sabía. Con todo, antes de una batalla cualquier demostración de coraje tenía el efecto de multiplicar por diez el habitual y pronto surgieron insultos y ofensas desde el lado güelfo en dirección a sus enemigos.

Y, no obstante, estos últimos no se inmutaron.

Los miraron durante un rato hasta que los caballeros de la primera línea se dieron la vuelta sobre sus corceles tomando el camino de Arezzo, con la intención de regresar de donde habían venido.

Dante no creía lo que veían sus ojos. O sea… ¿no iba a haber ninguna batalla? ¿Habían ido hasta Laterina para quedarse mano sobre mano? Casi lo lamentaba, después de que la tensión lo hubiera dejado en un estado lamentable: empapado en sudor, tenso como una cuerda de arco, dolorido por la malla y otras partes de la armadura, con las piernas destrozadas tras dos días cabalgando. Y, sin embargo, era así: los caballeros se marcharon desfilando y cuando desaparecieron de la primera línea, los ballesteros hicieron lo mismo y luego también la infantería.

Y a esa vergonzosa retirada la acompañó, desde el otro lado del río, un rugido de orgullo, ya que los gibelinos, que tantos temores habían infundido, se estaban mostrando como un puñado de cobardes. Ya había quien quería cruzar el Arno para perseguirlos.

—¡Alto! —ordenó Corso, mientras del otro lado continuaba la retirada en absoluto silencio—. ¡Nos quedaremos aquí en la orilla del Arno hasta las vísperas! Si nuestros enemigos no regresan, entonces romperemos filas. Hasta ese momento permaneceremos en formación.

Esa orden dejó a las filas heladas. Dante entendió su significado: quedarse para defender la orilla era una forma de remarcar la victoria que se estaba vislumbrando. Los demás lo entendieron como él. Aunque, para ser del todo honestos, no tenía claro por qué Buonconte había decidido retirarse.

Quizá, pensaba, el capitán enemigo no se había fiado de las palabras de Corso, temiendo que este último quisiera engañarlo para luego traicionarlo, guardándose en la manga algunas artimañas. Por lo demás, no cabía descartarlo en absoluto.

Cualquiera que fuera la razón, sin embargo, era un hecho que los gibelinos continuaron retirándose ordenadamente mientras, frente a ellos, los güelfos se mantenían fuertes y unidos, conscientes de que ese día se habían mostrado intrépidos y que con ello habían enviado un mensaje claro a sus enemigos de siempre: aunque Pisa y Arezzo la amenazaran, Florencia no tenía miedo y, si era necesario, se enfrentaría a ambas.

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