Dante

Dante


Segunda parte. El miedo » 28. La Muda (torre de los Gualandi)

Página 32 de 81

28

La Muda (torre de los Gualandi)

La celda estaba helada. La piedra, fría como la muerte. Ugolino miraba los rostros lívidos de Gaddo y Uguccione. Anselmuccio permanecía acurrucado en el suelo, envuelto en una manta. A Nino le castañeteaban los dientes. Nadie sabía si era por hambre o por frío.

El invierno estaba pudiendo con ellos. Y si hasta unos pocos días antes Ugolino había logrado levantarse y asistirlos, ahora ni siquiera podía moverse. Los labios azulados, el rostro ahuecado por el hambre, los ojos brillantes de alguien al borde de la desesperación, el conde tenía la espalda apoyada contra la pared gélida.

Mirando a los hijos y a los sobrinos, víctimas inocentes de aquella disputa entre él y Ruggieri degli Ubaldini, se avergonzó de sí mismo, pero no pudo encontrar ni siquiera la fuerza necesaria para pedir ese perdón que afloraba de sus labios.

Inmóvil, devastado, trataba de recordar los días pasados, la gloria de cuando fue alcalde y capitán del pueblo de Pisa, la ciudad que lo había traicionado, arrebatándole todo aquello que tenía y que ahora odiaba.

El sol invernal penetraba como plata líquida por las rendijas. Unos rayos delgados y claros finalmente iluminaron la celda de la torre. Entonces el conde vio que los rostros de Gaddo, Uguccione, Anselmuccio y Nino llevaban los signos de la muerte y nada ni nadie podría salvarlos.

Sintió que su propio rostro se convertía en piedra, porque esa visión era la más cruel e injusta de toda su vida. Por fin oyó una llave girar en una cerradura de hierro y aguardó, con la esperanza de que alguien viniera a traerles algo de comer.

Pero no sucedió. Y a medida que pasaba el tiempo, Ugolino comprendió que nunca llegaría nadie y que el arzobispo los dejaría en ese lugar sin comida hasta que estuvieran muertos. Y esa enésima confirmación le dolió tanto que, desesperado, se mordió las manos hasta sangrar. ¿Qué podía hacer? No eran únicamente los calambres en el vientre lo que le causaba dolor, sino la impotencia, la progresiva aniquilación de sí mismo y de sus hijos, reducidos a larvas día tras día.

Un gemido rompió aquel aire frío que se asemejaba a la hoja de un cuchillo. Anselmuccio levantó la cabeza. La cara más parecida a una calavera, el cuerpo consumido por la inanición, los labios agrietados como a punto de quebrarse a pedazos.

—Tío —murmuró finalmente, levantando el torso con un esfuerzo que parecía romperlo—, no tengáis miedo. Vos me vestisteis. Y ahora sois vos quien me desnudaréis. Tomad mi carne. Moriré feliz sabiendo que vos, mi hermano y mis primos os habéis alimentado. —Y al decirlo volvió a desplomarse.

Nino parecía secundarlo con una voz débil y asintiendo con la cabeza al escuchar esas palabras. Y lo mismo hizo Uguccione. Sin embargo, eran los débiles gemidos de los que están a punto de morir.

Ugolino ni siquiera tuvo tiempo de hablar, puesto que Gaddo se movió hacia él, o más bien se arrastró. Emitía un sonido inarticulado, dictado por el hambre. Avanzaba con lentitud de reptil, sus enormes ojos parecían salir de las órbitas, aumentado su tamaño por una delgadez impactante.

—Padre mío —lo llamó finalmente con un esfuerzo supremo—, por favor, ayudadme. —Un último aliento emanó de su boca.

—Gaddo —dijo Ugolino, pero no le salía la voz—. Gaddo —intentó repetir, aunque no emitió más que un traqueteo, el gemido ronco de un animal agonizante.

Su hijo extendió la mano, arañando el aire con sus dedos huesudos, a punto de tocar la mano de su padre. Entonces, de repente, después de un espasmo, se derrumbó sobre el suelo frío de la celda y no se movió más.

El conde lo vio y comprendió. Y lloró. Mientras lo miraba a la cara, tuvo la sensación de que su expresión se congelaba en una mueca tallada en mármol, como si el alma hubiera abandonado el cuerpo y él hubiera sido testigo de un hecho indescriptible.

Nadie volvió a moverse ya. No tenía forma de saber si al menos Nino o Uguccione todavía estaban vivos. Parecían haberse buscado un pequeño espacio donde acurrucarse, como si estuvieran preparándose silenciosamente para la muerte.

Ugolino cerró los ojos. ¡Oh, cómo odiaba a Ruggieri degli Ubaldini! ¡Cuánto hubiera deseado hacérselo pagar! ¡Qué feliz se habría sentido arrancándole la cabeza del cuello para luego devorarla a mordisco limpio, clavarle los dientes en la nuca y roer hasta despojarlo del último jirón de carne!

Finalmente, con toda su voluntad, logró ponerse de pie. Se apoyó con el brazo en la pared de piedra y dio un paso. Luego otro. Caminó hacia cada uno de sus hijos y sobrinos y, apelando a la poca energía que le quedaba, los llamó.

—¡Gaddo! —dijo—. ¡Uguccione! —Pero no recibió contestación—. ¡Nino! ¡Anselmuccio!

En cada ocasión, el silencio fue la única respuesta a su voz. Cuando por fin vio que todos estaban muertos no pudo resistir más y cayó de rodillas. Le parecía que el corazón se le había roto en pedazos, como si fuera de cristal y una espada lo hubiera hecho añicos. Por último, cansado y devorado por el hambre, se dejó arrullar por el abrazo de la muerte, entregándose a ella.

Ir a la siguiente página

Report Page