Dante

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Segunda parte. El miedo » 29. Compiobbi

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Compiobbi

El pueblo parecía una cueva del infierno. La muralla estaba reducida a una masa de piedras ahumadas y en gran parte derrumbada. Las puertas destrozadas. Mientras entraban a caballo, Dante tuvo la siniestra sensación de que a sus ojos les aguardaba un espectáculo terrible.

Con mucho gusto habría evitado seguir a Carbone de Cerchi hasta la Val di Sieve, en el Casentino, pero los hombres enviados por Corso Donati en la avanzadilla —para evitar caer en emboscadas en el camino de regreso de Laterina— habían vuelto de las patrullas portando consigo noticias escalofriantes: mientras Buonconte mantenía ocupado al ejército florentino a orillas del Arno, alguien debía haberlo aprovechado y, con un cierto número de soldados, había penetrado casi hasta las puertas de Florencia, quemando y devastando pueblos como Pontassieve, adentrándose hasta Compiobbi.

Al escuchar la noticia, el líder de los güelfos había optado por dividir el ejército. Una parte volvería inmediatamente a Florencia y otra hallaría el modo de dirigirse al Casentino, bajo el mando de Carbone de Cerchi, para hacer frente y expulsar a los grupos gibelinos, suponiendo que todavía estuvieran allí.

Por eso no estaba el Loco, pensó Dante. Nadie lo había visto en el campo de batalla. Esto debería haber desatado las alarmas, pero los florentinos estaban tan embriagados con aquella victoria moral que no se habían preguntado cuál era el motivo real de la retirada de Buonconte y, así, no habían entendido el verdadero objetivo del líder de los gibelinos. Había arrastrado a una mayoría de los hombres de armas enemigos lejos de Florencia, de modo que el Loco podía actuar sin ser molestado, prendiendo fuego a los pueblos del Casentino.

Y, por lo que parecía, había conseguido totalmente su objetivo.

Así, mientras Corso Donati y los suyos regresaban a Florencia, poniendo los caballos al galope y haciendo moverse a marchas forzadas a la infantería, Carbone de Cerchi y la mayoría de los feditori habían puesto rumbo a la Val di Sieve.

Habían cabalgado hasta Compiobbi y ahora aguardaban lo peor. Tan pronto como estuvieron a la vista de las murallas del pueblo comprendieron que no encontrarían a nadie esperándolos. Avanzaron con cautela, los cascos de los caballos pisoteando el barro congelado. Dante vio la calle principal del pueblo cubierta de costras de escarcha, negro de hollín y sangre seca. Luego fue el turno de los cuerpos: destrozados, desplomados en la nieve, apoyados contra las paredes de las casas, despedazados.

Le hubiera gustado estar ciego para no tener que ver lo que, poco a poco, se iba manifestando ante sus ojos: la guerra en toda su cruda realidad, el horror primordial de la violencia ciega. Nadie hablaba, solo se oían los pasos de los soldados de infantería acompasados con el canto de la muerte.

Dante no podía hacer nada. Mudo, se dio cuenta de lo que había sucedido. Percibió el olor ferroso de la sangre seca, el color violáceo de las entrañas humeantes, arrancadas del vientre de un hombre, vio el blanco de los rostros, teñido de moratones amarillos, se ahogó en la oscuridad de ese infierno en la tierra y se quedó atónito. Algunos hombres habían sido crucificados a las puertas de las casas. Una mujer colgaba ahorcada en el vientre negro de un pozo. Las imágenes estallaron ante su rostro en un carrusel que lo dejaba sin aliento. Respiraba con dificultad, como si una lanza le hubiera roto el pecho. Sintió un dolor agudo, una herida que inundaba su corazón de sangre.

Si al principio había querido escapar, ahora se llenaba los ojos de aquel horror.

Para no olvidar.

Se dio cuenta de que no tenía la menor idea de qué era la guerra. No había nada noble u honorable en aquella tierra maldita desgarrada por los conflictos. Sin embargo, si alguna vez había intentado sustraerse a todo aquello en nombre de la poesía y el amor, ahora entendía que no había poesía sin sangre, sin conciencia de lo que era la muerte. Fue como recibir la patada de una mula en la boca del estómago, pero comprendió que no había otra forma de saberlo realmente sino resultando traspuesto por el mal. Solo el horror podría abrirle los ojos de verdad. No lograría describirlo hasta que no lo mirara a la cara.

Y era lo que estaba sucediendo.

De hecho, nunca renegaría de su ángel. Ahora más que nunca creía que solo en el amor podía haber salvación, pero si hasta aquel momento ese pensamiento suyo había sido una simple idea, una aspiración alimentada por las lecturas, ahora el hedor de la muerte que llenaba el aire del pueblo lo obligaba aún más a aferrarse a la belleza y la bondad hechas del amor por una mujer con el rostro de un ángel, y por aquella idea, pensaba, valía la pena batirse en duelo, con la espada y con la tinta de la poesía.

Entonces le quedó claro lo que Homero había dicho en su sueño: tenía que luchar, porque solo arriesgándose a perder la vida sería capaz de encontrar las palabras adecuadas, idóneas para expresar y evocar una fuerza virgen y sublime.

Se ensuciaría las manos. Por eso había aceptado ser designado feditore y, por la misma razón, había resuelto tomar en consideración la propuesta de Vieri de entrar en política. Demostraría su valía.

El hombre era la más despiadada de las criaturas, un ser vil y despreciable que sometía a sus semejantes a hierro y fuego. Tenía que conocerlo, pensaba. Entender quién era y con quién debía tratar. Y rezar para que, un día, una mujer desplegara sus alas y fuera a salvarlo de aquel valle de lágrimas.

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