Dante

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Segunda parte. El miedo » 30. Nevada

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Nevada

Giotto miraba al cielo. De aquella cúpula del color del estaño caían unos copos tan grandes como puños.

Se había refugiado durante unos días en la colina, cerca de Asís. Lo hacía a menudo y por una razón: le encantaba contemplar la naturaleza en su simple maravilla. Y además, Cimabue le había pedido que lo ayudara en el taller para pintar las historias de san Francisco en la catedral del pequeño pueblo que había visto nacer al beato. Por lo tanto, intentar respirar la atmósfera de aquellos lugares, cuando menos únicos, era para él una forma indispensable de abordar el tema del próximo fresco.

Lo hacía para estar solo. Había dejado a Ciuta, su mujer, en Florencia. Estaría fuera apenas unos días, pero lidiar con las actividades normales sin tener que preocuparse por concebir algo artístico le permitía devolver la vida al nivel más humilde, incluso tosco, y así lograba recuperar el contacto con su alma.

Lo necesitaba. Después de la tensión de los días de guerra, regresar a la pura esencia de la vida era todo lo que pedía. No importaba que no hubiera pasado nada y Buonconte hubiese regresado a Arezzo sin atacar. No estaba acostumbrado a ese tipo de emociones.

Respiró en la fría mañana invernal. Una nube de vapor blanco llenaba el aire.

Amaba ese lugar. Con las primeras ganancias de su trabajo había comprado una pequeña choza donde iba a retirarse de cuando en cuando.

Agarró el hacha y se dirigió a la leñera.

Tomó un leño y lo colocó sobre el tronco. Levantó el hacha por encima de la cabeza. Luego la bajó, formando un arco. La hoja partió la madera en dos. Las dos piezas terminaron en la nieve. Giotto las recogió y volvió a ponerlas en la cesta. Agarró otro leño y repitió el movimiento. Una vez más logró un corte neto. Sonrió. No había perdido la buena mano, pensó.

Así estuvo por un tiempo. No solo llenó la cesta, sino que preparó una gran cantidad de troncos que usaría en los días venideros.

Cuando se dio por satisfecho, apiló la madera recién cortada. Luego agarró la cesta y se dirigió hacia la puerta.

Entró. En la chimenea ardía ya un buen fuego. Dejó la cesta y añadió un par de los leños que acababa de cortar. A continuación, después de cargarse un cesto al hombro, salió de nuevo.

Tomó el sendero y entró en un bosque de robles. Unas pocas hojas del color del oro despuntaban en las ramas desnudas, salpicadas de nieve. Giotto caminaba apoyado en un grueso palo de cornejo para no arriesgarse a tropezar.

Al menos había dejado de nevar. Siguiendo el camino, miraba bajo los árboles. Pronto vio que no llegaría al porquero con las manos vacías. Entre las hojas secas ligeramente blanqueadas por las primeras nieves se veían unas bellotas.

Se inclinó para recogerlas y comenzó a llenar el cesto que acarreaba al hombro. Puso empeño en ello, aguzó la mirada y encontró otras más.

Estaba satisfecho. Y feliz. Las sencillas tareas a las que se entregaba a lo largo del día constituían un motivo de gran satisfacción. Si hubiera podido, una parte de sí habría querido vivir siempre de aquella manera.

Por supuesto, estaba también la pasión ardiente por la pintura y el color, el sentido mismo de su vida, aunque en ese momento no los extrañaba ni un ápice. Entendía perfectamente por qué Francisco deseaba cultivar el amor y la armonía universales entre el hombre y la naturaleza. Liberar la mente, involucrar al cuerpo, enfrentarse a los pequeños desafíos cotidianos, saborear el paso de las horas, levantarse con la salida del sol y acostarse al atardecer. Las colinas de Asís eran el lugar perfecto para realizar su voluntad.

Continuó por el sendero, hasta que el bosque terminó y se encontró en una suave pendiente. Abajo, en el fondo del valle, divisó el techo de una granja. Una chimenea lanzaba humo contra el cielo gris.

Reconoció la pequeña granja de Vanni, el porquero. Sabía que lo esperaban y por tanto no quería llegar tarde.

Con un poco de suerte estaría allí al tocar la sexta y tendría tiempo para entregar las bellotas y recibir a cambio las mejores cerdas con las que hacer los pinceles que utilizaría para el siguiente trabajo.

Iba pensando que no veía el momento de mudarse a Asís. Compraría una carreta, se dijo. Subiría con Ciuta en el pescante y recorrerían la Toscana y Umbría juntos, dejando atrás aquella ciudad que parecía haber sido maldecida por Dios. Si quisieran, podían ir con ellos Dante y Gemma. Cuantos más fueran, tanto mejor, al menos para él.

Tan pronto como regresara a Florencia se lo propondría. El tiempo justo para realizar el último trabajo acordado con Cimabue, y entonces sería libre.

Acarició ese momento y, con una sonrisa en los labios, se puso a descender hacia el fondo del valle.

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