Dante

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Segunda parte. El miedo » 31. Monseñor

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Monseñor

Monseñor Ubertini vestía una casulla de seda color púrpura, ribeteada con hilo de oro. Su rostro delgado, que se percibía más alargado por la barba cuidada y afilada, expresaba satisfacción. Miró a su sobrino, Guillermo de Pazzi de Valdarno, y al capitán del pueblo, Buonconte da Montefeltro. Luego, con un movimiento de la mano, subrayó lo que tenía en mente decir.

—Os habéis comportado —dijo—. Esos malditos florentinos estaban convencidos de que pueden con nosotros, de habernos derrotado y, en cambio, gracias a la hábil maniobra de nuestro capitán del pueblo —y se volvió hacia Buonconte— habéis logrado devastar el Val di Sieve —concluyó, mirando ahora a su sobrino.

—Nada me hubiera podido hacer más feliz —respondió el Loco—. Confieso que hicimos todo lo posible por sembrar el miedo.

—Que es el argumento disuasivo más poderoso —remarcó el obispo y señor de Arezzo—. El único problema de verdad está relacionado con la liberación de Carlos II de Anjou.

—¿En qué sentido representa un problema? —preguntó el Loco.

—Tiene la intención de ser coronado rey de Sicilia por el papa —respondió con frialdad Buonconte da Montefeltro—. Ya se ha decidido en qué lugar: Rieti.

—Esto significa que lo más probable es que se detenga en Florencia, beneficiándose de la hospitalidad de los güelfos. No se puede descartar que deje algún contingente de refuerzo —dijo monseñor Ubertini. Sacudió la cabeza porque constatar ese hecho le provocaba una evidente desazón.

Se acercó a la gran chimenea y extendió las manos sobre las llamas, de espaldas a sus interlocutores.

—Eso es lo que yo también temo, vi los estandartes franceses en Laterina —confirmó Buonconte.

—Lo cual quiere decir que la situación no debe subestimarse. Los embajadores del rey deben de haber llegado ya a Florencia y muy probablemente llevarán la autorización para usar la insignia francesa —comentó con amargura monseñor Ubertini.

—Su Alteza tiene razón —dijo el capitán del pueblo.

—Entonces ¿qué podemos hacer? —preguntó el Loco con franqueza.

El obispo no contestó.

—Expediciones. Emboscadas. Saqueo. Fingir que vas a la batalla y golpearlos donde menos se lo esperen. Laterina es un ejemplo perfecto de cómo procederemos en los próximos meses. Hacer creer que los aguardamos detrás de los muros y luego sorprenderlos en las marismas, como en Pieve al Toppo —fue la respuesta de Buonconte.

—Pero no entiendo por qué siempre tenemos que escondernos, ocultar nuestras verdaderas intenciones, cuando podemos ganarlos en el campo de batalla —soltó Guillermo de Pazzi, quien estaba verdaderamente cansado de la continua táctica de golpear y salir corriendo—. Somos más fuertes que ellos, ¡eliminémoslos de una vez por todas!

—Yo no estaría tan convencido —dijo Buonconte—. Las batallas campales son insidiosas. Implican grandes pérdidas, incluso cuando se tiene la suerte de ganarlas. Y eso no está dicho que vaya a suceder. Sin embargo, una emboscada o una incursión sorpresa —continuó el capitán del pueblo— genera miedo, temor, y tal vez el enemigo se sienta más inseguro y acepte negociar. Lo mismo podría decirse de un buen asedio. Nadie pierde la vida, pero se ganan rehenes y se reducen las existencias de alimentos de los adversarios.

Monseñor Ubertini se giró. Ahora asentía con convicción.

—Así es —agregó—. Y tuvisteis una gran idea al convencer a vuestro padre de que se apoderara de Pisa.

—Fue fácil. Poco esfuerzo y un resultado importante.

—Ya lo entiendo, maldita sea. Vosotros dos parecéis haberos puesto de acuerdo —dijo el Loco con impaciencia—. Lo siento si me tomo la libertad de recordaros que los soldados ganan en el campo de batalla.

—Pero ¿a qué precio, sobrino mío? —respondió el obispo—. No, lo siento. Estoy totalmente de acuerdo con el capitán del pueblo, especialmente en una situación como esta, con el riesgo de que el rey de Francia de alguna manera manifieste su apoyo a Florencia… Únicamente con la negociación y la guerra de emboscadas nos impondremos a nuestros adversarios.

—¿Y el emperador? ¿Aquel en cuyo nombre luchamos? ¿Qué es lo que va a hacer? ¿Nos va a dejar solos contra Carlos II de Anjou?

—Como bien sabéis, sobrino mío, el emperador ya no es emperador, después de la deposición de Federico II.

El Loco resopló por enésima vez.

—De acuerdo, de acuerdo. Me refiero al rey de los romanos, y más exactamente a Rodolfo, de la casa de Habsburgo.

—Pues bien, aquí está la respuesta: tras ser elegido por los príncipes, sin haber recibido la consagración papal, el rey de los romanos tiene otras cosas en que pensar. Ya será mucho si consigue reclamar para sí las tierras que se han fragmentado en el interregno. No podemos confiar en él de ninguna manera. Por esto creo que tendremos que proceder con la estrategia sugerida por Buonconte da Montefeltro. Y, además, será mejor hacerlo rápido.

El capitán del pueblo inclinó la cabeza en señal de respeto.

—No perderemos tiempo —dijo—. Los florentinos esperan que nos quedemos en nuestros cuarteles de invierno. En cambio, reanudaremos el saqueo de sus campiñas, desangrándolas poco a poco.

—Así es —confirmó el obispo.

—¡Que así sea! —Guillermo de Pazzi de Valdarno abrió los brazos—. Si eso es lo que queréis, podéis contar conmigo.

—Muy bien. Y pronto volveréis a tomar las riendas —concluyó monseñor Ubertini.

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