Dante

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Segunda parte. El miedo » 33. Incomprensiones e intrigas

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Incomprensiones e intrigas

Dante no esperaba encontrarse con Guido, pero cuando lo vio en el palacio de Vieri de Cerchi, no pudo ignorarlo. Tenía una mirada extraña, vagamente amenazante. Al acercarse a él se dio cuenta de que a su amigo le urgía decirle algo. Se esperaba lo peor. Y llegó lo peor.

—¡Ah! ¡Aquí lo tenemos! ¡El hombre de armas! ¿Qué estoy diciendo? ¡El feditore de primera línea, el hombre de Vieri de Cerchi! Por fin podéis ensuciaros las manos, ¿no lo creéis así? Y más ahora que Corso Donati fue llamado para ocupar el cargo de alcalde en Pistoia. Tenéis campo libre, por tanto.

Dante se quedó atónito. No entendía qué se le reprochaba. Además, estaba cansado. Todavía no se había recuperado de lo que había visto en Compiobbi. Discutir con su amigo era realmente lo último que quería.

—¿Por qué me habláis en este tono, Guido? ¿Qué os he hecho? —preguntó con sincera amargura.

Cavalcanti se dio cuenta de que tal vez había sido demasiado intempestivo y cambió un poco de actitud.

—Vamos, os conozco desde hace mucho tiempo. Sé con seguridad que no disponéis del dinero para comprar el equipo de feditore. Y me complace ver que después de debatir conmigo sobre ángeles, amor y belleza, tuvisteis la buena ocurrencia de mediros en el uso de ¡la espada y el escudo! En verdad no os guardo rencor por esto, pero cuidado con Vieri, es un hombre poderoso y despiadado.

—Lo comprendo, pero he empuñado las armas para defender Florencia.

—Sí, y habéis hecho un gran trabajo. En Laterina tan solo os habéis estado contemplando de una a otra orilla del Arno —le respondió Guido en tono burlón.

—¡Sí! —espetó Dante, cansado de unos reproches que sabía que no merecía—. Pero en Compiobbi vi los efectos de la guerra: ¡hombres masacrados, mujeres violadas, nieve roja por la sangre de los niños asesinados! ¿Creéis que me complació? ¿Tenéis una idea de lo que es realmente un campo de batalla?

Por primera vez desde que lo conocía, Cavalcanti se sonrojó.

—Dante —dijo—, perdonadme, he exagerado. Lo que quería deciros es que seáis precavido con Vieri. Es un hombre devorado por la ambición y podría prometeros cosas que luego se cuidará mucho de reconoceros…

—Entonces ¿debería rechazar su ayuda? —lo interrumpió Dante. Luego cambió de tono, le tocó a él ser mordaz—. ¡Claro! Verme entre los feditori os fastidia bastante, ¿no? A mí, formando a caballo y en primera línea. No sois capaz ni de imaginarlo, ¿verdad?

—¡Está bien, ya os escuché! Me disculpé por mi sarcasmo y tenéis razón al pagarme con la misma moneda. Me he equivocado en las formas, pero ahora al menos ya sabéis lo que me pareció necesario deciros.

Y, sin añadir nada más, le dio la espalda. Dante enmudeció. Por segunda vez en poco tiempo, en el mismo día. En aquel momento le hubiera gustado responderle, pero Guido era así: siempre tenía la última palabra. Cuando finalmente le respondió, su amigo ya estaba lejos y no podía oírlo, pero gritó de todos modos. Quería desahogarse.

—¡Ahora es que ni siquiera me escuchas! ¡Desde hace ya dos noches soy presa de las pesadillas, sueño con una mujer colgada, zarandeándose en la boca negra de un pozo! ¡Vuestra inútil indignación! ¿Y todo por qué? ¿Por qué no soportáis haber sido… superado?

Dante pronunció esas últimas palabras con rabia, pero también con un sentimiento de liberación. Aunque estimaba mucho a Guido, ese último ataque injustificado… Se había disculpado, por supuesto, y sin duda había hablado con sinceridad. Sin embargo, Dante percibió claramente que sus diferencias de opinión poco a poco iban a construir un muro que, tarde o temprano, se interpondría entre ellos, separándolos. Las cosas ya no eran como años atrás. Lo sucedido no era culpa de nadie y si ahora gozaba del favor de Vieri de Cerchi y conseguía gracias a ello un poco de crédito y prestigio, Guido no tenía derecho alguno a burlarse de él. ¡Como si le hubiera robado algo! Después de todo, ¿qué debería haber hecho? ¿Darle la espalda a ese poquito de suerte que le había llegado? No era hijo de una de las familias más nobles y poderosas de Florencia. Era fácil ser puro y coherente cuando uno podía contar con una riqueza casi infinita. Y él deseaba que sus composiciones poéticas se midieran con la realidad y, al hacerlo, la superaran. La mujer que imaginaba, el amor que quería, era la clave para enfrentar y vencer el horror y la miseria de las cosas terrenales. Pero para lograrlo, para poder crear algo realmente sublime tenía que conocer lo más bajo, para encontrar la gracia tenía que perderse en la orgía de la violencia. No quedaba otro camino. A aquellas alturas ya lo había entendido.

—Veréis, señor Alighieri, hace días que Corso Donati no se encuentra en Florencia. Su reciente nombramiento como alcalde de Pistoia lo mantendrá alejado por un tiempo. Esto significa que, si hay un momento en el que buscar una salida pacífica al conflicto, es ahora —le dijo Vieri de Cerchi a Dante. Era evidente que el gran banquero había concebido aquel plan muchos días atrás. Resultó todavía más claro cuando continuó explicando lo que tenía en mente—. Hablé también con los priores, y los seis están de acuerdo conmigo en que se debe intentar.

—Si me permitís preguntar, ¿cómo vais a proceder? —dijo Dante.

—Muy breve y concisamente: monseñor Guglielmo Ubertini teme por su persona y por su linaje. A pesar de que Arezzo se muestra segura, su señor es muy consciente de que a la larga el continuo conflicto con Florencia resultará fatal para su ciudad, y si bien es cierto que Buonconte da Montefeltro y el Loco son los mejores capitanes militares en activo, es igualmente cierto que las alianzas con Pistoia, Siena y Lucca y el apoyo de los franceses pronto podrían cambiar el rumbo de este enfrentamiento. Es justamente por esto por lo que está dispuesto a negociar, para salvar su vida.

—Entiendo.

—Muy bien. Comprenderéis entonces que si sabemos liderar una negociación con cuidado, evitaremos perder muchas vidas. Creo que la visión de lo que sucedió en Compiobbi fue suficiente para vos. ¿Acaso me equivoco?

—En absoluto.

—Pues bien, os daréis cuenta de lo preciosa que es para mí una pluma como la vuestra para expresar mis pensamientos de la manera más clara y sutil. Ahora me gustaría escribir una carta.

—Por supuesto.

—Ahí —dijo Vieri, señalando un elegante escritorio— tenéis todo lo que necesitáis. Tomad asiento.

Dante hizo lo que le dijo.

—Recibiréis una compensación por ello. Obviamente, ya sabéis que no debéis soltar ni una palabra de cuanto os he dicho. Ni siquiera tengo que recordaros que, en caso contrario, lo vais a lamentar amargamente.

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