Dante

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Segunda parte. El miedo » 34. Una gran idea

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Una gran idea

El viento silbaba en las calles y arremetía contra las puertas.

Dante estaba camuflado en su pequeño estudio. Había llevado un brasero a la exigua estancia. Sobre los hombros, una manta de lana. Se miraba las manos: estaban manchadas de tinta. La mente vagaba en una dimensión suspendida entre la fantasía y la realidad, completamente abducida por una idea que le quitaba el sueño desde hacía meses, pero que finalmente había comprendido por completo en los días de Laterina.

Quería escribir una colección de versos o, mejor dicho, una obra más ambiciosa, capaz de celebrar el amor y a la mujer que había descubierto que veneraba desde que la había conocido. Quería alternar rima y prosa, de modo que saliera algún tipo de composición única y coherente en el contenido y en el tema, independientemente del estilo.

Se dio cuenta de que era tanto más necesario porque representaba el ancla de la salvación para quienes, como él, creían en la fuerza de los sentimientos. Esa era la forma de luchar contra el horror de un mundo que se hundía cada vez más en el abismo y que iba, a su pesar, conociendo más de cerca.

Tenía la intención de comenzar ese trabajo con una imagen que lo perseguía desde hacía algún tiempo. Beatriz, casi desnuda y abandonada a los brazos del Amor, dormitaba lánguidamente. Apenas la cubría un manto magnífico, más bien un velo ligero, del color de la sangre. Cuando el Amor la despertaba por fin, se descubría con un corazón ardiendo en la mano, y Dante sabía que era el suyo, como si se lo hubieran arrancado del pecho. Era en ese momento cuando el Amor ordenaba a Beatriz que devorara lo que tenía en la mano y ella, aunque de mala gana, obedecía.

Era una escena poderosa que parecía repetirse sin cesar en su mente, como si fuera una maldición. Además, merecía ser escrita en verso, aunque hasta entonces no había podido yuxtaponerla a otras rimas que había escrito anteriormente. Sin embargo, imaginándola como el comienzo de un viaje a la conciencia de sus propios sentimientos, en los que su corazón era devorado por aquella a quien había jurado amor eterno, podría encontrar una ubicación perfecta.

Asintió.

Sabía que aún no tenía el panorama general, pero al mismo tiempo ya había una cierta cantidad de material que podría hallar su espacio. Luego, poco a poco, componiendo otros versos, completaría el trabajo.

La voluntad de crear una composición compleja y estratificada estaba ya clara en su mente, y en gran medida, también la forma en que procedería con la redacción. Al menos para la primera mitad. Entonces tendría que concebir un poema central. Si quería obtener una obra verdaderamente única y coherente, era necesario que, colocado en el medio, hubiera un gran soneto de gran fuerza evocadora: los versos que sabía que aún no había escrito porque lo redactado hasta el momento no era lo suficientemente fuerte y eficaz.

Dante sentía que aún no había elaborado la idea en detalle, pero también que se estaba volviendo cada vez más nítida en su cabeza. Y que ahora había encontrado una manera de escribir algo que por fin le daría fama.

La gente de Florencia lo miraría de otra manera. Y con el apoyo de Vieri, a quien no le negaba nada —al contrario—, podría conquistar un espacio y un papel que hasta algún tiempo atrás nunca hubiera imaginado llegar a conseguir.

Asimismo, era consciente de que, muy probablemente, el trabajo que soñaba con escribir supondría la ruptura definitiva con Guido porque, en cierto sentido, estaba concebido en pura oposición a sus teorías.

Sin embargo, eso no lo iba a detener. Respetaba a su maestro, aunque al mismo tiempo quería emanciparse de él. Ahora el camino que había tomado lo alejaba de Guido. Dante lo percibía, de hecho, como el resultado inevitable, ya que era la única forma de lograr una autonomía poética personal.

No quería volver atrás.

También porque, a esas alturas, ya era demasiado tarde.

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