Dante

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Segunda parte. El miedo » 36. Miedo ancestral

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Miedo ancestral

Los cadáveres colmaban la llanura. Una capa de nieve gris los cubría como si fuera hollín congelado. Parecían estar durmiendo, pero Dante sabía que no era así. Mostraban marcas de heridas mortales en la cara y las manos. Eran víctimas: hombres, mujeres y niños, asesinados por la furia de la guerra.

La sangre, sin embargo, estaba seca, coagulada, como si la tierra misma la hubiera bebido con avidez. Una tierra madrastra que resecaba a sus hijos hasta que les drenaba la última gota de vida.

El aire era denso y pardo, parecía plomo fundido, como si el sol hubiera renunciado a rasgar las faldas de la pesada capa en que se había convertido el cielo. Se levantaban remolinos de ceniza helada, gélidos, impulsados por un viento silbante, capaz de azotar la superficie, la corteza incolora de esa tierra maldita. Y, sin embargo, a pesar del frío, un olor mefítico de muerte, un hedor insoportable castigaba el olfato.

Unos vagos fuegos rojos arrojaban destellos débiles por todas partes, una ola de luz rosa que iluminaba tenuemente esa visión apocalíptica.

Los cuervos negros elevaban su grito en el cielo. Lo llenaron de repente, extendiéndose como una mancha de tinta. La bandada se alargaba en la bóveda celeste, hiriendo el oído de quien se obstinaba en caminar por aquel valle olvidado de Dios.

Los pájaros se deslizaban amenazantes. Algunos se posaron sobre los cuerpos de los muertos y comenzaron a alimentarse de sus ojos. Otros fueron a detenerse en las superficies escalenas de los muros en ruinas.

Dante continuó en medio de la infinita extensión de cuerpos. Caminaba despacio, midiendo sus pasos, le parecía flotar, como si fuera un fantasma. Los miraba y sabía que no podría despertarlos. Ser testigo impotente de aquella masacre era el peor castigo que pudiera imaginar. Sus lágrimas se congelaban antes de tocar tierra y cuando lo hacían ya eran gemas de cristal frío.

La desolación del lugar le apretaba la garganta. Paso a paso le parecía ahogarse, sentía que un frío manto de muerte le apretaba el cuello hasta estrangularlo. Respiraba con dificultad. El corazón le latía enloquecido. Se detuvo. No sabía adónde iba. Miró al cielo y comprendió que en esa bóveda gris ya no tenía con qué orientarse.

Se despertó empapado en sudor. Respiraba a duras penas.

—Dante —dijo Gemma. Había tomado una candela, y un tenue resplandor iluminó la habitación—. ¿Qué os sucede?

—Muertos… estaban todos muertos —dijo.

—¿Quiénes?

—Todos. Hombres, mujeres, niños. Cubrían todo un valle. El sol había desaparecido y yo deambulaba entre remolinos de ceniza congelada. Lloraba por una humanidad perdida.

—No digáis eso. Me asustáis. ¿Lo veis? Estáis aquí, conmigo. No tenéis nada que temer. —Gemma lo abrazó.

Él se dejó rodear por sus brazos y luego la abrazó a su vez.

—La muerte nos sobrevuela. Florencia devorará a sus hijos y no podré hacer nada más que luchar por defender lo que más quiero. Gemma, tengo miedo. Por lo que he visto y lo que veré. No puedo borrar de mi mente la visión de la matanza de Compiobbi. No podéis imaginar la agonía, el dolor infinito que sentí. Tengo esos rostros clavados en la mente y no soy capaz de arrancar su recuerdo.

—Será así por mucho tiempo, Dante. Y tendréis que aprender a vivir con ello, ya que, como decís, me temo que pronto volveréis a vivir momentos como los de Compiobbi. De hecho, creo que serán incluso peores —dijo Gemma—. Lo único que podemos hacer para combatir la violencia y la miseria humana es permanecer unidos y no dejar nunca de compartir la carga. Lamento no tener mejores palabras que estas, pero el amor que siento por vos es todo lo que puedo ofreceros. Esperaros, cuidaros, escucharos, no puedo hacer más que eso.

—Es mucho más de lo que merezco, Gemma, créeme.

—No volváis a decir eso —respondió—. Confiad en mí y dad a nuestro amor una oportunidad. Poco a poco, día a día, crecerá y nos resultará indispensable.

Dante escuchó aquellas palabras y se quedó en silencio. Y se descubrió deseando a su esposa. Desde hacía algún tiempo, ella parecía entenderlo mejor que nadie. Tal vez siempre había sido así, solo que él no le había permitido acercarse. En cambio, ahora que había decidido dar la bienvenida también a la parte más real de la vida, ahora que al amor por la poesía y por el ideal pretendía añadir el compromiso con desafíos más terrenales, todo era diferente. Y en Gemma fue descubriendo, día tras día, una mujer fuerte y una compañera atenta y fiel, que nunca se echaba atrás. Y no solo esto: estaba más que dispuesta a compartir y escuchar sus dudas e incertidumbres.

Sabía que ella tenía un alma orgullosa y que ni siquiera frente a la adversidad se hubiera rendido, y eso le infundía mucho valor. Era como si, poco a poco, Gemma estuviera conquistando una pequeña parte de él, en un asedio de amor que dirigía con determinación y paciencia ejemplares.

Sonrió. Y la besó.

Y después la besó de nuevo.

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