Dante

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Segunda parte. El miedo » 37. Amigos

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Amigos

Ese día se encontraron en casa de Giotto, cerca de Porta Panzani, en Santa Maria Novella. Cuando llegó Dante, el pintor lo condujo al establo sin demorarse ni un segundo.

Allí le mostró lo que no había dudado en definir como su sueño. Dante se sorprendió bastante al ver que se trataba de un carro. Sin embargo, no era un vehículo común, en absoluto. Dante reconoció que era un verdadero sueño convertido en realidad.

Giotto estaba feliz. Era obvio. De hecho, no ocultó lo satisfecho que estaba, él, que, por naturaleza, era bastante severo consigo mismo. Pero era innegable: había realizado un trabajo óptimo.

Dentro había guardado todo lo que necesitaba para pintar logrando, gracias a una serie de trucos, de pequeños nichos, mecanismos a presión y artilugios accionados con palancas, asegurar espacio suficiente para al menos tres personas. Con todo, lo que dejaba más atónito, y esa constituía la parte formidable de la obra, era que lo había decorado como una gran máquina alegórica. «Alucinante» fue la palabra que le vino a la mente a Dante.

Las tablas de madera de los bancos estaban pintadas como si fuesen un tríptico sobre tabla, al menos a primera vista. Pero luego Dante comprendió que, en realidad, la narrativa visual era solo una y transcurría con fluidez de un lado a otro. Lo que vio fue, por tanto, una única gran escena dividida en tres partes, correspondientes a los tres lados del carro, animada por decenas de figuras y fondos sorprendentes: una sucesión de torres, ángeles guerreros, carros, peregrinos, comerciantes, diablos, saltimbanquis, soldados a caballo, astrólogos, sibilas, magos y crepúsculos, en una especie de procesión enloquecida, un extraño desfile, que se desarrollaba en un continuum impresionante. Una fantasmagoría, un encantamiento que cautivaba la vista y sugería que el propietario del vehículo no podía ser sino un gran ilusionista de la pintura.

Se quedó boquiabierto. Y se preguntó qué hechizo animaba el talento de su amigo, puesto que, cuando posaba los ojos en aquellas representaciones, ya no lograba escapar de ellas.

Por no mencionar que ese vagón pintado era una excelente manera de demostrar su valía: quien lo viera no albergaría dudas sobre el increíble genio pictórico que debía tener quien lo había ejecutado.

Una vez más los colores llamaban la atención. Dante se perdió en el azul profundo del cielo, en el verde brillante de la hierba, en el rojo resplandeciente del fuego y el amarillo intenso del sol. Y luego las expresiones de los rostros que parecían vivos, los detalles de la ropa y la fuerza primigenia de la composición: todo te dejaba sin aliento.

—¿Qué decís? ¿Os gusta? —preguntó Giotto con cierta aprensión, como si al amigo pudiera decepcionarlo lo que observaba.

—Es lo más increíble que he visto jamás —dijo Dante—. ¿Cuándo lo hicisteis?

—He estado trabajando en ello durante un tiempo —admitió modestamente el pintor.

—Es que incluso las ruedas y los ejes están decorados.

—¡Claro! —exclamó Giotto—. No he dejado nada al azar.

—Podéis decirlo en voz bien alta, amigo mío —asintió Dante—. ¿Y para qué necesitáis un carro semejante? Se diría que queréis usarlo para un espectáculo. Sin duda, es un vehículo que se hace notar.

Giotto sonrió.

—Exacto —contestó—. Este es justamente el propósito. Y admito que esperaba oírte decir estas palabras.

—¿En serio?

—Amigo mío, aquí está la simple verdad: no quiero quedarme en Florencia para siempre.

—¿Por qué? —preguntó Dante, como si la sola idea de irse fuera inconcebible para él.

—Soy pintor. Y tengo que buscar trabajo. No soy un criador de ovejas ni un afilador de cuchillos. Incluso Cimabue, como bien sabéis, acepta excelentes encargos fuera de Florencia y es seguro que tiene una reputación notable y bien merecida. Si quiero consolidarme, tengo que estar preparado para moverme y, de hecho, en realidad tal vez sea yendo en busca de trabajo como pueda encontrarlo.

—Entonces ¿tenéis la intención de iros?

Dante no pudo contener un atisbo de desilusión. Su amistad con Giotto era importante. Con él podía hablar de cosas que no podía tratar con nadie más. Ni siquiera con Guido, en efecto, especialmente desde que este último parecía criticar todas sus decisiones. Giotto, en cambio, era diferente. Nunca juzgaba. Escuchaba, proponía, explicaba, compartía su pasión. Quizá, pensaba Dante, el hecho de ser ambos artistas pero de diferentes disciplinas era la mejor vía para no entrar a competir.

—Parecéis sorprendido.

—Lo estoy. Y también, lo admito, disgustado —confesó Dante.

—¿Por qué?

—Vamos, amigo mío, sabéis que hablar con vos es uno de los motivos de mayor consuelo.

—¡Ah!

—No me diréis que estáis desconcertado.

—En absoluto. Por eso elegí un carro tan grande —dijo Giotto, provocativo.

—¿Qué queréis decir?

—Bueno, pensaba que vos y Gemma podríais venir con nosotros, con Ciuta y conmigo, si lo deseáis.

Aquella propuesta lo sorprendió. Dante, de hecho, nunca se había planteado la opción de irse. Para ser honestos, ni siquiera lo consideraba una posibilidad. Por un instante la idea de buscar fortuna en otra ciudad incluso se le antojó viable, pero luego sacudió la cabeza.

—No puedo, amigo mío —contestó con un suspiro—. Ni aunque quisiera.

—¿Y por qué? ¿Qué os lo impide? Podríamos contar historias mientras vamos por los pueblos. Podrías inventarlas, escribirlas y leerlas en público, y yo las convertiría en dibujos. La gente se quedaría fascinada. Nadie ha hecho nunca algo semejante. ¡Y hasta podríamos hacernos ricos!

—¿Como narradores errantes? —preguntó Dante.

—Así es —respondió su amigo.

Por supuesto, pensándolo bien, era una gran idea. Dante nunca había imaginado una solución como aquella; era tan descabellada que incluso podía llegar a funcionar. Pero ¿qué sucedería con sus proyectos? Tal vez si hubiese recibido esa propuesta algún tiempo antes hasta podría haber pensado en aceptarla. Pero ¿en aquel momento?

—No tenéis que responderme ahora —añadió Giotto, y una sombra le cubrió un instante el rostro, como si estuviera decepcionado o, peor aún, tuviera miedo de ser rechazado.

—Amigo mío —dijo Dante—, lo haré. Aunque si rechazara esa buena oferta me gustaría que entendierais que no es porque no crea en nuestra amistad. Nada más lejos de la realidad. Me resulta más querida que cualquier otra. Pero lo que estoy tratando de hacer estos días es labrarme una reputación en Florencia. No tengo vuestra suerte. No sé sostener un pincel y con él lograr cosas tan maravillosas que es evidente para todos lo poderosas que resultan. No. La palabra necesita más tiempo para tocar las cuerdas secretas del corazón, y, del mismo modo, mi trabajo requiere una audiencia cultivada durante tiempo. Sería maravilloso viajar con vosotros, pero siento que mi ciudad me quiere aquí con ella. No puedo vivir con vuestro maravilloso sentimiento de libertad. Al contrario, advierto que una tragedia la amenaza y me gustaría, en la medida de lo posible, permanecer cerca.

—Si se trata de luchar por Florencia, no temáis, yo tampoco me echaré atrás —aseguró Giotto, muy serio.

—No es solo eso. Por supuesto que está la cuestión del inminente conflicto, que nadie más que yo querría evitar —dijo Dante—. Además está mi esposa, que nunca se alejaría de su familia, al menos no ahora…

—Es cierto —comentó Giotto—. Olvidé que es una Donati.

—Sí. Pero, mirad, también estoy tratando de escribir algo que está profundamente ligado a Florencia y a una nueva forma de concebir la escritura, una forma que nació gracias a ella, a nuestra ciudad.

—Entiendo. Aun así, prometedme pensar seriamente en mi propuesta.

—Por favor, ni lo dudéis. Es un honor y un privilegio para mí ser vuestro amigo.

—Lo mismo me pasa a mí —concluyó Giotto—. A nadie más le ofrecí lo que os acabo de proponer —dijo con gravedad. Luego pareció despejarse—. Vamos —concluyó—. Está empezando a hacer frío. Entremos en casa. Ciuta ha preparado algo rico.

Y así, sin volver a tocar el tema, los dos amigos abandonaron el establo.

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