Dante

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Segunda parte. El miedo » 38. Arpón

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Arpón

Incluso a plena luz del día Baldracca era un distrito extremadamente peligroso donde a un hombre podían matarlo solo por el color de la ropa que llevara.

Por los callejones llenos de barro y aguas residuales deambulaba muy a gusto Carbone de Cerchi, que amaba ese lugar porque, como verdadero asesino, era temido por todos y nadie lo desafiaba. Hacía gala de los cuchillos que portaba en el cinto y de su espada corta, y tenía en el rostro ese aire jactancioso con el que parecía querer invitar a alguien a atreverse a hablar con él para hallar la excusa perfecta para matarlo.

Inspeccionó una serie de tabernas infames y cuartuchos malolientes, hasta meterse en el que exhibía el letrero agrietado de la luna en el pozo.

Allí se coló, mostrando sus aires de matón, como si la posada le perteneciera. Finalmente miró al dueño, dirigiéndose a él con un movimiento de cabeza.

Este último le respondió señalando con el rostro una cortina de terciopelo de color bígaro, que colgaba en la parte trasera de la sala donde una serie de mesas mal parcheadas, con sillas desiguales, albergaba una selecta clientela compuesta por holgazanes, ladrones, carteristas, mendigos y borrachos.

Carbone de Cerchi pasó de largo de las mesas y los clientes, hasta que llegó a la cortina. La abrió y luego la cerró tras él.

Entró en la pequeña habitación, que siempre estaba a su disposición. En cierto modo, era el lugar donde se ocupaba de sus asuntos y recibía a las personas con las que debía reunirse. Y aquel día había una esperándolo sentada a una mesa.

El hombre en cuestión exhibía unas agallas carcelarias, llevaba un traje de lana liso y capa grande. La empuñadura de la espada le sobresalía del cinturón. Lo que sorprendía al observador más distraído, sin embargo, era la gran marca de nacimiento en forma de gancho que tenía en el cuello. Evidentemente había llegado hacía un rato, ya que, cuando Carbone se sentó vio su copa manchada de vino.

El señor De Cerchi tomó la jarra y se sirvió a su vez. Le apasionaba el vino tinto y con cuerpo que le guardaba para él el posadero y por eso, incluso antes de saludar, se bebió unos largos sorbos y luego se pasó el dorso de la mano por los labios violáceos.

—Señor Bonci…

—¡Arpón! —dijo el otro interrumpiéndolo.

—¿Qué? —preguntó Carbone, permitiéndose una mueca. Odiaba que lo interrumpieran.

—Sí —continuó el otro—. Es mi nombre… debido a lo que tengo en el cuello.

—Está bien, pero debéis saber que si volvéis a interrumpirme os dibujaré otro en la cara. Con la espada.

El asesino se quedó en silencio. Evidentemente, había entendido la indirecta.

—Bueno —continuó Carbone—, me han dicho que os habéis encontrado a Buonconte da Montefeltro.

—Sí. Y no fue agradable.

—Un detalle que no me interesa en absoluto —dijo Carbone—. La cuestión es otra. Estoy dispuesto a pagarle a alguien para quitarlo de en medio, alguien que lo haya conocido, que conozca sus hábitos y sepa dónde encontrarlo.

—Nadie desearía matarlo tanto como yo.

—Eso es música celestial para mis oídos.

—¿Y cuánto ganaría?

Carbone lo miró de reojo.

—No se puede decir que os guste perder el tiempo, Arpón.

—Decís bien.

—De acuerdo, pero ahora escuchad lo que tengo que explicaros.

—Soy todo oídos.

—Perfecto. Pues allá voy: quiero que matéis a Buonconte da Montefeltro. Eso sí, lo haréis de forma limpia, sin dejar huella, para que nadie pueda seguir el rastro hasta vos y, en consecuencia, hasta mí.

—Nunca revelaría el nombre de quien me da las armas —dijo el Arpón, ofendido al escuchar ese tono.

—Permitidme que lo dude.

—Os lo concedo.

—Entonces escuchadme.

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