Dante

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Tercera parte. La furia » 39. Carlos II de Anjou

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Carlos II de Anjou

Florencia estaba de fiesta. Después de haberlo esperado durante meses, el rey de Francia entraba en la ciudad.

Derrotado casi cinco años atrás en el golfo de Nápoles por el almirante Ruggero di Lauria, y encerrado en las galeras españolas hasta octubre del año anterior, Carlos II de Anjou había dejado a sus hijos como rehenes en el castillo de Campofranco a Alfonso de Aragón. Solo de esa manera le había sido posible recuperar la libertad.

Ahora bajaba desde París hasta Italia para ser coronado por el papa Nicolás IV en Rieti y así volver a ocupar el trono de Sicilia que le había sido sustraído.

Aquella mañana de primavera, las calles estaban atestadas de gente y adornadas con guirnaldas y arcos de triunfo. No se había reparado en gastos para recibir a semejante invitado, que le había permitido a la güelfa Florencia usar su insignia real. En todas partes había un ondear de estandartes y banderas con lirios dorados sobre campo azul.

Como los demás, Dante también estaba esperando ver la entrada triunfal de Carlos en la ciudad. Según se decía, lo llamaban el Cojo debido a una discapacidad de nacimiento. Esto, sin embargo, no le había impedido luchar y estar listo para empezar de nuevo tan pronto como recibiera la corona como rey de Sicilia y Jerusalén de manos del papa.

—Aquí están —le dijo Vieri, quien, como sucedía a menudo ahora, lo quería cerca de él.

Era cierto.

Carlos avanzaba por la calle a lomos de un gran caballo blanco, enjaezado con arnés de oro. La sobrevesta lucía magníficos lirios, símbolo de la casa de Anjou. Debajo, el rey llevaba una sobrepelliz brillante, con incrustaciones de oro y plata. Levantaba la mano y saludaba a la multitud que lo adoraba. Desde las puertas y los balcones, desde las torres y las gradas de madera montadas a lo largo de las calles llovían gritos de alegría. Los hombres levantaban el puño al cielo; las mujeres saludaban llevándose una mano al corazón, sus miradas embelesadas por el esplendor de los jinetes a caballo; los niños corrían con dulces comprados a los vendedores ambulantes.

Junto al rey cabalgaba Amerigo, vizconde de Narbona y capitán de ventura, con la capa blanca tachonada de escudos rojos. Un gorjal con placas remachadas protegía su cuello y resplandecía en rojo por los rubíes que tenía incrustados. Era joven y guapo, y la multitud mostraba su éxtasis.

Inmediatamente detrás de él, en cambio, iba un caballero más anciano y experto. Su apariencia era menos brillante y más espartana que las del rey y el vizconde. De hecho, en comparación con ellos, parecía incluso descuidado.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Dante, señalándolo con la cabeza, conmocionado por tanta austeridad.

Vieri miró al hombre que le indicaba el señor Alighieri.

—Ah —dijo complacido—, veo que habéis identificado al hombre de mayor valor de toda la formación.

—¿En serio? A decir verdad, me llamó la atención su apariencia…

—Austera —lo interrumpió Vieri.

—Exactamente.

—Pues bien, ese es Guillermo de Durfort, el tutor del vizconde Amerigo, que cabalga delante de él. Es un guerrero sobresaliente, es gobernador de Carcasona y tiene grandes propiedades en el condado de Foix. Al mismo tiempo, es un hombre muy piadoso y está fuertemente vinculado a los frailes, a los que no deja de hacer regalías y donaciones.

—¿Cómo sabéis todo eso?

Vieri sonrió.

—Ya os lo dije una vez. No se puede llegar donde yo estoy sin disponer de la información precisa. Aunque más bien creo que, por cómo se están dando las cosas, las esperanzas de ver realizado mi plan se verán frustradas.

—¿Os referís a las negociaciones con monseñor Ubertini?

—¡Sí! Por no mencionar que los priores no logran ponerse de acuerdo.

—En efecto, es difícil pensar que Florencia acepte una negociación, considerando el apoyo con el que, llegados a este punto, podrá contar.

Como para confirmar las palabras de Dante, una escolta de cien selectos caballeros seguía al rey, la flor y nata de la nobleza de Francia. Las plumas multicolores, las cintas, los cascos de olla, las perillas de hierro y hueso, los detalles de la armadura que capturaban los rayos del sol de mayo; tanto esplendor desataba el orgullo güelfo, y en aquel momento Corso Donati, que había regresado apresuradamente y a toda velocidad de Pistoia para la ocasión, dominaba la tribuna de madera más grande, y hubiera podido con una sola palabra ordenar tomar Arezzo y diez mil hombres se habrían arrojado al fuego con tal de satisfacerlo.

Después de los cien selectos caballeros llegaron los ballesteros y la infantería blandiendo lanzas y escudos tan brillantes como espejos. Se trataba de un cortejo magnífico y formidable, y Dante estaba fascinado. Se sentía realmente cegado por tanta pompa y nobleza guerrera que avanzaba pavoneándose.

Mientras veía a los caballeros y soldados desfilar por las calles de Florencia, pensaba que la guerra ahora era inevitable.

Demasiados hombres estaban en contra de la paz.

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