Dante

Dante


Tercera parte. La furia » 40. Honor

Página 45 de 81

40

Honor

Lancia avanzaba con el señor Durazzo de Vecchietti por el camino que conducía de Chitignano a Poppi. Era una tarde fresca de primavera, bendecida por los rayos de un sol cálido y brillante.

Fue uno de los priores, el señor Dino Compagni, quien lo eligió, junto con el señor De Cerchi. Este último, de hecho, tuvo a bien acogerlo tan pronto como se presentó ante él con la carta de la señora Capuana y una cincuentena de hombres armados. No solo eso: lo había considerado el candidato perfecto para acompañar al caballero de Vecchietti a la bóveda del castillo de monseñor Ubertini en Chitignano. Por supuesto, pensaba que podía prescindir de él en caso de que el obispo hubiera reaccionado mal a las propuestas que se le hicieran. Lo cierto era que Lancia no se ofendió. Estaba acostumbrado a misiones muy diversas. Sin embargo, había llevado consigo una pequeña escolta de seis caballeros para no llamar demasiado la atención, pero, si fuera necesario, también para poder resistir una emboscada. Los mismos caballeros que ahora los seguían a él y al señor De Vecchietti a lo largo del camino.

—No creo que lleguemos a ninguna parte —dijo Lancia, poniendo voz a sus dudas.

—Lo veo igual. Especialmente porque los mismos priores no se ponen de acuerdo en qué pedir. Al final, el sentido común del señor Compagni ha prevalecido, pero hasta el otro día se mataban entre ellos por distintas pretensiones. Quién quería hacer la guerra; quién pretendía tomar posesión de las propiedades y castillos del obispo para arrasar con ellos y quién aspiraba a quedárselos para su uso.

—Sin tener en cuenta que, al ser garantes del acuerdo con la banca, de hecho todo iría a parar al señor De Cerchi.

—Exactamente.

—Pero me pareció que monseñor Ubertini iba a volver sobre sus pasos.

—Tuve la misma sensación —coincidió Durazzo—. Como si se diera cuenta de que no podía aceptar la oferta.

—Aunque, a decir verdad, quizá le hubiera resultado conveniente. Mientras nosotros presentábamos las propuestas de negociación, Carlos II de Anjou llegaba a Florencia.

—Veremos qué pasa, más no se puede hacer —observó Lancia.

—Es innegable. Por cierto, podríamos poner los caballos a todo galope. No me disgustaría llegar a Florencia esta misma noche.

Lancia hizo una señal con la cabeza a sus hombres.

—No hay más que decirlo —concluyó, y clavando las espuelas en los flancos de su caballo, lo lanzó al galope.

Tras los muros de su propio castillo, monseñor Guglielmo degli Ubertini reflexionaba. Había intentado negociar con los priores de Florencia a escondidas de sus capitanes. Lo había hecho con un buen propósito, pero ahora tenía la sensación de que se había comportado incorrectamente. Su sobrino Guillermo y Buonconte da Montefeltro se pasaban día y noche en emboscadas y ataques a los florentinos, y ahora estaba tratando de asegurar una vía de escape para sí mismo y para toda su familia a cambio de sus tierras y castillos.

Se sentía cansado; además, setenta años eran muchos. Tenía un espíritu joven, pero su cuerpo ya no era lo que había sido. Y la razón de su replanteamiento estaba relacionada con esto. Es verdad que hacía solo unos meses había instado a Guillermo y a Buonconte a atacar y saquear, a tender emboscadas y asedios, y ellos habían obedecido. En cambio, a medida que pasaban los días estaba cada vez menos seguro de que aquel fuera el mejor camino. ¿Cómo iban a enfrentarse a los florentinos en campo abierto? Porque, a pesar de aquella táctica del desgaste, Arezzo no lograba imponerse a Florencia, y el espectro de una gran batalla cada vez iba ganando más terreno.

Estaba pensando en esto cuando su sobrino entró en la habitación portando grandes candelabros de hierro forjado. En la chimenea alguna chispa lucía de rojo entre las cenizas y en la mesa estaban dispuestas diversas bandejas con carnes, quesos y verduras.

El Loco entró saludando a su tío. Entonces, tan pronto como este último le rogó que se sirviera, sin hacer demasiados cumplidos se vertió una copa de vino y cortó una pierna de cordero con un cuchillo y comenzó a devorar con placer. Después de los primeros mordiscos levantó la cabeza de la comida y preguntó:

—¿Cómo es que me llamasteis, tío?

Monseñor Ubertini vacilaba. No respondió de inmediato, pero al cabo tuvo que confesar lo que no le daba paz.

—Intenté llegar a un acuerdo con Florencia —dijo lacónicamente.

Al escuchar esas palabras, el Loco casi se atragantó. Tosió, resopló, escupió un trozo de carne en su plato, bebió y por fin preguntó:

—¿Qué habéis dicho? —Como si no creyera lo que había escuchado—. ¡¿Acaso habéis perdido la razón?! —exclamó el Loco.

—En absoluto.

—Pero ¿no os dais cuenta de que os pueden matar por eso? Si Buonconte se enterara, pediría vuestra cabeza. Yo mismo, ahora, debería cortárosla sin siquiera pensarlo.

—Entonces hacedlo —lo invitó monseñor—, para lo que me importa…

El Loco no comprendía. Su tío le parecía cada vez más a menudo presa de extraños desvaríos. Lo miró con ojos enajenados.

—Pero ¿qué demonios estáis diciendo?

—¡Vigilad bien cómo me habláis! Después de todo, soy un hombre de Iglesia —lo reprendió monseñor.

¡Era demasiado! Al Loco aquello le parecía un disparate. Golpeó la mesa con el puño, derramando el vino y rompiendo en pedazos una bandeja.

—¡Ahora me vais a escuchar! No lo hacéis nunca, pero esta vez no os queda otra opción, me parece. —Se detuvo un instante, como si tuviera la sensación de estar en un papel que no era el suyo. Normalmente era quien escuchaba, no quien tenía que imponer tiempos y ritmos de conversación. Esta vez, sin embargo, era diferente, pensaba que lo que iba a decir sería crucial—. No haréis nada de todo cuanto me habéis explicado, ¿os queda claro? Ya me ocupo yo del asunto. ¿Quién más está al tanto de vuestros manejos?

—Únicamente yo —respondió Guglielmo.

—¿Ningún siervo? ¿O consejero?

—No.

—Muy bien. Al menos eso es una buena noticia. ¡Otra cosa!

—¿Cuál? —preguntó el obispo. Su rostro ahora era de una extrema palidez, como si se avergonzara de sí mismo y, completamente a merced de su sobrino, quisiera deshacerse lo antes posible de las consecuencias de aquel trágico error.

—De ahora en adelante haréis lo que yo os diga.

—Está bien —asintió el obispo.

—Tenemos que nombrar a un nuevo alcalde. No podéis continuar acarreando tal carga sobre vuestras espaldas. No después de lo que habéis hecho.

—¿Queréis reclamar el cargo para vos?

—¡En absoluto! —respondió el Loco—. Soy un soldado. Y no tengo ni tiempo ni ganas de ser un hombre de poder. Investiremos con dicho título a Guido Novello Guidi, que lo ha estado anhelando durante bastante tiempo y que es un fiel aliado. Además —y mientras lo decía apuntó con el cuchillo a su tío—, debéis prometerme que si va a haber una batalla vestiré vuestras insignias.

El obispo se quedó sin habla.

—¿Y por qué? —preguntó.

—Porque está claro que, por la manera como habéis procedido, los florentinos querrán vuestra cabeza y os buscarán en la pelea. Si se encuentran conmigo se van a llevar una desagradable sorpresa. Luciré, por lo tanto, el escudo de armas dorado con león rojo y vos usaréis mis insignias en rojo y amarillo.

—Y…

—Y a diferencia de vos, como soy mucho más temido en la formación adversaria, entonces es muy probable que os dejen en paz.

—Pero de esta manera…

—Los tendré a todos en contra —lo interrumpió el Loco—. Y se llevarán una ingrata sorpresa. Os advierto —continuó, mordiendo un trozo de queso— que no será fácil hacerme cambiar de opinión. Por lo tanto, más vale que renunciéis de inmediato.

Monseñor Ubertini suspiró. Parecía estar reflexionando, pero luego dijo claramente lo que pensaba que era correcto:

—Eso no puedo aceptarlo. Y os explicaré por qué. Me he equivocado. De manera grave, ya me doy cuenta de ello. Cedí a la debilidad y, aunque no tenga excusas, al menos puedo decir que la edad y el cansancio que los años traen consigo desempeñaron un papel en todo esto. Y sé que os debo mucho, quizá todo, a cambio de vuestro silencio. Sin embargo, si no dudo en aceptar vuestra propuesta de Guido Novello Guidi, os pido en cambio la posibilidad de reparar el honor quebrantado. No quiero esconderme detrás de más estratagemas. Aprecio y admiro vuestra audacia y os agradezco una oferta que sé que no merezco, pero dejad al menos que repare mis errores enfrentándome al enemigo con mis colores.

—Como ya os dije, usar vuestros colores no será para mí en absoluto un problema porque soy un soldado y un caballero. Y aunque vos y Buonconte da Montefeltro pensáis que soy un insensato, valgo tanto como vosotros, si no más.

Al escuchar esas palabras, el obispo guardó silencio al principio, pero luego se recuperó.

—No lo dudo. Os lo acabo de reconocer. No voy a rechazar un acto de valentía por vuestra parte, más bien os pido que aceptéis una petición de soldado a soldado.

—¿Y cuál sería?

—Poder rehabilitar mi honor en el campo de batalla.

Ante tal respuesta, el Loco permaneció en silencio. Su tío lo azuzó.

—Por favor, aceptad, de hombre a hombre —dijo, extendiéndole la mano.

Finalmente, Guillermo se la estrechó.

—Está bien, entonces —dijo—. Yo llevaré mis insignias y vos las vuestras, y que cada uno pruebe su propio valor en el campo de batalla.

Ir a la siguiente página

Report Page