Dante

Dante


Tercera parte. La furia » 41. El templado

Página 46 de 81

41

El templado

La mañana estaba llegando a su fin. Giotto tomó un tizón ardiendo de la chimenea. Condujo a Dante a través del patio. El aire de la fragua estaba lleno de una mezcla de olores ásperos y acres: sal, madera quemada, orina de caballo, restos de metal. Con la antorcha que sostenía, Giotto encendió la madera que había puesto en el hogar la noche anterior. Prendiendo las ramitas y los palitos, la llama se encendió rápidamente. Giotto se apresuró a alimentarla con el fuelle y luego agregó carbón para consolidar y estabilizar aquellas lenguas ardientes hasta que, gradualmente, a medida que el combustible se quemaba, se formó una capa compacta de ceniza y brasas.

Dante miraba a su amigo con admiración. No imaginaba que Giotto fuera tan experto en el arte de la forja, pero pensándolo detenidamente, tenía toda la lógica, ya que su padre era herrero de oficio.

De debajo de una capa de ceniza clara, el amigo sacó un palo de acero que había enterrado la noche anterior. Cinco palmos de hoja y uno de espiga, seis partes en total para formar una espada perfecta. La había forjado los días anteriores, martilleándola sin descanso en el yunque. Luego procedió a pulirla, afilando la hoja en la piedra durante un tiempo que le pareció infinito.

Ahora, a la luz de las brasas y el carbón ardiendo y cada vez más iluminado por las candelas colocadas alrededor, Giotto hizo brillar el acero. Después, con amoroso cuidado, buscó un trapo mojado y comenzó a limpiar la hoja, para más tarde lustrarla, con un mimo casi maníaco, con piedra pómez. Por último, la abrillantó con polvo abrasivo hasta que el acero tomó un color azulado.

Entonces con una pala extendió un lecho de ceniza sobre el carbón caliente y colocó la cuchilla encima. El calor pareció extenderse progresivamente en toda su longitud y el color del acero se tornó rosa como un amanecer. Con tenazas, Giotto se aseguró de girar la espada al rojo vivo para que ambas caras de la hoja fueran alcanzadas de manera uniforme por la acción moldeadora del fuego.

Dante estaba mudo de asombro. Contuvo la respiración como si su vida dependiera del perfecto éxito de la forja de aquella hoja.

Giotto no perdió más tiempo. Agarró el acero con las tenazas y lo enterró en un lecho de tierra oscura y húmeda que había preparado previamente. Unas nubes de vapor claro se elevaron en el aire del color de la mantequilla, iluminado por las llamas rojas de las candelas.

Cuando vio que ya había pasado el tiempo suficiente en la tierra, la desenterró y con las tenazas la volvió a colocar sobre el lecho de ceniza y carbón, dejando que el acero volviera a calentarse una vez más.

—Tengo que encontrar el punto de equilibrio —dijo mientras giraba la hoja en el lecho ardiente.

—¿De qué equilibrio estáis hablando? —preguntó Dante, que contemplaba absorto el acero entre las llamas, con el resplandor del fuego reflejado en sus pupilas brillantes.

—Si el acero es demasiado duro, resultará asimismo rígido y quebradizo, amigo mío. La espada perfecta es la que combina solidez, resistencia y elasticidad. Este es un equilibrio muy difícil de alcanzar, pero cuando lo logras, sucede algo mágico.

Ciertamente, Dante no necesitaba que lo convencieran.

—Existe una leyenda sobre el acero —dijo.

—¿Cuál? —preguntó Giotto, que estaba esperando a que la hoja volviera a adquirir una luz de color rojo sangre.

—Venus, la diosa de la belleza —comenzó Dante—, le rogó un día a su esposo Vulcano, cojo y deforme dios del fuego, que forjara para su hijo Eneas armas invencibles que le permitieran derrotar al antiguo pueblo de los Rutuli. Para convencer a su esposo, le regaló la más increíble noche de amor. A la mañana siguiente, Vulcano entró en su fragua, en una cueva marina en la isla de Lípari, y ordenó a los cíclopes que forjaran un escudo de tal dureza que nunca se viera afectado siquiera por los golpes de la espada de Turnus, rey de los Rutuli. Para esto Brontes, Estéropes y Piracmones fundieron a la vez siete grandes láminas del letal metal.

—¿O sea?

—Acero.

—Ah —dijo Giotto, con la frente cubierta de gotas de sudor a causa del calor que liberaba la fragua—. Pues bien —continuó—, es una muy buena historia. —Luego agregó—: No puedo deciros si estaré a la altura del dios del fuego, pero lo cierto es que ahora tenemos que volver a iniciar el proceso con el segundo baño de templado.

Así que agarró de nuevo la hoja con las tenazas y, extrayéndola del lecho de ceniza y carbón, se dirigió al patio. En la esquina más alejada vio un barril lleno y sumergió el acero. Esta vez la hoja, en contacto con el líquido, chisporroteó. Volvieron a desprenderse vapores claros que se expandían haciendo espirales y volutas en el aire gris del amanecer.

—Agua del Arno —dijo Giotto—, a la que le agregué aceite de los olivos de los montes y orines de vuestra yegua.

Dante estaba atónito.

—¿Y para qué sirve eso? ¿Cuándo los conseguisteis? —preguntó con una media sonrisa, sintiéndose como un perfecto idiota.

—Hace pocos días… Gemma —contestó Giotto lacónicamente—. Fue ella la que me dejó entrar en el establo.

—¡Ah!

—Le dije que necesitaba ver a Némesis y ella no se opuso en modo alguno. Sabe que soy vuestro amigo y que en mí puede confiar.

—Entiendo —dijo Dante, aún más sorprendido.

—Mirad, amigo mío, una espada está profundamente ligada a quien la usa. Desde el mismo momento de su concepción. Para ello debe forjarse con amor y compromiso. La orina, por más que pueda pareceros un elemento extraño, es de vital importancia porque contiene sal de amonio, una sustancia muy útil y estabilizadora para el perfecto templado de la espada.

—Ah —fue todo lo que Dante logró decir.

—Ahora vos y Némesis estáis fusionados en la misma hoja. La cuchilla tendrá su velocidad, y la dureza de la sal de amonio garantizará el afilado, que luego se irá renovando cada vez con la muela y la piedra de afilar. Ahora comenzaré con el tercer templado.

Sin más preámbulos, Giotto sacó la espada del barril y regresó a la fragua, donde repitió el procedimiento. Esperó.

—Hay que tener paciencia —comentó el gigante—, como dice mi padre.

Dante siguió a Giotto y lo miró.

—Sois increíble —dijo finalmente.

—¿Y por qué? —preguntó el amigo.

—Porque sois un inventor extraordinario. Conocéis los secretos de los colores y la pintura y hasta sabéis forjar una espada.

—Bueno, por lo que respecta a eso, me limité a observar a mi padre —minimizó Giotto.

—Es eso, esa humildad vuestra se suma a vuestros méritos. Cualquier otro hombre se jactaría de todas sus cualidades, pero no vos.

—¿De qué sirve? —preguntó Giotto—. Además —dijo, agarrando de nuevo la hoja con las tenazas y alejándose del hogar—, todavía no he terminado. Aún no he concluido mi obra. —Se detuvo frente a un abrevadero—. Agua de lluvia —explicó finalmente—, la más pura porque viene del cielo. Está más fría y clara. Helada, puesto que le agregué hielo derretido. Apresará el fuego en la espada para siempre. —Y, al decirlo, hundió la espada en el agua y un chorro cáustico se escapó con un silbido, haciendo hervir la superficie líquida.

Entonces, mientras mantenía la hoja sumergida en el agua, Giotto se volvió hacia su amigo.

—Como no queréis iros de Florencia, al menos permitidme daros una espada con la que protegeros. —Y sonrió.

Dante pensó que, de todas las que tenía, la amistad de Giotto era para él la más preciosa e insustituible.

Ahora se sentía listo. No sería el mejor feditore en el campo de batalla, eso no lo dudaba, pero, con una espada como esa, vendería cara su piel.

Era feliz, se lo admitió a sí mismo. No estaba solo, tenía gente que lo quería y tenía que aprender a brindarles el cariño que se merecían. Pensaba que debería corresponder a aquel regalo, era lo mínimo que podía hacer. Igual que reconocería a Gemma que siempre, en silencio y sin pretender cobrarse los méritos, parecía trabajar en la sombra para que su vida fuera lo mejor posible.

Sonrió. El pensamiento de que su esposa y Giotto habían conspirado juntos para darle esa magnífica sorpresa le divertía.

Ir a la siguiente página

Report Page