Dante

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Tercera parte. La furia » 43. Badia a Ripoli

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Badia a Ripoli

Las órdenes habían sido claras. Los hombres de la milicia —todos los ciudadanos florentinos de entre quince y setenta años a excepción de inválidos, religiosos y pobres— se habían dividido en grupos de cincuenta. Cada uno de estos grupos estaba compuesto por dos mitades llamadas venticinquine. Las venticinquine serían las unidades militares del ejército, tanto para la caballería como para la infantería. Cada una de ellas estaría comandada por un oficial electo. En el caso de Dante fue Vieri de Cerchi.

Todas las venticinquine estaban al servicio de uno de los veinte gonfaloneros del pueblo, tres por cada sesto, a excepción de San Pier Scheraggio y Oltrarno, que tenían cuatro.

Dante miró la sobrevesta de lino, que llevaba su escudo de armas de oro y negro atravesado por una banda plateada. Amanecía. Némesis estaba lista. Y él también sentía que era hora de ponerse en marcha. Aunque era temprano estaba sudando por culpa de aquella maldita primavera que parecía verano y de la malla, que, por ligera que fuera, lo hacía cocerse bajo el hierro.

Llevaba la sobrevesta sobre la cota de malla. Miró a Gemma. Quería sonreír, pero no podía. En ese momento le parecía que una parte de él permanecería allí con ella. La mañana era muy hermosa. La noche anterior habían hecho el amor, y él entendió que la extrañaría, y mucho, en los días venideros. Cuando unas horas antes ella lo había besado en los labios y luego lo había vuelto a hacer una y otra vez, él se había abandonado a sus caricias y en ese dulce y gentil desconcierto había logrado encontrar refugio de los miedos y dudas que lo atormentaban. No había sido una pasión abrumadora, pero sí una entrega y un descubrimiento juntos: se habían lanzado el uno a los brazos del otro tratando desesperadamente de sobrevivir al miedo. Y habían hallado perdón y afecto, y eso era un auténtico regalo que Dante no creía que fuera a recibir. Y menos aún saber dar. Sin embargo, había sucedido, y ahora le hubiera gustado retroceder unas horas. Quedarse allí, con Gemma, en su cama.

Pero no era posible. Florencia lo llamaba y tenía que responder.

Fue Gemma quien le entregó la espada.

—La he guardado para vos —dijo—. Giotto me la dio ayer. Ha trabajado día y noche para perfeccionar la empuñadura. Espera que os sea útil. Me dijo que tendréis que ponerle un nombre. Elegidlo con cuidado.

Dante tomó la espada de las manos de su esposa. Estaba metida en una magnífica funda de cuero. La desenvainó. La hoja de acero brillaba en el aire plomizo, salpicada por la tenue luz del candil.

Era un arma magnífica. La enfundó y se la aseguró en el cinturón.

Luego abrazó a Gemma. Ella buscó sus labios y lo besó con una pasión que casi lo aturdió. La abrazó con más fuerza.

Una lágrima corrió por la mejilla de Gemma. Dante entendió que no quería parecer triste antes de su partida. Le estaba agradecido. ¡Cuánto coraje estaba demostrando! Y qué diferente aquella partida de la que precedió a la fracasada batalla de Laterina.

—Tengo que irme —dijo finalmente.

Así que, a regañadientes, se deshizo del abrazo. Luego se puso el camal de malla. Comprobó que el equipamiento estaba en orden y saltó a la silla.

Despeinó a Némesis y salió del establo, saludando a Gemma con una última mirada llena de promesas.

Cuando vio Badia a Ripoli, Dante descubrió que ya estaban allí reunidos una gran cantidad de artilleros. No solamente eso: toda la llanura estaba moteada del blanco de las tiendas de campaña. Vio antes que nada la insignia de la liga güelfa con el águila roja atrapando en sus garras al dragón verde en campo de plata.

Pronto se uniría a su venticinquina. Carbone de Cerchi ya estaba en su puesto, mientras que Vieri todavía tenía que llegar junto a los otros barones que habían retirado sus insignias de guerra. Las había bendecido el obispo en la catedral en presencia de los priores de las Artes, el clero, los caballeros y el alcalde. La llanura alrededor de la abadía se extendía plácidamente, bajo la brisa primaveral, hacia la parte posterior de las colinas y hasta el horizonte. Las tiendas de campaña parecían flotar en el mar brillante de cotas de malla y cascos de los caballeros, de las filas de infantería, de ballesteros, lanceros, arqueros y empavesados. Estos últimos exhibían con orgullo mal disimulado los paveses, esos gigantescos escudos con los que iban armados y de los que se servían para proteger a los compañeros de infantería en el fragor de la batalla.

Ese rebosar de vida, que centelleaba bajo el sol gracias al hierro y al acero, quedaba interrumpido por los colores brillantes de las sobrevestas de los caballeros y los feditori, con los escudos de armas de los sesti y de las familias a las que pertenecían. Dante distinguió escudos de oro con águila desplegada en negro, perteneciente al sesto del norte de San Martino en Vescovo, escudos de armas con bandas rojas y plateadas con banda en el centro, de los Nerli d’Oltrarno, así como las banderas con bandas doradas y azules de los Adimari.

Pero no era únicamente el patear de los caballos y la risa gorjeante de los soldados lo que resonaba en la llanura, ya que, además de los hombres de armas, estaba todo el trabajo de los que se empleaban en las más diversas tareas. En el inmenso campamento, Dante vio herreros reparando herraduras y puliendo espadas, carpinteros que arreglaban varillas de los carros y bujes de ruedas, cocineros y panaderos intentando distribuir raciones de comida. También carreteros gritando y asistentes con mulas y otras bestias, por no hablar de las lavanderas con cestos de ropa limpia. Los vinateros repartían copas y jarras en el vano intento de satisfacer a los soldados, algunos de ellos ya completamente borrachos. Y luego estaban las mujeres más codiciadas e importantes de todas las mujeres presentes: las prostitutas, que desde el alba, según se decía, no habían dejado de provocar y burlarse de los soldados, para luego acostarse con ellos y, en particular, con los caballeros florentinos, conocidos por su indisciplina y fogosas inclinaciones.

Y toda aquella variada humanidad, aquella ciudad que, desarraigada de su sede, se preparaba para avanzar hacia el Casentino, le causó una honda impresión a Dante, como si ya fuera indiscutible que la madre de todas las batallas se perfilaba en el horizonte.

Sin embargo, en ese momento, mientras se bajaba de su caballo y saludaba haciendo una seña con la cabeza a sus compañeros, también tuvo la sensación de que, aunque eran conscientes de prepararse para una guerra, había en esos hombres y mujeres una desesperada necesidad de divertirse, de abrazar la vida por última vez con una determinación y una energía inagotables.

En cuanto hubo llegado a la tienda que le fue asignada, Dante ató a Némesis a un poste de madera. Acarició el hocico de su potra y desenvainó su espada. Se sentó en un taburete y con la piedra amoladera empezó a afilarla escrupulosamente. La hoja era de una belleza reluciente, y con la empuñadura Giotto había hecho un gran trabajo, modelando un magnífico mango de madera, acolchado con cuero de buey y cuerda, robusto pero cómodo y fácil de manejar. Dante esperaba asimismo que fuera eficaz al absorber el impacto de los golpes, pero, dada la calidad del trabajo, no tenía dudas al respecto. Al final había decidido llamar Manto a su espada, como la hija del adivino tebano Tiresias.

Entonces, mientras estaba afilando la espada, las trompetas tronaron en el valle anunciando la llegada de los barones y de Amerigo de Narbona, comandante en jefe del ejército florentino.

Dante se puso de pie. Desde el montículo en el que se encontraba no era difícil distinguir la impresionante columna militar que se extendía por el valle. A la cabeza del grupo, Amerigo de Narbona, joven y gallardo, envuelto en los lirios de Francia. A su lado cabalgaba Guillermo de Durfort, y detrás de él, los abanderados con la insignia en oro y azul de los Anjou y las de Narbona, completamente rojas. Tras ellos avanzaban los cien caballeros franceses. Más rezagados, entre los estandartes con el Marzocco[1] de Florencia y los colores de la alianza güelfa, Dante vio a Corso Donati y Vieri de Cerchi. Y luego otros barones y caballeros.

Las insignias con los lirios dorados de Francia, en campo azul, ondeaban al viento, pero lo más impresionante era el ritmo marcial y orgulloso de los hombres de Anjou.

Pronto, Amerigo de Narbona llegó frente a la abadía. Clavó firmemente las espuelas en los flancos de su magnífico caballo bayo y lo hizo corcovear. El palafrén se puso de pie sobre sus patas traseras, lanzando un impresionante relincho. Entonces, tan pronto como se puso nuevamente a cuatro patas, Amerigo arrebató de las manos de un caballero portador de estandartes la bandera con los lirios dorados en campo azul y la plantó en el suelo frente a la abadía.

Por un momento, todo el campamento se quedó en silencio. Pero luego, el resto de los jefes de las huestes hicieron lo mismo y, a medida que cada uno iba replicando ese gesto, su simbolismo fue perdiendo poco a poco su fuerza, ya que la repetición no hacía más que echar a perder su singularidad.

Cuando todo terminó, sin embargo, las insignias consagradas por el obispo florentino se hallaban todas clavadas en el suelo frente a la abadía, que con su arquitectura sencilla, libre de decoraciones y florituras parecía recordarle al colosal ejército el significado profundo de la fe y de la obra del hombre en el nombre de Dios. En aquella visión Dante encontraba paz y consuelo.

Cuando finalmente dirigió la mirada hacia la llanura, la realidad volvió con toda su crudeza y lo devolvió a la sensación de partida inminente. En unos días habrían abandonado esos lugares y marcharían hacia Arezzo para emprender la batalla.

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