Dante

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Tercera parte. La furia » 45. Hacia Arezzo

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Hacia Arezzo

Hacía meses que Capuana no recibía noticias de Lancia. Lo había autorizado a destinar una cuantiosa suma de dinero a ponerse del lado de los güelfos en la que se presagiaba que sería la madre de todas las guerras. Y ahora el clímax parecía haber llegado. Incluso las beatas del monasterio habían oído rumores de que Florencia, junto con Lucca, Siena y Pistoia, se estaba movilizando contra Arezzo para aniquilar la soberbia gibelina. Y si aquella ciudad rebelde fuera derrotada, lo mismo le sucedería a Pisa, que en ese punto, aislada y sola, no podría resistir el empuje de los güelfos.

Ese día, sin embargo, había llegado una carta de Lancia. La había llevado uno de sus hombres. Y entonces, leyendo las hojas escritas en letra fina y elegante, descubrió lo que sucedía afuera del convento.

El sol brillaba en el cielo. El claustro daba a un patio florido y verde en el centro del cual había un pozo. Capuana acababa de beber del cazo un sorbo de agua pura y helada que, sumado a la carta que tenía en las manos, la despertó definitivamente del letargo al que se había entregado en los últimos días, con la esperanza de no pensar. La vida en el convento estaba marcada por la oración y las pequeñas tareas que le habían sido asignadas, que, al repetirse día tras día, tejían una red de hábitos en los que una mujer como ella podía hasta verse anulada.

Sin embargo, ahora solo pensar en las palabras de Lancia bastaba para devolverla al mundo exterior que había decidido rechazar pero que, en un rincón de su mente, todavía no había podido borrar del todo.

Se sentó en el borde del pozo y, girando entre sus dedos el zafiro que había pertenecido a su marido, empezó a leer.

Señora:

 

Os escribo mientras estamos en el Casentino, listos para atacar Arezzo. Los gibelinos creen que llegaremos por el Valdarno, pero se equivocan. Hemos elegido caminos de montaña para llegar a las puertas de su maldita ciudad y hacer que se arrepientan de haber nacido. Por el momento no parecen haber entendido nuestras intenciones y estamos encontrando vía libre.

Después de que me autorizarais a invertir el dinero, reuní una cincuentena de hombres reclutados de entre los güelfos que escaparon de Pisa, hombres leales a vuestro esposo y ansiosos por reivindicar su memoria. Con ese puñado de viejos soldados y jóvenes desenfrenados llegamos a las puertas de Florencia y ahí me puse al servicio de Vieri de Cerchi, que no solo me recibió con los brazos abiertos, sino que incluso me encargó que tratara de llegar a un acuerdo con el obispo Guglielmo degli Ubertini, señor de Arezzo, esperando verlo entregar el castillo del que era propietario, garantizando a cambio su seguridad y la de toda la familia y dejando Arezzo a merced de los güelfos. Por supuesto, habiendo sido el último en llegar, yo también era el hombre más prescindible y por eso, para contar con la gracia del más importante barón de Florencia, acepté.

El acuerdo se desvaneció casi de inmediato y hoy puedo decir que un gran ejército, encabezado por el vizconde Amerigo de Narbona, plenipotenciario de Carlos II de Anjou, está a punto de dejarse caer sobre Arezzo. La moral está alta, el intenso calor hace que el ascenso sea más complicado de lo que nos hubiera gustado, pero en general no tenemos motivos para quejarnos. Vamos a dar batalla y estoy más que convencido de que la memoria del conde será honrada con una victoria porque la alianza es demasiado amplia y sólida como para ser derrotada.

Estamos en Badia a Ripoli, listos para partir dentro de dos días hacia Nipozzano. En el camino primero nos encontraremos, antes de una serie de pueblos fortificados, a nuestros amigos, que ya nos han acogido como salvadores, sin dejar de proporcionarnos jóvenes decididos a unirse a nuestras filas. Entonces llegaremos a la vista de Diacceto y allí pararemos. Al día siguiente será el turno de Borselli, donde comienza una ruta menos amable y menos dispuesta a acogernos. Sin mencionar que, más adelante, la vía se convierte en un camino de herradura y de allí llegaremos al paso que conduce a Pratomagno y el Casentino. Aún no sabemos cómo llevaremos allí el equipaje y los carros, pero no tengo ninguna duda de que encontraremos la manera. Hemos elegido la ruta más inaccesible y difícil precisamente para sorprender a los gibelinos, por eso no podemos quejarnos. Tendremos que llevar cuidado en los bosques: densas arboledas de hayas y abetos, pobladas por bandidos. No podemos descartar que algunos de ellos estén a sueldo de los condes Guidi, de las huestes gibelinas, quienes, desde Borselli en adelante, ejercen una hegemonía creciente sobre esta área hasta las puertas mismas de Arezzo. Por este motivo, los exploradores nos preceden y luego regresan para relatarnos lo que ven. Confiamos en la buena suerte y en la astucia de nuestra elección.

Cuando os escriba la próxima vez, mi señora, la batalla ya se habrá consumado. Entonces, si no recibís nada de mi mano dentro de un mes, lo más probable es que esté muerto. Incluso si ese fuera el caso, habría cumplido mi voto de celebrar la memoria del conde Ugolino della Gherardesca y obedecido vuestras órdenes, hecho que considero un honor y un privilegio.

Sea como sea, confío en la sagrada justicia de nuestra causa y espero poder anunciaros pronto una victoria.

Os ruego que aceptéis, por todo ello, estas pocas líneas como una promesa de mi eterna devoción.

Vuestro,

GHERARDO UPEZZINGHI

Capuana terminó de leer con un nudo en la garganta. ¡Así que era cierto! Las huestes güelfas se habían movilizado contra Arezzo para jugárselo todo en una última batalla. Y Lancia estaba con esos hombres y albergaba en su corazón el irreductible deseo de redención que ella cobijaba en su pecho y que naturalmente también le pertenecía a él, desde el día en que el arzobispo Ruggieri degli Ubaldini había masacrado a los hombres de su marido en el palacio del Pueblo.

Suspiró. ¡Cuánto le hubiera gustado estar allí, con Lancia! Poder ver con sus propios ojos el camino, los bosques, las armaduras de los soldados, escuchar el sordo estruendo de los cascos de los caballos en la tierra del camino, respirar junto a aquella hueste armada, espiar entre las ramas de los árboles en busca de enemigos preparados para una emboscada.

Rezó en lo más hondo de su alma para que no sucediera y los güelfos pudieran llegar ilesos al campo de batalla, tal vez asegurándose una posición favorable.

Sacudió la cabeza. No se imaginaba que, con el tiempo, desarrollaría un sentimiento de venganza agudo e irreprimible. Y, no obstante, eso era lo que quería: vengar a su marido. Lancia era su brazo armado, la vida que —junto con las de sus hombres, por supuesto— estaba dispuesta a sacrificar con tal de ver realizada su aspiración.

Nunca había reflexionado sobre ello, pero ahora le resultaba perfectamente claro que ella estaba detrás de todo eso. Esa carta hacía tangible su labor: una cosa era acordar un dinero para proceder de cierta manera, otra recibir la prueba definitiva demostrando que su voluntad se había hecho carne, hierro y sangre.

No sabía si estar orgullosa de lo que había logrado. Con todo, su amor por Ugolino era tal que aunque se fuera al infierno por su conducta, lo habría aceptado de buen grado.

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