Dante

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Tercera parte. La furia » 46. El camino de la Consuma

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El camino de la Consuma

La columna avanzaba a duras penas.

Dante había desmontado del caballo y guiaba a Némesis a lo largo del camino de herradura. Temía que, de lo contrario, la potra pudiera romperse una pata. Y ese revés sería el final de todo. Amaba al animal y ahora que, de una u otra manera, hacían frente codo con codo a aquella prueba, no tenía la intención de perderla por ningún motivo. De hecho, sabía que ella era la única amiga que tenía. Además de Giotto, por supuesto, que estaba al final de la columna y quién sabía cuándo conseguiría verlo. Mientras avanzaban con dificultad, Dante, de vez en cuando, sujetando a Némesis por las riendas, le acariciaba el hocico a la altura de la estrella blanca entre los ojos.

Némesis no parecía asustada ni molesta. En la medida de lo posible, Dante intentaba protegerla con la mano de las moscas y los tábanos que no dejaban de zumbar a su alrededor. Estaba a la cabeza de la columna, entre los primeros de la vanguardia. Detrás de él veía el movimiento de multitud de caballeros a pie, ballesteros, lanceros, empavesados y, por último, los carros y los enseres. El camino de herradura estaba flanqueado por densos bosques de castaños y hayas.

Las huestes proseguían, intentando mantenerse en silencio, pero era en vano, ya que no faltaban imprecaciones de carreteros, rebuznos de mulas recalcitrantes, el crujir de los látigos, las maldiciones y los insultos de uno discutiendo con otro, en un ruido constante, comprimido, de fondo, que acompañaba el difícil avance por ese camino accidentado y empinado. Un camino que, sumado al calor del día, ponía duramente a prueba a los soldados cubiertos por la cota de malla y la coraza.

E incluso más exhaustos que ellos iban los auxiliares que empujaban los carros por el camino de herradura. Mientras tanto, Corso Donati y Boccaccio Adimari se afanaban por contener las incursiones de los soldados más indisciplinados en los pueblos. Más allá del hecho de que los campesinos soportarían mal aquellos abusos, y que era exactamente lo último que le hacía falta a Florencia, existía el peligro de que los más afines a los barones gibelinos se montaran a caballo para ir a contar lo que estaba ocurriendo. Los exploradores habían informado de que el Loco todavía no se había dado cuenta de que las huestes güelfas avanzaban por el camino del Casentino. Por tanto, se apresuraba a concentrar a los hombres de la vanguardia cerca de Laterina, donde las dos formaciones se habían enfrentado unos meses antes.

Ahora, mirando hacia atrás, Dante veía a los artesanos y a los herreros empujar las mulas de carga cada vez más recalcitrantes debido al pedregal, que no solo comprometía su equilibrio, sino que las exponía al riesgo de partirse una pata si daban un paso en falso. Escuderos y auxiliares fueron llamados a ayudar a los que no lograban subir por aquel camino de herradura que, cada vez más cerca de la cima, se convertía prácticamente en un acantilado. Algunos cargaban provisiones y equipamiento sobre sus espaldas para aligerar la carga de los animales más atribulados o de los vehículos más pesados.

Un carro se había detenido y ocupaba el centro de la vía; una de las ruedas se había atascado en un agujero del sendero. Un caballero francés desmontó y, junto con un feditore florentino, comenzó a levantar el carro, tras descargar buena parte del peso en la otra rueda, que descansaba en la calzada. Dos herreros hicieron avanzar las mulas hasta que las dos ruedas pudieron apoyarse de nuevo en el suelo del camino. El éxito de la maniobra fue acompañado de silbidos y gritos de alegría. El caballero francés y el feditore florentino se dieron la mano; luego regresaron cada uno a su montura.

Hasta los soldados, sin embargo, tenían que esforzarse bastante para llegar a la cima. La mayoría de ellos resoplaban y maldecían a Dios bajo el sol. Se habían quitado la malla y la coraza, las manoplas de hierro y los almófares, en definitiva, todo elemento de protección posible, y los habían colocado en los caballos de sus escuderos. Así, muchos de ellos avanzaban directamente en gambesón o cota de cuero, empapados en sudor, mientras la campana de una abadía tocaba la sexta y recordaba que aún quedaba un largo camino por recorrer.

Dante fue uno de los primeros en llegar a la cima. Allí la cumbre se inclinaba hacia abajo rápidamente en una meseta desde la que se dominaba todo el Casentino. Vio el macizo de Pratomagno, que, como una barrera natural, se alzaba sobre un fondo de roca separando el Valdarno y el Casentino, contempló los bosques de abetos y luego, gradualmente, descendiendo, los bosques de hayas y castaños hasta el fondo del valle. Sabía que aquella región estaba salpicada de castillos y que los más leales a los condes Guidi no dejarían de informar sobre su posición, ya que era poco probable que consiguieran ocultar la presencia de la larga e infinita columna que se preparaba para descender hacia Consuma y Poppi.

Por supuesto, él pertenecía a la vanguardia, a la cabeza de las huestes, y que toda la alineación traspasara el collado les llevaría un día entero. Ya era un milagro que hubieran logrado llegar allí sin despertar las sospechas de sus enemigos, y parecía claro que, ahora que estaban a las puertas del Casentino y se preparaban para descender, resultaría mucho más fácil ser avistados.

Pero no había mucho que hacer. Cuando finalmente vio a Carbone de Cerchi, Dante entendió lo que recomendaba el capitán agitándose en la silla de su negro caballo castrado.

—Ordenad a vuestros escuderos que ayuden a los demás —decía—. Haced que la columna pueda cruzar el paso en el menor tiempo posible. Los hombres de los Guidi nos verán, por supuesto, pero si somos rápidos tal vez podamos lanzarnos sobre Arezzo antes de que los gibelinos se organicen.

—¡A sus órdenes! —le respondieron desde varios puntos.

Dante no tenía escudero de ningún tipo.

—¡Alighieri! —le espetó Carbone, como si lo hubiera visto por primera vez—. Ahora estamos en territorio enemigo. Procedamos, en la medida de lo posible, siendo rápidos y cuidadosos. Reclutad algunos hombres y empezad a preparar lo necesario para montar el campamento en Monte al Pruno. El ejército se reunirá allí antes de bajar a Poppi.

—A sus órdenes —respondió Dante.

—Moveos y daos prisa —lo despidió el capitán.

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