Dante

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Tercera parte. La furia » 47. La ley de la sorpresa

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La ley de la sorpresa

Miró al soldado con los ojos inyectados en sangre, luego ya no se contuvo más.

—¿Estáis seguro de lo que decís? —Mientras hacía esa pregunta, Buonconte sentía que se le helaba la sangre. ¿Era posible que los güelfos hubieran optado por una estrategia como aquella? ¿Y que sus hombres no se hubieran dado cuenta?—. ¡Mandad a buscar a Guillermo! —tronó—. Me encontrará en mi tienda.

Ardía de rabia. ¿Cómo había sido posible subestimar al enemigo hasta ese punto? Se habían empeñado en evitar una batalla campal y ahora tendrían que hacerle frente de la peor manera. Se había ocupado de las emboscadas y escaramuzas, de acordar la táctica de golpear y correr, según ese viejo truco de Guglielmo degli Ubertini, y ahora ¿se había dejado engañar por los güelfos y había abandonado Arezzo a su merced?

¿Se había convertido en un soldado de desfile? ¿Un bandolero tan asustado por el enfrentamiento en el campo de batalla que prefería retroceder para permitir que otros le hicieran el trabajo sucio? Porque esto fue lo que sucedió la última vez que estuvo a orillas de aquel río.

El Arno fluía plácidamente frente a él. Buonconte suspiró.

Después de haber reunido las fuerzas, estaba convencido de que los güelfos regresarían a donde habían sufrido el revés. Por un momento sonrió: estaban frente a él gritando, burlándose de él mientras se retiraba con sus hombres. Y mientras tanto el Loco devastaba el campo alrededor de Florencia con sus cuadrillas. Había sido una más de las estratagemas con las que había logrado burlarse de sus enemigos. Pero debían haber tomado buena nota de quién era él, porque esta vez eran ellos los que le jugaban una mala pasada.

Se dirigió a la tienda de campaña.

Cuando entró, el Loco ya lo estaba esperando.

—Están llegando al Casentino.

—¿Cómo? —Buonconte no podía creerlo.

—Han salido de Badia a Ripoli, como os dije, pero en lugar de pasar por el Valdarno han tomado el camino más difícil. Y ahora se mofarán de nosotros.

—¿Cómo podemos comprobar que realmente sea así?

—Los hombres del conde Guidi, cerca de Monte al Pruno, han avistado abundantes huestes descender desde el paso y acampar —dijo el Loco—. Y no solo eso: han visto el Marzocco de bronce brillar al sol en la tienda del vizconde de Narbona.

Buonconte se estremeció. Habían trepado por la montaña. Debían de tener carros, provisiones, animales.

—¡¿Cómo diablos lo han logrado?! —exclamó, expresando en voz alta sus pensamientos—. Y además han acampado, ¿no es cierto?

—Sí. Creo que se detendrán un par de días para recuperar el aliento, esperando que todos terminen de pasar el collado. Pero ahora ya han hecho su jugada. Pronto descenderán sobre el castillo de Poppi y luego desde allí llegarán a Arezzo.

—¡Perfecto!

—¿Cómo? —preguntó estupefacto el Loco, que no estaba seguro de haberlo entendido bien.

—Han acampado, habéis dicho.

—Sí.

—Entonces no hay tiempo que perder.

—¿Para qué?

—Tenemos que apartarnos del camino y dirigirnos directamente al castillo de Poppi. Desde Monte al Pruno se tarda al menos un día. Si lo alcanzamos en el lapso de los dos días que habéis mencionado, tenemos tiempo de llegar antes que ellos al llano de Campaldino.

El Loco negó con la cabeza.

—Pero ¡si no es posible! No lo lograremos nunca.

—Ah, ¿no? ¿Y eso quién lo dice? ¿Vos? —Buonconte no logró reprimir una pizca de indignación en la voz.

—¡Exactamente! —tronó el Loco, con los ojos muy abiertos—. ¡Yo! El que os acaba de advertir del engaño tramado por los güelfos.

—Claro —asintió Buonconte, recuperando la compostura—. ¿Queréis que os dé las gracias?

—No me desagradaría —confesó el Loco.

—De acuerdo. Os agradezco las noticias que me habéis traído. Dicho esto, debemos llegar a Poppi pasado mañana. Podéis ayudarme a hacerlo o permanecer en esta tienda de campaña esperando a que os lo vuelva a agradecer, pero, como bien podréis comprender, tengo otras cosas en las que pensar en este momento.

El Loco negó con la cabeza.

—¿De verdad creéis que se puede llegar a Poppi en dos días?

—No si nos quedamos aquí hablando, por supuesto, pero si nos movilizamos de inmediato, no tengo ninguna duda: lo lograremos.

Guillermo parecía pensar en ello. Como si poco a poco se fuera convenciendo. Buonconte sabía que así era. A esas alturas ya había aprendido que, cuando le hablaba, la primera reacción del Loco siempre oscilaba entre la hostilidad y la sorpresa. Luego, sin embargo, repitiéndole las cosas, parecía convencerse de lo que unos momentos antes juzgaba imposible de llevar a cabo.

Sabía que debía insistir. No podía tenerlo en su contra. Para hacerlo necesitaba su apoyo.

—¡Somos gibelinos! ¡Somos hombres del emperador! Vuestro tío dice que Rodolfo de Habsburgo hoy es solo el rey de los romanos y, formalmente, tiene razón. Pero nosotros dos sabemos que es mucho más: encarna una idea, el modelo al que tendemos y por el que vale la pena afrontar una marcha a etapas forzadas, cueste lo que cueste. ¿Me equivoco, tal vez? ¿Deberíamos darnos por vencidos? ¿Ceder a Florencia y a sus aliados justamente ahora que Pisa se ha hecho gibelina y que tiene a mi padre como alcalde?

Y mientras decía esto, le tendió la mano derecha a Guillermo. El Loco se la estrechó.

—¡No, de ninguna manera! —exclamó con mayor convicción.

—Pues entonces vayamos juntos a ordenar a los hombres que se preparen para ponerse en marcha cuanto antes.

—De acuerdo.

—Con un poco de suerte llegaremos a la llanura de Poppi antes que ellos. Nos han sorprendido, es cierto, pero aún no se ha dicho la última palabra.

—¡Claro que no, maldita sea!

Sin más dilación, ambos abandonaron la tienda. Frente a ellos, auxiliares, carpinteros y soldados trabajaban montando el campamento. Algún caballero practicaba con la espada, otros regresaban del bosque con una presa. La llanura hervía de actividad.

Buonconte los miró. Finalmente los llamó.

—¡Escuchadme todos! ¡Tenemos que irnos! No hay tiempo que perder.

Al oír esas palabras, todos los hombres interrumpieron lo que estaban haciendo. Hubo quien puso los ojos como platos por la sorpresa; hubo quien se quedó con la boca abierta. De un grupo de barones se separó Guglielmo degli Ubertini. Buonconte continuó. Tenía que erradicar por completo cualquier observación.

—Nuestros enemigos han sido avistados cerca de Monte al Pruno. Es evidente que en lugar de tomar el camino del Valdarno, decidieron sorprendernos tomando la pista de montaña que conduce al Casentino.

Un murmullo se extendió por todo el campo. Los hombres no acertaban a comprender lo que acababan de escuchar.

—Sé que os pido mucho —continuó Buonconte—, pero debo ordenaros que dejéis de montar el campamento y os preparéis para partir. Tenemos dos días para llegar al castillo de Poppi. Por nada en el mundo podemos permitirnos tardar más tiempo. Si no llegamos antes que los güelfos, empezaremos a combatir en desventaja porque les permitiremos a ellos elegir el campo de batalla. Y es mi firme intención enfrentarlos en el llano de Campaldino. Por tanto, no hay tiempo para discutir. ¡Preparaos para poneros en marcha!

—Señor Montefeltro —dijo una voz—, no podemos obedecer su orden, no conseguiríamos llegar a tiempo.

Quien había hablado se paró frente a él con arrogancia. Era un hombre de mediana edad, todavía fuerte, alto y con hombros anchos. Vestido con su armadura de cuero, permaneció observando a su comandante con aire desafiante. El Loco torció la boca. Sabía que a Buonconte no le gustaban esos modales, especialmente si quien se comportaba de esa manera era un fanfarrón como Lapo degli Uberti, que, por ser hijo del gran Farinata, el guerrero gibelino más extraordinario de todos los tiempos, estaba convencido de que podía permitírselo todo.

—¡Y sois vos quien decís esto, señor! Me sorprende. ¡Os creía archienemigo de los güelfos! —dijo Buonconte.

—Lo soy, pero lo que se puede hacer tiene un límite.

—Ah, ¿sí? Obviamente nuestras ideas respecto al concepto de «lo posible» son diferentes. Quiero deciros algo, señor —continuó Buonconte, avanzando hacia él—. Respeto mucho el nombre que ostentáis. Sé perfectamente bien quién fue vuestro padre, pero si creéis que voy a tener problemas con lo que estoy ordenando, estáis muy equivocado.

Y al decirlo plantó el dedo índice en el pecho de Lapo. Este trató de agarrarle la muñeca, pero Buonconte se apresuró a torcerle el brazo en la espalda. Al mismo tiempo sacó un cuchillo. La hoja brilló a la luz del sol.

Lapo degli Uberti emitió un quejido. Ni siquiera fue capaz de reaccionar, tal era la fuerza del capitán gibelino.

—A quien quiera que sea que se niegue a obedecerme le cortaré personalmente la cabeza y se la daré de comer a los perros. No importa de quién sea hijo —concluyó Buonconte.

Después plantó un codo en el pecho de Lapo y lo hizo caer al suelo. Los caballeros y los soldados guardaron silencio.

Un momento después, sin una palabra, empezaron a desmontar las tiendas de campaña bajo la atenta mirada de su comandante, mientras Lapo degli Uberti, maldiciendo, se ponía en pie.

Buonconte y el Loco intercambiaron una mirada de complicidad.

Llegarían a Poppi en dos días. A cualquier precio.

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