Dante

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Tercera parte. La furia » 48. La espera

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La espera

Era la noche lo que le daba miedo. La quietud y el silencio hablaban de un vacío que parecía devorarla. Durante el día el sol iluminaba sus pasos, llenaba de luz sus espacios, y sus pensamientos, en lugar de permanecer encerrados en la mente, se liberaban y parecían deslizarse hacia el cielo, disolverse en las fachadas de las iglesias o arrastrarse encima de los tejados. Y con los pensamientos también se iba el terror: el de quedarse sola. Dante era todo lo que tenía, y eso se le hacía aún más evidente cuando no estaba. Había logrado encontrar una manera de abrirse camino en su corazón y por ello se sentía agradecidísima a Dios o a quien fuera que hubiera sido lo suficientemente bueno para interceder por ella.

Si no hubiera sido una paradoja, habría dicho que fue precisamente el fracaso de la batalla de Laterina el que lo había acercado, y luego, por supuesto, la matanza de hombres, mujeres y niños en Compiobbi, que le había llenado los ojos de dolor.

Sabía bien que él no volvió a ser el mismo desde que regresó. Comprendía que se había convertido en otro hombre, como si la vida lo hubiera obligado a mirar al fondo del abismo. Gemma había temido que esa experiencia lo rompiera, en cambio, él había logrado superarlo poco a poco y así, después de algún tiempo, estuvo listo de nuevo. De hecho, se había preparado. Y Giotto tenía más de un mérito en la recuperación de su esposo. En cierto sentido le parecía tener algo en común con ese pintor un poco extraño pero genial. La paciencia, se dijo, era lo que ambos tenían. La paciencia era su arma y la paciencia la salvaría durante la espera. Le bastaría con liberar la mente y apretar los dientes. Le hubiera gustado tanto protegerlo en esos días de violencia y furia…, pero no era posible. No obstante, sabía que no estaba sola. Muchas otras mujeres, esposas, madres e hijas esperaban junto a ella.

La noche era calurosa. Se levantó de la cama y bajó a la cocina. Bebió agua, recogiéndola con un cazo de un cubo de madera. Encendió una candela y la colocó en el centro de la mesa. La vela ardía arrojando una luz tan frágil como su esperanza. Se fue hacia la puerta, la abrió de par en par y permaneció en el umbral. Florencia descansaba bajo un manto de estrellas. El aire fresco de la noche acarició su rostro. Se quedó allí, en silencio, tratando de captar los sonidos de la ciudad: el ladrido lejano de un perro, el crujir de las ruedas de un carro que avanzaba en alguna parte, el ruido repentino de un portazo, el chorro argentino del agua en la pila de una fuente.

Por lo demás, Florencia guardaba silencio, vaciada de sus hijos, que habían ido a la guerra, madre madrastra que pretendía expandir sus territorios, que anhelaba un poder cada vez mayor, una primacía que las otras ciudades no le querían conceder y de la que sin embargo intentaba apropiarse a costa de reclamar todas las vidas que fueran necesarias para lograr sus fines.

Tiempo atrás amó esa ciudad, pero ahora la odiaba con todo su ser. La había dado a luz, la había proporcionado una vida segura y cómoda, y luego, cuando se hizo mayor, no tuvo reparos en confinarla a una casa pequeña y sin un centavo. Y ahora que había comprendido cómo afrontar esa vida, encontrando el camino que conducía al corazón de su esposo, Florencia se limitaba a escuchar la aflicción interior de sus miedos en la oscuridad de la noche sin hacer nada para calmarlos, mitigarlos, la ciudad que disfrutaba viendo a sus habitantes divididos en sangrientas enemistades, que permitía a hombres y mujeres ser capturados según se llamaran güelfos o gibelinos.

¡Maldita sea! ¡Ay de ti, Florencia! Si no le devolvía a su marido, se iría. ¡No importaba dónde! Lejos de allí, de esos muros erizados de almenas y soldados, de esas casas fortificadas que parecían concebidas únicamente para encerrar familias en el vientre de guaridas negras y burbujas palpitantes de rencor. Lejos de los palacios donde hombres con títulos urdían artificios políticos para excluir, dividir, matar de hambre. Lejos de esas calles, de esas plazas donde se montaban horcas de madera, pobladas de cuervos negros, encaramados allí para cantar canciones de muerte.

Suspiró. Miró hacia el cielo por encima de su cabeza.

Le hubiera encantado ser una estrella para poder deslumbrar con su luz a esa ciudad cruel y cegarla a sus propias ansias y deseos, humillarla desde arriba y reducirla a la esclavitud, ponerle cadenas y obligarla a escuchar su grito silencioso de dolor de mujer sola, de esposa abandonada, obligada a esperar al hombre del que no podía prescindir.

Ese hombre que había entrado bajo su piel y que hacía apenas unas noches respiraba junto a ella, cubierto de sudor, consumido por una pasión ardiente, amándola como si fuera la última noche del mundo.

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