Dante

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Tercera parte. La furia » 49. Cerca del castillo de Poppi

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Cerca del castillo de Poppi

Los güelfos no creían lo que veían sus ojos. Sin embargo, aunque absurda, la vista les devolvía una amarga verdad.

Las huestes gibelinas los estaban esperando. Y ocupaban la mejor parte del llano. Los caballeros y la infantería habían tomado posiciones dejando el castillo del conde Guidi a sus espaldas, con la posibilidad de refugiarse dentro en el caso de correr el riesgo de ser derrotados en el campo de batalla. Detrás de ellos también se hallaba el camino que conducía al monasterio de Camaldoli y de allí al paso hacia las Romagne, de donde fácilmente podían recibir refuerzos. Lo habían pensado bien, ¡no había nada que decir! Todos mis respetos, se dijo Dante.

Pero había más. Los gibelinos habían llenado de tierra los canales que cruzaban la llanura para nivelar el terreno y así facilitar las maniobras de su ejército. Era obvio que esta vez no iban a rehuir la confrontación. Tanto más cuanto que habían confinado a los güelfos en el punto menos fácil del campo de batalla, de tal modo que obtenían una ventaja desde el principio.

Por otro lado, estaba del todo claro, incluso a primera vista, que sus fuerzas en el campo eran significativamente escasas en comparación con las de los güelfos, sobre todo en lo referente al número de caballeros. Dante no estaba dispuesto a jurarlo, pero tenía la neta impresión de que, también gracias a los feditori que venían de Pistoia y Volterra y a los partidarios de Anjou, la caballería de los güelfos contaba con casi el doble de hombres.

Sin embargo, veía miradas decididas frente a él y comprendió que la gente de Arezzo les haría pasar un mal rato. El mero hecho de que hubieran logrado llegar al campo de batalla antes que ellos, a pesar de que los exploradores habían informado de que dos días atrás estaban acampados en los alrededores de Laterina, era la demostración de cuánto ansiaban ese combate.

Desde la torre del castillo de Poppi, Buonconte vio las huestes güelfas descender del Casentino. Resultaba realmente impresionante. La columna de hombres armados parecía no tener fin y, a medida que avanzaba para tomar posiciones en la llanura de Campaldino, preparaba el terreno —esperando recoger el guante del desafío gibelino— e iba cubriendo el lugar con el blanco de las tiendas de campaña hasta donde no alcanzaba ni la vista. Y, sin embargo, Buonconte todavía divisaba carros descender por el camino que, desde Monte al Pruno, conducía al castillo de Poppi.

Sacudió la cabeza. Sería muy difícil ganar. La posición de los gibelinos, que llegaron primero, era absolutamente favorable, pero ¿sería eso suficiente para derrotar al enemigo? No lo creía en absoluto. Incluso se preguntaba si no debería retirarse de inmediato tras los muros del castillo, obligando a los güelfos a un asedio que sin duda habría resultado agotador, y mientras tanto organizar salidas con las que sorprender a los enemigos.

Pero se temía que ya no era posible. Su nombre se lo impedía. Si su padre supiera de sus pensamientos en ese momento lo haría colgar. No obstante, los números estaban en su contra y tuvo la sensación de que debía enfrentarse a los güelfos consciente de su falta de esperanza y de ir al encuentro de una muerte segura.

Resolvió bajar de la torre para idear una estrategia con los demás líderes de su formación.

Lejos de la gloria de los gonfaloneros y la caballería, Giotto se ocupaba de asuntos muy diferentes. Estaba afilando la hoja de su hacha, ya que era obvio que iba a haber una batalla. Y esta vez nada ni nadie lo iba a impedir. Por lo tanto, como simple soldado de infantería, sin insignias nobles ni los honores de la primera línea, Giotto se dedicaba con celo a los preparativos.

De cualquier manera, la hoja de su gran hacha de mango largo, que él mismo había hecho, estaba perfectamente afilada y cumpliría con su deber, no lo dudaba. También llevaba en el cinturón una espada de cortante filo gracias a pasarla durante mucho tiempo por el pedernal. No obstante, para cuando tuviera que luchar a muerte prefería confiar su destino al hacha, el arma que decididamente escogería si tenía que combatir. No pocos caballeros sentían por la espada una suerte de veneración y confianza absolutas, pero era innegable que, si se encontraba con una plaga de hombres, haría mucho más daño con el hacha, o como mucho con un mazo, que con la espada, que, si bien letal en los puntos donde la piel estaba al descubierto o mal protegida, no traspasaría ni perforaría fácilmente el hierro de una cota de malla, una armadura o un yelmo. Un arma como la que tenía en la mano, en cambio, lo haría sin problemas, y eso era lo que hacía falta, especialmente si ibas a pie. Él era un soldado de infantería florentino.

Y, para ser más precisos, era un artista, un hombre del pueblo, criado en la fragua de un herrero, no un soldado profesional. Estaba convencido de que si realmente tenía que ir a morir, era mejor hacerlo sosteniendo un arma que sabía usar a la perfección en lugar de una espada. Sí, sabía cómo forjarla de la mejor manera, pero no conocía todas las modalidades mortales de su uso.

Quién sabía dónde estaría su buen amigo Dante Alighieri. Quién sabía si le habría puesto un nombre a la espada que le había regalado.

Habría querido al menos abrazarlo, pero las venticinquine de los feditori estaban acampadas más abajo, más cerca del campo de batalla, y Giotto no contemplaba que su capitán lo hallara fuera de su puesto. No en un momento como aquel.

Tal vez más tarde, de noche, podría intentar encontrar a Dante. Como había hecho en Laterina. Quizá juntos conseguirían vencer el miedo.

Suspiró porque sentía un peso en el corazón. Los hombres de su venticinquina estaban tan desanimados como él. Vagaban entre las tiendas con la mirada perdida en el vacío. Esperaban órdenes, aunque eran conscientes de que no recibirían ninguna al menos hasta que los comandantes salieran del pabellón del vizconde de Narbona. Y, a juzgar por lo que se decía, no sucedería muy pronto. Giotto hubiera pagado por saber lo que estaban hablando él y los otros jefes de las huestes güelfas.

Pero luego algo llegó a su oído, una palabra que pasaba de boca en boca entre los soldados del campamento y que significaba que solo había una opción: combatir.

Los comandantes se habían reunido en la gran tienda de Amerigo de Narbona, la primera que habían montado. Corso Donati no hallaba la paz después de lo que había sucedido.

—Deberíamos haber sido más rápidos —espetó—. Dije que estábamos perdiendo el tiempo en Monte al Pruno. Al querer esperar a todo el mundo permitimos que los gibelinos llegaran antes y, lo que es peor, se organizaran a su favor en la llanura. Deben de estar echando el bofe por haber corrido tanto, visto el lugar donde se hallan.

El vizconde negó con la cabeza. Estaba claro que no apreciaba demasiado aquel arrebato del que su bailío traducía solo parte del contenido, con un gran sentido de la oportunidad. Sin embargo, Amerigo se entregó a un gesto de enfado muy elocuente y no se molestó en reprimir una serie de improperios en lengua francesa, pronunciados con los dientes apretados, que apremió a Guillermo de Durfort a traducir de inmediato.

El bailío no se lo hizo repetir dos veces y, levantando la mano, casi como para calmarse y aceptar las reprimendas de Corso Donati, dijo:

—De poco sirve ahora enojarse. Confiemos en que los gibelinos respetarán las formas y ritos de la batalla, de lo contrario nos volveremos a encontrar en grave desventaja. No obstante, esperar es completamente inútil. El vizconde ya ha dado órdenes de que los hombres nivelen el campo de nuestro lado. Así, al menos, no nos tomarán del todo desprevenidos.

—Alteza —observó Vieri, volviéndose hacia el vizconde—, habéis hecho bien, y me ocuparé con diligencia en apremiar a cuantos cavadores de trincheras y paleadores sea posible para que llenen los canales de tierra, a fin de obtener la mejor superficie en nuestra parte del campo.

Corso Donati lo miró con odio, acusándolo tácitamente de servil y rastrero.

—Por lo que respecta a las fórmulas del código, tenéis razón, por supuesto, aunque yo creo que… —Pero Vieri no tuvo tiempo de terminar.

—El guante de desafío —dijo alguien.

—¿Dónde? —preguntó Corso Donati.

Era Carbone de Cerchi quien hablaba.

—Han llegado dos hombres enviados por el obispo Guglielmo degli Ubertini y piden ser llevados a la presencia del vizconde.

El bailío Durfort tradujo las palabras pronunciadas por Carbone. Amerigo no perdió ni un instante y, asintiendo con la cabeza, le dijo a Guillermo que dejara entrar a los embajadores del obispo.

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