Dante

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Tercera parte. La furia » 50. Desenfrenos

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Desenfrenos

Así que la suerte estaba echada. El guante, recibido; el desafío, lanzado y aceptado. Y ahora la tienda de Amerigo de Narbona era un auténtico avispero porque, pensaba Vieri, Corso Donati se preparaba para desatar el infierno.

A pesar de todo, estaba más que dispuesto a escuchar las sabias palabras de Barone de Mangiadori, alcalde de Siena y experto en el arte militar. A Vieri le había inspirado confianza desde el primer momento.

Después de pedir la palabra, Barone explicó sus pensamientos.

—En primer lugar, sin ánimo de menospreciar nuestro valor, debo hacer notar que los gibelinos pueden jactarse de tener entre sus caballeros hombres más experimentados. En particular, cuentan con un comandante como Buonconte da Montefeltro, un caballero dotado de coraje y gran astucia. Nos ha jugado malas pasadas en dos ocasiones, demostrando una habilidad para construir una victoria que nunca había visto en toda mi vida.

Corso Donati fue a intervenir, pero Barone lo detuvo.

—Aún no he terminado. Decía que nada excluye que Montefeltro no tenga en mente otro de sus planes turbios; su capacidad para hacernos caer en trampas es legendaria. Así que recomiendo mantenernos firmes y esperar a que nuestros enemigos se muevan y se pongan al descubierto. La primera línea podrá responder al ataque, pero no debemos ser jamás impetuosos o imprudentes, de lo contrario la mayor experiencia de la caballería gibelina se impondrá y nos derrotará.

Pero Corso Donati parecía no querer escuchar razones.

—¡No tiene sentido! ¿Esperar para qué? ¿Y por qué? ¡Podemos ganar con facilidad! Somos superiores en número, nuestra caballería es casi el doble que la de ellos. Yo digo que hay que atacar y aplastarlos, a esos gusanos.

Amerigo de Narbona resopló. Era evidente que no soportaba la intemperancia de Corso y aquel desenfreno que se presagiaba como el primer paso hacia la ruina de los güelfos. Guillermo de Durfort miró a su señor y, tras captar un gesto de asentimiento, habló.

—Señor Donati, conocemos vuestro valor y no os haré mal al recordaros en detalle los desastrosos resultados de Pieve al Toppo, ni que el abandono del campo de Laterina en realidad ocultaba otra cosa. Por otro lado, no se trata de mover unos soldados en una escaramuza, sino de coordinar varios destacamentos sobre el terreno.

—¿Creéis que no lo sé? —respondió Corso con desdén—. ¿Pensáis que estoy aquí por casualidad?

Guillermo sonrió.

—Por supuesto que no —respondió con su extraño acento francés—. Conozco vuestras dotes de guerrero, todos las conocemos, pero por eso mismo os pedimos que os ciñáis al papel que os hemos asignado.

—¡Estoy al tanto de mi papel!

—No lo dudo, pero os ruego que por favor no insistáis. Os han sido confiadas las reservas por un motivo muy preciso. Si cada uno de nosotros hace su parte, ganaremos esta batalla porque, como bien habéis dicho vos, los números están a nuestro favor. En cambio, si fuéramos imprudentes, podríamos tener problemas ante la caballería gibelina.

Ahora le tocó a Corso Donati resoplar, con gran satisfacción de Amerigo de Narbona, a quien su bailío estaba explicando en lengua francesa lo que él y el capitán toscano se acababan de decir.

—La verdadera cuestión, si me permitís —dijo Vieri de Cerchi—, es otra.

—Ah, ¿sí? ¿Y cuál es? —preguntó Corso con arrogancia. Si hubiera podido le habría cortado la cabeza a Vieri; tal era su ira reprimida.

—Os lo diré enseguida —respondió este último con una sonrisa—. ¿Cómo lo haremos para comunicarnos entre nosotros en el campo?

—¡Buena pregunta! —asintió Guillermo.

—Lo pregunto porque sé que vos y el vizconde participaréis en la batalla, ¿me equivoco?

—No os equivocáis. Pelearemos. Igual que vosotros.

—Y no creo que sea fácil confiarle a un mensajero, tal vez en medio de la refriega, la orden de ataque que habrá de entregar al señor Donati.

—Estoy de acuerdo —respondió el bailío.

—Quizá podríamos usar banderas —sugirió Barone de Mangiadori, que había permanecido en silencio.

—Yo también lo he pensado, comandante —dijo Vieri—, pero si la jornada de mañana se presenta como la de hoy, y nada hace presagiar que no sea el caso, tal vez tengamos serios problemas, ya que el polvo y la niebla pueden dificultar mucho distinguir las señales de banderas.

—¿Y entonces? ¿Qué sugerís? —instó Guillermo de Durfort.

—¡Exactamente! ¿Cuáles son vuestras intenciones? —se le sumó Corso Donati, que esperaba poner en apuros a Vieri.

Pero iba a quedar decepcionado.

El señor De Cerchi simuló pensárselo, aunque para quienes lo conocían bien resultaba bastante obvio que estaba fingiendo. En cualquier caso, Vieri aguardó el tiempo preciso para hacer aún más evidente el irrefutable acierto de su solución.

—Bueno, yo creo que, para darle al señor Donati la orden de que ataque con las reservas, la solución es tocar trompetas, tambores y chirimías juntos. Así, su sonido predominará y tapará el ruido de la pelea.

Guillermo de Durfort no pudo reprimir un gesto de satisfacción.

—¡Excelente, realmente excelente! ¡De esta manera no habrá dudas sobre si hay que atacar ni cuándo atacar! —Y junto a esas palabras no dejó de lanzar una mirada de advertencia a Corso Donati, como para desafiarlo a hacer lo contrario.

A continuación, tradujo la solución ideada por Vieri al vizconde que, un momento después, asintió con convicción e incluso soltó dos palabras que todos podían entender girándose en dirección a Cerchi.

—Bien dicho —concluyó con una pronunciación incierta, pero en un tono de voz claro que no admitía réplicas.

Corso Donati estaba que se lo llevaban los demonios y no se molestó en ocultarlo en absoluto. Sacudió la cabeza, obviamente molesto, pero, como todos, ese día no tuvo más remedio que cumplir y aceptar órdenes de Amerigo de Narbona.

Por si acaso, Barone de Mangiadori lo recalcó:

—Por favor, señor Donati, contamos con vuestra obediencia y templanza.

—Las tendréis ambas —fue la respuesta, pero era obvio que Corso estaba hecho de hiel.

El vizconde despidió a los comandantes, y los barones de Florencia y Siena salieron de la tienda de uno en uno.

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