Dante

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Tercera parte. La furia » 51. La granja

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La granja

Gemma le estaba agradecida a Lapa por haber ido a visitarla. Un día más y se habría vuelto loca. El vacío dejado por Dante la devoraba, y aquella ciudad, ahora poblada de fantasmas y ausencias, le producía escalofríos. A Lapa la acompañaban el pequeño Francesco, su hijo, el medio hermano de Dante, y dos de sus sirvientes, inquilinos que la ayudaban en la pequeña granja de las colinas de Fiesole. Pero no traía la intención de quedarse en Florencia, sino de llevarse a Gemma al campo.

Al principio, Gemma se preguntó si era correcto abandonar la casa. ¿Y si Dante regresara ese mismo día? Pero no, era imposible. Los mensajes que llegaban decían que la batalla todavía estaba por librarse. Antes de que Dante regresara pasaría mucho tiempo.

Por ello Lapa jugó bien sus cartas y al final logró convencerla. Gemma cogió un par de vestidos, se subió a un carro y partió con su suegra hacia el campo. El viaje no fue demasiado largo. Partieron al amanecer y llegaron por la noche.

A su llegada, cansada de ese ajetreado día, Gemma se bebió un caldo ligero e inmediatamente se fue a la cama. Cuando se despertó, poco después de maitines y justo antes del amanecer, le pidió a Lapa que la dejara ayudarla con las tareas del día. Esta última le tomó la palabra y la llevó a los establos. Allí dieron de comer a los dos caballos de tiro que pronto emplearían en los trabajos del campo. Y lo mismo hicieron con el viejo buey, antes de que dos hombres le colocaran la yunta y lo sacaran del establo para ir a arar un campo.

Sin mucha más dilación, Lapa la llevó al gallinero. En su percha elevada, las gallinas habían depositado numerosos huevos que Lapa recogió con gran cuidado. Gemma la imitó. Sentir en las manos esas pequeñas esferas aún calientes la hacía experimentar una sensación de gratitud y felicidad. Las gallinas, mientras tanto, habían comenzado a cacarear en el patio de una manera tímida pero reiterada, un parloteo que fue llenando el aire todavía fresco de la mañana.

Después de colocar los huevos en una caja, Lapa regresó a casa y le dio al cocinero lo que había recogido. Gemma estaba asombrada por la cantidad de tarea que su suegra había llevado a cabo sin quejarse y a pesar de ser la señora de aquel lugar. Tan pronto como terminó en la cocina, Lapa le hizo señas para que la siguiera al huerto. Llevaba consigo un par de cestas, sacadas de quién sabe dónde, y le dio una a Gemma.

Mientras tanto, el sol había salido, arrojando su luz clara sobre la granja, y Gemma vio que la propiedad de los Alighieri no era grande pero tampoco tan pequeña. Su núcleo central consistía en una hermosa casa de piedra, con paredes sólidas y gruesas, tal vez un poco gastadas, pero en general bien mantenidas. Luego había una torrecilla, el pequeño establo en el que habían estado poco antes y una cabaña para el estiércol, así como una casa más tosca y robusta de tierra, arcilla y paja para los aparceros y destinada a las actividades de la labranza. Todos estos edificios daban al mismo patio —donde estaban ellas en ese momento—, dispuestos de tal manera que formaban una especie de herradura.

—¡Ánimo! —dijo Lapa—, el día acaba de comenzar.

Gemma solo quería trabajar para no tener que pensar en Dante y en lo que podría sucederle. La fatiga física le impedía ser dominada por el miedo que tendría que afrontar quien estaba en la guerra.

—Aquí, hija, señores y aparceros trabajan juntos. Como veis, no somos lo suficientemente ricos para poder escapar de la penuria. No tenemos bastante dinero para pagar a los sirvientes y campesinos que nos harían falta, y tenemos que hacer de necesidad virtud.

—¿Dónde está Francesco? —preguntó Gemma, aludiendo al hermanastro más joven de Dante.

—¡Ah! Ese niño me volverá loca —dijo Lapa—, pero tiene buen corazón. Estos días, antes de que salga el sol, va con uno de mis hombres a los pastos a guardar las cabras.

Una vez en el huerto empezaron a recolectar verduras para el día. Lapa hundía las manos en la tierra para arrancar unas cebollas. Luego se movía y una lechuga terminaba en la cesta. Su velocidad era impresionante, conocía su huerto de memoria y sabía exactamente lo que necesitaba. Mientras tanto, Gemma solo había tenido tiempo de poner algunas legumbres en su cesta.

—Venid, volveremos a la cocina, que luego tenemos que ir a limpiar el palomar y os puedo asegurar que no será un trabajo agradable.

Sentada frente a la chimenea, Gemma observaba cómo se enrojecían las brasas. Había sido un día agotador, pero ahora, cansada y mareada, descansaba. Junto a ella, Lapa tomaba un sorbo de un vino bueno y fuerte. Durante el día el calor era infernal, pero por la tarde refrescaba en las colinas, y pararse frente a la chimenea no era en absoluto una mala idea.

—¿Estás preocupada? Lo entiendo. Yo también lo estoy, aunque no lo parezca. Veréis, la vida aquí es tan acelerada que te impide pensar, y esa es mi suerte.

Gemma la miró. Era una mujer de cuerpo enjuto, endurecido por el trabajo y los ritmos de las estaciones. No la hubiera calificado de hermosa, pero tenía una especie de encanto austero, una solidez en el rostro y un orgullo en la mirada que no podían dejar indiferente.

—Lo comprendo. Era justo lo que esperaba encontrar. Y debo decir que, gracias a vos, hoy el trabajo ha alejado de mi mente los malos pensamientos.

—Me alegro, querida —dijo Lapa—. ¿Veis? Mientras los hombres van a la guerra, a nosotras nos toca mantener el hogar y la familia. Sé que esa es la razón por la que no queríais abandonar Florencia, pero serán solo unos días y, aunque me duela admitirlo, temo que Dante no regrese antes de unas cuantas semanas.

—Si es que vuelve… —murmuró Gemma con voz débil, logrando apenas contener las lágrimas.

—No tenéis que hablar así —respondió Lapa, dejando la taza de vino en el suelo—. Al contrario, alimentad la esperanza y alegraos de lo que la vida os ha dado. Sois una mujer hermosa y fuerte, y algún día le daréis hijos a Dante. A pesar de sus defectos, es un hombre valiente e inteligente, y volverá a vos. Estoy segura de ello.

—¿De verdad?

—Podéis creerme. —Lapa se acercó a Gemma, le agarró las manos y las sostuvo entre las suyas—. Los hombres van a la guerra y nosotras tenemos que dar la bienvenida a lo que regrese de ellos porque, creedme, cada vez que se matan, una parte de quien sobrevive permanece eternamente en el campo de batalla. Por esto os pido que aguardéis y os preparéis, pues cuando Dante regrese no será el mismo, habrá perdido algo de sí para siempre.

—Lo he visto —dijo Gemma, casi sin pensarlo. Le vinieron a la cabeza los días en que Dante acababa de regresar de Compiobbi. Durante mucho tiempo había sido únicamente una sombra de sí mismo. Luego, día tras día, había logrado resurgir, como si se hubiera quedado mucho tiempo en el agua del fondo de un pozo. Ella lo había amado en silencio, armada de paciencia, perdonando sus súbitos arrebatos de ira y sus lágrimas repentinas.

—¿Cuándo? —preguntó Lapa, sorprendida.

—Cuando volvió de Laterina.

—Pero allí no combatió…

—En Compiobbi vio los efectos de la guerra.

—No mató a nadie.

Gemma abrió mucho los ojos. Se quedó callada.

—No tendréis que salvarlo únicamente de aquello que haya visto, sino también de aquello que haya cometido. Sus acciones le destrozarán el alma, y vos, Gemma, debéis estar lista para volver a armarlo. Así que no penséis en si volverá ni en cuándo lo hará, no, en absoluto —dijo Lapa sonriendo con amargura—. Tenéis que aprovechar este tiempo para encontrar la fuerza en vuestro interior y prepararos para salvarlo, a su regreso, de los demonios que habitarán su cabeza.

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